NOMBRE EN CLAVE: TOBÍAS - LIBRO COMPLETO

 





NOMBRE EN CLAVE: TOBÍAS


CAPÍTULO I - EL ALEMÁN


1.

La temperatura en el interior del edificio era más que agradable, de modo que se desabrochó el abrigo sin prisa y se lo colgó en el antebrazo. Se levantó el sombrero de fieltro, se acercó a la ventanilla del vigilante y tocó el cristal con los nudillos. El cristal era demasiado grueso como para producir el sonido que esperaba, aunque el funcionario sacó su nariz de la novela de igual modo. Eso sí, colocó el marcapáginas en su sitio antes de cerrarla.

—Buenos días. Soy Thomas Bernhard.

El acento del hombre era claramente alemán, lo que no le resultó extraño al funcionario. Quizá un poco exagerado, pero él solo hablaba español y chapurreaba algo de inglés, así que no era nadie para juzgarlo y, lo que es más, por allí pasaban toda clase de personajes de diferentes países, cada cual más peculiar. Un tío con pinta de nazi, que hablaba raro y demasiado repeinado, no era nada fuera de lo normal en aquellas instalaciones.

—Un momentito, caballero. —Dijo Jaime, el vigilante, mientras bebía un poco de agua.

Había obtenido la plaza hace bastantes años, algo así como veinte, de modo que las aventuras para él habían terminado. Se limitaba a pasar lista, como le decía su mujer en tono irónico, y a poner el cazo a final de mes. Tomó la carpetilla de control de accesos de la bandeja que descansaba sobre el escritorio y buscó el nombre del tipejo en el listado.

—Por supuesto. Esperrarré un momentito. España está llena de momentitos —alegó el alemán forzando tanto el acento que casi resultaba cómico. Jaime lo miró por encima de las gafas, aunque no le dio más importancia al comentario. Rarito e imbécil.

—Bernhard, Thomas. Aquí está. Llega usted un poco temprano. ¿Es la primera vez que viene? Su cara me es familiar —preguntó mirándole a los ojos, pero Bernhard ni siquiera parpadeó. Tomó el bolígrafo que estaba sujeto a la tablilla con un cordel e hizo una pequeña equis en la casilla en blanco al lado del nombre. Rarito, imbécil y rancio. El paquete prémium—. Firme aquí, por favor.

—Sí, sí, sí. Por favor, tengo bastante prisa.

—Claro. No hay problema. ¿Cuál es su número de acceso?

El funcionario levantó la hoja de firmas y una cartulina opaca que tenía debajo, doblándolas por la pinza, y comprobó otro listado. Bernhard entrecerró los párpados y recitó el número de memoria.

—071909301216.

—¿Nombre en clave del sujeto?

—Tango.

Recordaba a los sujetos Bravo, Belén según la llamaban los científicos, ya que sonaba más amable, y a Foxtrot, o como todos lo conocían, Francisco. Los dos habían desaparecido de las instalaciones desde hacía semanas, y no parecía que fueran a volver. Francisco sobre todo porque, antes de desaparecer, arrancó media oreja del supervisor de un solo mordisco.

—Está bien. Voy a avisar al supervisor.

Levantó el teléfono y, tras dialogar durante unos segundos, colgó y volvió a llamar a otro número. «Está aquí», fue todo lo que dijo. Rebuscó en los cajones y extrajo un grueso sobre color crudo sin ninguna inscripción. En él, sujeta con un clip, la mitad de una cuartilla de papel con solo tres palabras escritas indicaba el destino del sobre: «Para el alemán». Debajo de la frase, un amplio garabato del supervisor cubría gran parte de las palabras de la nota, lo que denotaba una soberbia infinita. La firma típica de alguien que se considera por encima de los demás, aunque realmente fuera un soplapollas. Bernhard estaba empezando a sudar, a pesar de que ya no llevaba la chaqueta, y su pulso se estaba acelerando. Sentía que algo no iba bien.

—¿Lleva usted su identificación?

—Por supuesto. —Sacó la cartera del bolsillo y mostró su carné.

El funcionario lo sujetó, comprobó la foto de Bernhard y le dio un vistazo a los datos personales. El tal Bernhard se le acercó, y pudo oler su perfume, un empalagoso olor a palomitas que le golpeó como un mazo. De pronto, recordó que el sábado tenía una fiesta de cumpleaños y no había comprado ningún regalo. El cumple de su amiga Andrea. ¿O tal vez la fiesta había sido la semana pasada? ¿O hace veinte años?

—Vaya, creo que estoy teniendo un «déjà vu» de esos.

—¿Disculpe? —dijo Bernhard, pero no obtuvo respuesta.

A Jaime le sobrevino la imagen de una larga mesa que Andrea solía colocar en el jardín. Bandejas de sándwiches, refrescos y galletitas saladas por doquier. Andrea tenía doce años y él por lo menos trece, o treinta y tres. Daba igual, ese olor a palomitas dulces era realmente maravilloso. Devolvió el carnet a Bernhard mientras el pegajoso aroma continuaba inundando su cerebro.

Todavía no había guardado el documento cuando el funcionario se dio cuenta de que lo había mirado por inercia, como de manera automática, y no recordaba haber leído el nombre del tal Bernhard. Su mirada había pasado por encima del carnet como el que ojea un periódico y tiene a alguien ladrándole en la oreja, escupiendo palabras a las que no prestas atención, pero que igualmente no dejan que te concentres. La única solución era volver a leer el mismo párrafo una y otra vez hasta que la persona se cansaba de hablar, sin embargo, no estaba dispuesto a pedirle a aquel alemán estirado que le devolviera el documento con la pobre excusa de que no lo había comprobado correctamente. Eso era poco profesional, y además la foto coincidía, así que no le dio mayor importancia.

—Tenga esta tarjeta identificativa. Debe colocársela en el bolsillo de la camisa y… —Se detuvo en la explicación—. Bueno, qué tontería. Usted ya sabrá de sobra cómo funciona esto.

—Sí. Nosotros, en Berlín, también solemos llevar colgada nuestra identificación y entregamos esos ridículos pases para visitantes.

—Entiendo. Nunca he estado en las instalaciones de Alemania, pero veo que sus jefes son igual de tocapelotas que los nuestros.

—¿Toca pelotas?

El funcionario hizo una pausa. No se sentía con ánimos de explicar lo que era un tocapelotas a aquel pedazo de tocapelotas. Además, cabía la posibilidad de que el alemán fuera contando por ahí que el vigilante de la entrada iba insultando a sus jefes, así que no le pareció buena idea comentar la definición del insulto.

—Da igual. Solo tenga en cuenta que debe llevarla en todo momento y, lo que es más importante, devuélvala al salir.

La tarjeta era bastante sencilla, una gran letra uve sobre fondo grisáceo con la leyenda «VISITANTE» escrita debajo. El alemán sujetó la pinza de la tarjeta al bolsillo de su camisa y esperó a que el funcionario saliera de su garita. Jaime giró la llave, dio un golpecito a la puerta de madera maciza, y bajó la manivela para comprobar que estaba cerrada.

—Por favor, sígame señor Bernhard.

El alemán asintió y respiró aliviado. El pasillo era lo suficientemente largo como para perder la cuenta de las puertas que iban pasando. Estas eran de acero, un acero tan robusto que se asemejaban a las de las cajas fuertes de los bancos, y las luces, blancas como las de los quirófanos, no dejaban un solo rincón sin iluminar. De hecho, había tanta luz que sus sombras se estiraban y se encogían con timidez mientras caminaban. El sonido hueco de sus pasos era el único sonido que se escuchaba, lo que le hacía pensar que estaban solos en esa ala, o bien... El funcionario se detuvo ante la puerta número 81-B, se giró y posó el índice sobre sus labios. Un letrero que colgaba sobre el tirador advertía que había un ensayo en marcha y que no se podía molestar. Estaba tan cerca. Solo tenía que introducir el código para abrir la puerta y…

—Pase aquí —dijo abriendo la sala 81-A, justo al lado de la anterior—. El supervisor vendrá en unos minutos. Me ha dicho que le entregue este sobre.

—Gracias —Entró en la sala, donde no encontró más que una mesa con una silla a cada lado y un armario de aproximadamente su misma altura. Iba a hacer un comentario sobre el mueble en el momento que, detrás de él, se escuchó un golpe metálico y el funcionario cerró la puerta con doble vuelta de llave.




—Me cago en mi suerte —dijo el supuesto alemán, cuyo acento había desaparecido por completo en un abrir y cerrar de ojos. La habitación olía a tabaco y a sudor rancio, al igual que en las otras ocasiones, y el armario estaba cerrado como de costumbre. Solo el supervisor tenía la llave, de modo que no le quedó más remedio que tomar asiento, dejar su sombrero en una esquina de la mesa y retirar el hilo sellado con cera para leer el contenido del informe.







CAPÍTULO II - EL INFORME


1.

Extrajo la carpetilla del sobre y la abrió sobre la mesa. Cuando leyó el asunto del informe en la portada no le sorprendió ni lo más mínimo.

—Evaluación final de sujetos —dijo para sí mismo—. Era de esperar. Se acabó el tiempo.

El supervisor había cambiado a mano el nivel de seguridad del documento de cuatro a cinco, algo que no constituía una práctica habitual, pero una rúbrica en la parte inferior derecha de la hoja así lo corroboraba. Bernhard giró la portada con suavidad y procedió a su lectura.
 

 
“CONSIDERACIONES PREVIAS:

Este documento ha sido redactado como conclusión a los informes 00-sp-189, 00-sp-197 y 00-sp-230, incluyendo la presente evaluación final.

El centro colaborador CSIC - Área de alto rendimiento, ha demostrado su total lealtad al proyecto, manteniendo en secreto todas las informaciones obtenidas del presente estudio, colaborando en los aspectos más controvertidos, y silenciando cualquier intento de insurrección por parte de los familiares de los sometidos al análisis, utilizando siempre los métodos recomendados por los diferentes Servicios de Información y Contrainteligencia. Es por ello, que debemos eximir de cualquier tipo de responsabilidad a dicho ente público, así como a las otras oficinas nacionales e internacionales, las cuales no deben constar, ni en este ni en ningún otro documento.

Las penas por descubrimiento de secretos serán las establecidas en el código penal vigente en el momento de la revelación de los mismos y conllevarán, necesaria e ineludiblemente, la destrucción de todo documento relacionado o, en su caso, la incomunicación y extradición de la persona o personas ligadas a dicha filtración, para su posterior procesamiento con el agravante de traición, no siendo posible el indulto del individuo en ninguno de los casos.

INFORME:

El sujeto con nombre en clave Tango, erróneamente denominado Tobías entre el personal de las instalaciones, será tratado en adelante del presente informe simplemente como «el sujeto».

Desde que el sujeto fue objeto de estudio, los protocolos de seguridad han sufrido diferentes variaciones (en gran parte fueron precipitadas por el incidente acaecido con el sujeto Foxtrot; ver informe 00-sp-212), pero en ningún caso se ha apreciado un comportamiento inadecuado del sujeto ni alteraciones en la conducta o evolución anómala de su PES (percepción extrasensorial). Tampoco se ha detectado ninguna experiencia extracorporal, o EEC. Mediante una EEC, el individuo siente que su conciencia se ha desprendido físicamente de su cuerpo. Sí se ha comprobado esa capacidad de evolucionar fuera de sus cuerpos en otros sujetos y atravesar paredes y otros objetos físicos (informes de evaluación final 00-sp-080 y 00-sp-097). Aunque, en estos últimos casos, no han sido capaces de viajar grandes distancias, ni desplazarse mucho más allá de la habitación de pruebas. También, tal y como consta en los informes, se detectaron sucesos en los que generaron otros psiquismos como la psicoquinesis. El sujeto no ha mostrado dichas habilidades y, a pesar de que presenta una PES bastante notable, resulta insuficiente para ser efectiva en tareas que le pudieran ser asignadas como agente de campo, además de una EEC nula”.



2.


Bernhard, que se había reclinado sobre la silla mientras leía, dejó caer los papeles sobre la mesa y soltó un par de carcajadas.

—Y un huevo —afirmó—. No tienen ni puta idea de qué va todo esto.

Pasó la página negando con la cabeza sin apagar la sonrisa burlona de su rostro. El sonido del papel le pareció un estruendo ante el silencio de la sala. Su nariz se había acostumbrado al rancio aroma de la habitación, pero cuando inhaló con viveza volvió a sentir cómo la pestilencia se adhería con fuerza a su tabique nasal. Centró el documento en la mesa y continuó leyendo el informe.



"El motivo de haber prolongado el periodo de pruebas con el sujeto, viene justificado por su aptitud para desarrollar uno de los aspectos de la PES menos comunes entre los individuos sujetos a estudio. Un tipo de psiquismo que bien podría entenderse como intuición. Es fundamental referirse a dicha habilidad como intuición, y alejarse del término clarividencia, el cual nos aboca a pensar en videntes y charlatanes sin habilidades empíricamente demostradas.

El sujeto fue conducido a un estado de ultra relajación, según el procedimiento estándar, en todas las pruebas elaboradas en el edificio de alto rendimiento (AR). Los aparatos registradores detectaron picos de actividad cerebral que, junto con los resultados de los test realizados en los ensayos, denotaron una PES elevada. En concreto, de los cinco dibujos impresos en tarjetas que se exponían de manera aleatoria en la sala anexa, fue capaz de reconocer tres de ellos. Ante la facilidad con la que los individuos pronosticaban las cartas Zener, se creó un modelo propio con múltiples variaciones. Según consta en el informe 00-sp-189, detectó sin ayuda externa un semicírculo, un caballo y una puerta. Lo singular y remarcable de la prueba fue cuando atestiguó, y citamos textualmente: «el caballo ha sido capturado; el caballo está en el suelo». El comentario en sí no fue concluyente, pero cuando el operador de la sala retiró las tarjetas, se sintió mareado, según declaró con posterioridad, y dejó caer al suelo la tarjeta que mostraba una ficha de ajedrez, concretamente la del caballo.

Se descarta que el sujeto haya utilizado una posible psicoquinesis, así como una EEC mediante la que pudiera influir en las decisiones del operador, ya que en ningún momento el operador perdió la consciencia, ni recuerda haber sido manipulado mentalmente para que arrojase la tarjeta al suelo".

—Cómo me gusta que se equivoquen —aseveró Bernhard en voz alta.

"Es por ello, que se valora la posibilidad de una posible PES basada en la intuición como causa de tal suceso. Asimismo, durante el proceso de estudio que concluyó con el informe 00-sp-197, el sujeto demostró una intuición similar. El sujeto se anticipó a un pequeño apagón, y cito textualmente: «Yo, la luz, he venido al mundo, para que todo el que cree en mí no permanezca en tinieblas». Minutos después, la iluminación de todo el edificio de AR se apagó por unos segundos y volvió a funcionar sin necesidad de realizar acción alguna, posiblemente por una sobrecarga en la red eléctrica. Por este motivo creemos que el sujeto es capaz de sentir los hechos que están inmediatamente a punto de suceder como si ya los hubiera vivido.

De más de doscientas pruebas, únicamente en dos ha demostrado controlar esa PES, por lo que resolvemos que no sería capaz de utilizarla en nuestro favor llegado el caso. Por lo tanto, no se recomienda su participación en los eventos bélicos en el contexto de la batalla de Leningrado ante una posible expulsión del Ejército Rojo.

Si bien, y llegados a este punto, cabe remitir al sujeto a las oficinas centrales de Berlín, para su más exhaustivo estudio, integración en los mecanismos de contrainteligencia, o su borrado y reinserción".



Las últimas dos palabras dejaron a Bernhard frío como un témpano de hielo, casi vibrando y a punto de quebrarse.

—¿Borrado? ¿Reinserción? —pronunció Tobías desde la sala anexa.

Sus ojos se abrieron y, por un momento, perdió el control de Bernhard. Sintió cómo el supuesto alemán se zafaba de sus ataduras mentales, con dificultad, pero había conseguido librarse de él como alguien que se quita unos pantalones demasiado apretados. Bernhard miraba a su alrededor, atónito. No sabía cómo había llegado hasta allí, ni por qué iba trajeado. Le costaba hasta recordar su nombre. ¿Andrés? Sí, se llamaba Andrés. Arrugó el gesto y echó de nuevo un vistazo a los pantalones de pinzas y al sombrero sobre la mesa metálica. Él nunca iba trajeado. Mientras trataba de descubrir lo que estaba pasando, su corazón lo único que quería era salirse de su pecho, y aquellos segundos le parecieron una eternidad.

Por suerte para Tobías fue tan solo un instante, tan solo tenía que cruzar a la habitación de al lado. Volvió a cerrar los ojos y, con los brazos cruzados a modo de almohada, dejó que su cabeza reposara de nuevo en la mesa. Cuando la puerta de la habitación se abrió, Andrés, que a su vez era el supuesto alemán, falso Bernhard, sentía cómo su corazón bombeaba con la misma presión del vómito que sube por el esófago buscando salida. Pensó en ello y cerró la epiglotis. Pero el vómito de palomitas dulces siempre encontraba su camino. Palomitas dulces a medio digerir, saliendo disparadas a toda presión por su nariz. El pensamiento le obligó a sentarse, mareado, y le arrancó una pequeña sonrisa nerviosa, nerviosa y relajante. Relajante y placentera. Placentera y…

Como un titiritero que desliza su mano huesuda por detrás de sus marionetas, Tobías consiguió que Andrés se levantara para saludar al supervisor y habló por su boca forzando ese odioso acento que tanto le costaba imitar. Tobías había recuperado el control de Bernhard justo en el momento preciso, aunque el supervisor advirtió en su cara que algo no iba bien.

 


CAPÍTULO III - SÁNCHEZ

1.

Las esposas estaban tan apretadas que solo cuando el inspector Sánchez se las quitó, pudo volver a sentir las manos. Dos bonitas pulseras moradas con sus correspondientes heridas carmesí adornarían sus muñecas las próximas semanas, como recordatorio de que no estaba nada bien darle un empujón a un poli.


—Muchas gracias, Fermín. Tenía las muñecas a punto de explotar.

—No me llames por mi nombre, aquí soy el inspector Sánchez.

—Fermín, hombre... —rezongó Andrés mientras seguía frotándose las heridas—. Si nos conocemos desde el parvulario. Todavía me acuerdo de la canción que nos inventamos en tu honor…

—Hasta los huevos de la cancioncita —aseveró Fermín casi elevando un grito—. Y luego siempre estabais con las mismas tonterías. Que si cornudo, que cuándo terminaban los encierros, que me ibais a cortar las dos orejas y el rabo... No me toques los cojones Andresito, que aún te quedas durmiendo en el calabozo esta noche.

—Perdona… Perdone, inspector Sánchez.

—Ya sé que Expósito es un imbécil pretencioso y, probablemente, se estaba pasando contigo. Me hago cargo de que vivir en la calle no es fácil, pero ya sabes que está prohibido por la Gandula.

—La jodida Ley de vagos y maleantes. Vaya invento de ricos.

—Compréndelo, Andrés. No podemos pasar de largo y hacer como que no te hemos visto. Expósito solo hacía su trabajo.

—Es un madero, lo sé. Y los maderos hacéis cosas de maderos. Zurrar a la gente y eso.
—Policía Nacional, Andrés. Nada de maderos.

Andrés bajó la cabeza y se estiró las mangas de la camisa hasta la mitad de las manos.

—¿Tienes dinero para comer?

—No, hoy me lo he gastado todo en una manta. Hace frío en la calle, ¿sabe usted, señor inspector?

—Pero qué marrullero eres. Venga, vamos a la fonda. Allí por lo menos dormirás caliente un par de días.

—Joder. —El ofrecimiento le pilló por sorpresa y no tardó en que los ojos se le pusieran vidriosos, llenos de lágrimas—. Gracias Fermín…, inspector Sánchez. Lo estoy pasando mal, pero es solo un bache.

—Anda, tira. Que si no fuera porque la María tiene miedo de que meta gente en casa, por los críos y eso, ya sabes, te venías a Lavapiés conmigo.


2.

Andrés encaraba la puerta de la fonda cuando el recepcionista le tiró un silbido. Durante los dos días que pasó en el establecimiento, Andrés no había causado ninguna molestia. Fermín le había entregado seis pesetas, suficiente para comer y no llamar mucho la atención, y además le había dicho: «Ya que estás de prestado, por lo menos no molestes al personal». Y eso es lo que hizo. Se había portado mejor que los niños de la Matilde en la misa de domingo, así que creyó que el silbido no iba con él. Hizo oídos sordos y empujó el portón.

—¡Eh, tú! ¡Espera! —Andrés se giró esperando el rapapolvos. Siempre había una excusa para echar la culpa al vagabundo—. ¿Estás buscando trabajo?

—Eh… —Se lo pensó antes de contestar—. Sí. Claro que sí —contestó finalmente sin demasiada confianza.

—Pues vuelve esta noche y hablamos. A las once y media.


3.

—¿Estás seguro de que este tío no tiene a nadie? —preguntó el vigilante de la garita. No era el mismo funcionario que trabajaba en el turno de mañana, Jaime, pero todos los vigilantes parecían estar cortados por el mismo patrón. Rostro serio, parco en palabras y con cierta mirada de superioridad.

—Y tan seguro. Lo trajo un madero a la fonda por pura pena. Si hasta le pagó la habitación y todo. El pobre no tiene dónde caerse muerto.

—Y huele como si lo estuviera, ¿no? ¿Sabrá limpiar?

—Pregúntale a él. Yo ya te lo he traído. ¿Os lo quedáis o no?

—Llevo tres días que no entro en el cagadero del asco que da. ¿Tú qué crees?

—Pues dame mis diez pesetas que yo me marcho.

El vigilante abrió la caja de caudales y entregó las diez pesetas al recepcionista, quien se marchó sin ni siquiera despedirse. Estuvo tentado de decirle que, en la nota, decía que tenía que pagarle quince pesetas para que no se fuera de la lengua, pero decidió guardarse las otras cinco. Por las molestias.

—¿Cómo te llamas? —dijo saliendo de la garita.

—Me llamo Andrés, señor.

—Andrés. Escúchame bien, Andrés. Aquí la gente no aguanta mucho tiempo, así que si no te lo vas a tomar en serio, lo mejor es que salgas por esa puerta. —Silencio—. Está bien, si realmente quieres el trabajo es tuyo. Empezarás a las doce de la noche. Trabajarás solo dos horas y tendrás que limpiar todo lo que se te diga. Y sin rechistar. ¿Estamos?

—Estamos.

—Aquí están tus herramientas —dijo abriendo la puerta del pequeño armario de la limpieza—. A las doce tocas al timbre, entras y vienes a la garita. Yo te entregaré una tarjeta como esta y tú te la pondrás y te vendrás directo aquí, al cuarto de limpieza. Si estoy escuchando la radio, no me hables. Si estoy leyendo, no me hables. Si no te hablo, no me hables. ¿Estamos? —Andrés asintió—. Yo te dejaré abiertas todas las puertas de los sitios donde tienes que limpiar. Nada más —dijo elevando el tono—. Entras, limpias, y te vas. Si hay polvo, pues limpias polvo. Si hay sangre, pues limpias sangre. Y si hay mierda, pues limpias mierda. El sueldo es de cuatro pesetas al día, es lo que hay, y se trabaja todos los días —volvió a elevar el tono hasta un chillido—. Tienes dos horas para limpiarlo todo. No hagas preguntas, no hables con nadie y, si puedes, no hagas mucho ruido. ¿Alguna duda?

—¿Me vais a dar ropa? La mía está… —dijo estirándose la camiseta raída.

—La tienes en el cuarto. —Señaló la estantería donde estaban los trapos—. En la leja de arriba. Si quieres puedes empezar ahora mismo, y si no pues mañana.

—Claro, me pongo en marcha ya. ¿Dónde puedo cambiarme de ropa?

—¿Qué pasa? ¿Te da vergüenza que te vea en calzoncillos? Tranquilo, que no soy maricón. —Se quedó mirando a Andrés, pero este no movió un solo músculo—. ¡Bah! Entra a cambiarte donde quieras. ¡Ah! Por cierto, acuérdate por qué has venido aquí. Te han traído porque eres un desecho de la sociedad, ¿eh? No tienes familia ni a nadie que te espere. No sé si me entiendes.

—Que te den por culo —pensó, pero se dedicó a seguir asintiendo—. Que te den por culo maldito gilipollas.

—Así que, si ves algo, o escuchas algo que crees que puede resultar interesante en tus charlas de vagabundo, recuerda que nadie te echará de menos si no vuelves a tu casa, puente, esquina, o donde quiera que vivas. ¿Estamos o no estamos?

—Estamos, estamos.

—Pues venga. Empieza a limpiar ya que me has quitado un cuarto de hora de sueño.


4.

Las puertas de los cuartos de baño siempre estaban abiertas y además, por mucho que limpiara los retretes, a la jornada siguiente aparecían horriblemente sucios. Por suerte, los despachos y las salas gemelas, como él las llamaba, solo necesitaban una ligera mano de plumero y escoba. Las puertas abiertas, estaban cerradas al día siguiente y viceversa, por lo que pensó que la gente que tenían dentro de las habitaciones la iban cambiando de sitio. Todas menos la última puerta, esa permanecía siempre cerrada. Las celdas, porque para él eso es lo que eran más que habitaciones, solían presentar excrementos humanos, y en alguna que otra ocasión sangre. Aunque ya se había acostumbrado. No sabía si aquello era una prisión, pero si no lo era se le parecía bastante. Nunca había estado en una cárcel de verdad, tal vez fuera un manicomio, una sala de torturas o un laboratorio de pruebas. Tras mucho cavilar, y mientras arrancaba la costra de una de las paredes, apostó por lo último.

Solo un par de veces se había encontrado con alguien que no fuera el vigilante, y era porque los trabajadores de allí no solían quedarse más tarde de lo habitual, funcionarios ya se sabe. Sin embargo, durante las últimas semanas se rumoreaba que iba a haber cambios. No había leído nada en los periódicos del ABC sobre los que dormía, eso era pura propaganda franquista, en cambio, en la calle se comentaba que el falangista radical Gerardo Salvador Merino había sido destituido, y todos los funcionarios andaban con un palo metido en el culo. Al par de estirados con los que se cruzó les brindó uno de sus mejores «Buenas noches», con reverencia y todo, joder, pero aquellos jamelgos no le contestaron. Ni siquiera le miraron a la cara. No era que le importase demasiado, pero su madre siempre le decía que el saludo no se le negaba ni a los perros, y eso hacía.

Así que cumplía con su trabajo, recogía sus cuatro pesetas y volvía al día siguiente. Nada más.

Lo malo era que aquella puerta siempre cerrada despertaba su curiosidad. La curiosidad mató al gato, decían. Y aquel gato era un angora de seis kilos y con una curiosidad más grande que su cabeza.


5.

El vigilante entregó la tarjeta a Andrés sin contestarle ni las buenas noches, algo que era ya como una tradición. Lo único que hizo fue estirar las piernas sobre la mesa y bajarse la gorra para taparse los ojos.

Como siempre, empezó por los despachos y las salas de pruebas. Después fue ganando en intensidad con los baños y terminó la corta jornada saneando las celdas como buenamente pudo. Prácticamente había acabado cuando escuchó un golpe en la sala que nunca se abría.

—¿Hola? —inquirió Andres asustado. No hubo respuesta—. ¿Hay alguien ahí?

Otro golpe se escuchó en el interior. Andrés se acercó a la portezuela por donde pensó que introducían la comida y levantó la chapa para mirar adentro. Oscuridad, solo eso. Oscuridad y un hedor insoportable.

—¿Hola? —volvió a preguntar más fuerte.

—Vete —dijo la voz sin más explicaciones. Andrés cerró la portezuela, pero tras unos segundos volvió a abrirla.

—¿Estás bien? Puedo ayudarte. ¿Necesitas comida o agua?

—Estoy bien. Márchate.

—Me llamo Andrés. Puedo darte jabón si quieres, o un poco de detergente para aliviar ese olor repugnante.

—¿Por qué me has dicho tu nombre? —masculló entre dientes.

—No te oigo. ¿Puedes acercarte un poco? No tengo mucho tiempo. —Miró el reloj—. Diez minutos, doce como mucho, pero puedo ayudarte. De verdad.

—No. No puedes. Es demasiado tarde. Mañana vienen a por mí, y detrás de mí van los otros.

—¿Qué otros? Ah, vale —dijo mirando las puertas cerradas—. ¿Qué os van a hacer? ¿Os van a… —pausa—, a matar?

—No lo sé, pero pueden venir a por mí si es lo que quieren. Estoy preparado.

El palo de la fregona se deslizó y cayó al suelo en la otra punta del pasillo dando un fuerte golpe. El eco resonó como si alguien hubiese pegado un tiro con una carabina. Andrés dio un respingo, aunque los ronquidos del vigilante no se vieron interrumpidos.

—¿Cómo te llamas?

—¿Si te lo digo te irás?

—Sí —dijo cruzando los dedos.

—Mi nombre es Tobías, y ahora vete.

—Tobías, puedo ayudarte. Quiero ayudarte —dijo con una emoción que se concentraba en lo alto de su garganta.

—Ya lo intenté con los otros que estuvieron antes que tú, y tuve que obligarles a marcharse.

—Mira, Tobías. Llevo años viviendo en la miseria, y gracias a la ayuda de un buen hombre pude encontrar este trabajo.

Tobías estuvo tentado de decirle que ya lo sabía. Sabía lo de aquel policía, Expósito, que lo había detenido y le había dado una buena ensalada de hostias de las que no dejan huella, que Sánchez lo había llevado a la fonda y le había entregado dinero. Sabía que Andrés lloraba todas las noches pensando en que había perdido a su familia en la guerra, puta guerra civil, y sabía que no podía quitarse esos pensamientos ni cuando desincrustaba la mierda de las celdas. Y lo sabía porque lo había leído en su cabeza, igual que sabía que era una buena persona. No hacía falta que lo demostrara, y Tobías pensó que no tenía derecho a meterle de lleno en todo aquello. También sabía que al día siguiente vendría Thomas Bernhard, y que el supervisor tenía preparado un informe que necesitaba leer para averiguar todo lo que sabían de él. «Ese hombre me sacó de la cárcel», leyó de la mente de Andrés antes de que abriera la boca.

—Ese hombre me sacó de la cárcel —prosiguió—, me dio un techo donde poder pasar la noche y no morirme de frío, y hasta me dio algo de dinero. Eso me hizo pensar, y descubrí que yo nunca podría ayudar a nadie como él lo hizo, y ahora… Ahora siento que puedo hacerlo. Déjame ayudarte, Tobías. Deja que te ayude a escapar de aquí.

Las fuertes carcajadas de Tobías hicieron que Andrés se pusiera nervioso. Temió por si el vigilante les había escuchado y mandó callar a Tobías chistando como un aspersor con el dedo sobre los labios. Asomó la cabeza hacia la garita y comprobó que el vigilante seguía interpretando la Sinfonía número 5 en do menor de ronquidos y cuescos sincopados.

—¿Escapar? No es ninguna proeza escapar de aquí. Podría haberme marchado hace tiempo.

Andrés se rascó la cabeza sin saber muy bien lo que estaba pasando.

—Pero si insistes en ayudarme creo que puedes hacer algo por mí. Puede que no te guste, y muchas veces produce arcadas, pero te prometo que no te haré daño.

—Arcadas dice. Después de lo que he visto aquí me he dado cuenta de que tengo un estómago de acero. ¿Qué tengo que hacer?

—Dime algo que te guste. —Andrés pensó unos segundos y, por sorprendente que le pareciera, no se le ocurría nada—. Bueno, no pasa nada. Sé algo que nunca falla. ¿Te gustan las palomitas dulces?

—Me encantan —dijo con un tono alegre.

—Pues tan solo imagina que comes un gran cartucho de palomitas dulces y déjate llevar.


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CAPÍTULO IV - BUENA GENTE


1.

Para Tobías, lo más difícil de haber sido sometido durante años a un entrenamiento tan exhaustivo, fue mantener ocultas cada una de las habilidades que iba adquiriendo.

Siendo tan solo un muchacho, sus padres ya notaron que su hijo era más inteligente de lo normal, pero ni de lejos podían saber lo que tenían entre manos. Por ese motivo, siguieron el consejo de algunos especialistas y lo pusieron en manos del estado, «el único con medios suficientes para desarrollar todo su potencial», decían. Y vaya si lo desarrolló.

Con el inicio de la guerra civil, los estudios se fueron endureciendo, así como las técnicas que utilizaban. El nivel de los experimentos era tal, que de entre todos los métodos utilizados con los sujetos de pruebas, el de descargas con electrodos constituía uno de los menos desagradables, por increíble que fuera. Los peores podían dejarlos inconscientes durante varios días.

Toda aquella barbarie, contextualizada en una guerra tan recrudecida por los constantes enfrentamientos que hasta los miembros de una misma familia se mataban entre sí, parecía casi justificada, ya que la intención era convertirlos en espías psíquicos capaces de introducirse en la mente del enemigo sin ser detectados. Tobías pensaba que aquellas prácticas se acabarían con el derrocamiento de la Segunda República Española, «Ya no os necesitamos, muchachos. Gracias por vuestros servicios y si te he visto no me acuerdo», o algo por el estilo. Porque ¿para qué querría seguir el generalísimo con aquellos atroces experimentos una vez acabada la guerra y derrotado el enemigo?

Por desgracia, Tobías no podía estar más equivocado.

Un equipo de científicos convertido en un atajo de secuestradores y torturadores, hasta ahí llegaba la ciencia en tiempo de guerra. Tobías dejaba entrever un poco de percepción extrasensorial por aquí y un poquito de intuición por allá para que continuasen con los experimentos, porque después de tanto tiempo él era el más interesado en seguir avanzando, pero lo que no podía hacer era desvelar su secreto. Su gran secreto.

Tanto llevaba allí que conocía las técnicas de los investigadores, sus puntos fuertes y sus debilidades, de modo que desconocían que Tobías era capaz de trascender más allá de su cuerpo, que podía influir en otros de manera considerable y, lo que era aún más interesante, que en ciertos casos podía introducirse dentro de ellos y manipularlos a voluntad. Lo único que tenía que hacer era relajarse y conseguir un vínculo con la víctima.

Ese vínculo solía presentarse como un recuerdo agradable, un sonido, un lugar o incluso una comida. Algo pequeño. Una resonancia que iba creciendo hasta apoderarse del individuo al completo, al igual que sucedió en 1940 con el famoso puente de Tacoma Narrows. Había escuchado a los investigadores hablar del suceso y de ahí le vino la idea. El puente se derrumbó debido a que un viento no demasiado intenso produjo un aleteo aeroelástico que coincidía con la frecuencia natural del puente. Poco a poco, el movimiento de vaivén fue aumentando hasta que el puente acabó en el fondo del río. Lo único que Tobías tenía que hacer era mantener esa resonancia, y no desviar su atención en ningún momento para que el puente mental no colapsara. Cualquier despiste podría acabar en un pequeño desastre.

A los primeros limpiadores tuvo que trabajárselos durante horas, uno de los costes de la inexperiencia, pero una vez superada la barrera mental que suelen construir la mayoría de los individuos, nadie podía detenerle. Los dos últimos, sin embargo, fueron pan comido. En general, buscaban a gente que no se involucrase demasiado en el trabajo. Pensaban que, de ese modo, dejarían tranquilos a los sujetos de las instalaciones. Personas que iban solo a trabajar y a cobrar sin hacer preguntas, lo que complicaba la tarea de entablar una conversación con ellos. Con Andrés pasó justo lo contrario, ya que era Tobías el que no quería saber nada de él.

Hurgaba en los pensamientos de Andrés como lo hace un perro callejero que rebusca en la basura. Casi había arañado hasta su alma buscando las miserias que todo ser humano tiene, una justificación para tomar su cuerpo, y no encontró nada. Sabía a ciencia cierta que era una buena persona, demasiado buena persona. Por eso quería mantenerse alejado para no causarle problemas.

—Déjame ayudarte —le había dicho Andrés una y otra vez. Y sin saber muy bien si por la insistencia del limpiador o fruto de la desesperación, Tobías finalmente aceptó.


2.

—Imagina que comes un gran cartucho de palomitas dulces y déjate llevar —le dijo a Andrés. Y ahí la tenía, la resonancia que estaba buscando le permitió meterse en su mente sin mayor dificultad y tomar su cuerpo. Una vez dentro la sensación de culpabilidad le sobrevino y se arrepintió de haberlo hecho. Desconcertado, vagó por el pasillo de un lado a otro.

—¿Ayudarme a qué? —se preguntó en voz alta sin encontrar una respuesta que le resultase satisfactoria.

Podría abrirse la puerta a sí mismo, claro que sí. Sacar al Tobías que ahora estaba sentado en una esquina de la celda con la cabeza apoyada en la pared, pero eso ya lo podría haber hecho en decenas de ocasiones. Una de las ventajas de la psicoquinesis. No, eso no era lo que tenía pensado. Quería descubrirlo todo sobre los experimentos que hacían con él, sobre qué pasaba con ellos después de sacarles de allí. Y eso le llevó a preguntarse cómo un triste operario de limpieza, sin vida ni contactos podría ayudarle a conseguirlo.

Curioseó por los pensamientos de Andrés mientras se cambiaba de ropa para salir a la calle, el vigilante ya se había asomado un par de veces y recordó que el turno del limpiador ya se habría acabado hace minutos. Tobías esperaba que hubiera averiguado la manera de acceder a los informes, o mantenido contacto con alguien que pudiera facilitarle información, pero no encontró lo que buscaba. Sus esperanzas se desvanecían como el pedo de una gaviota un día de viento. Al único que conocía era a Jaime, el funcionario que vigilaba la entrada de las instalaciones, y el muy inútil estaba hecho un pedazo de gilipollas. Excavó un poco más en la psique de Andrés y notó un quejido, un chillido lejano como el sonido de una polea que chirría. Tal vez eso le había dolido, de modo que, aunque para él el motivo estaba más que justificado, trató de no escarbar demasiado en el cerebro de su amigo. Tampoco era cuestión de dejarlo tonto al pobre.

—Ahí está —dijo en voz alta, y reparó que lo había reconocido como su amigo. Algo curioso sin lugar a duda.

Andrés había coincidido una vez con el supervisor, aunque el hombre ni le había mirado a la cara. También se cruzó con otra persona… Otro chirrido de polea.

—Lo siento, amigo —Susurró y creyó que le había escuchado pedirle perdón. Tampoco hubo éxito. La otra persona estaba de espaldas a él, justo cuando salía del despacho. Era una mujer. Andrés la saludó desde el final del pasillo y esta ni siquiera le contestó. ¿Cómo cojones podría introducirse en las entrañas de la organización utilizando a un limpiador de vómitos de tres al cuarto? Ese pensamiento lo guardó para él solo.

—¡Venga! ¡Date prisa! —dijo Jaime desde la garita, asomando medio cuerpo por la ventanilla—. ¡Termina ya de recoger, que no paras de hacer ruido! ¡Las personas normales tenemos que dormir! ¿Sabes?

—¡Perdón! —dijo Tobías desde el cuerpo de Andrés.

El Tobías real permanecía sentado en la celda, y así lo haría hasta que abandonase el cuerpo de su amigo. Afortunadamente, en aquel apestoso cubículo que más tenía de celda que de dormitorio no corría peligro. Se dio cuenta de que, aunque utilizaba su garganta para hablar, la voz de Andrés sonaba algo diferente, como más aguda, y trató de imitarla con bastante éxito.
—Ya me marcho, estaba recogiendo mis cosas.

—Pues venga, aligerando que es gerundio.

Jaime dejó la paga sobre la repisa de la garita y cerró el ventanuco. Andrés recogió el dinero y se dirigió a la salida sin despedirse. Cuando estaba abriendo la puerta para salir, el vigilante emitió un silbido como si estuviera llamando a un perro.

—¡La tarjeta, zopenco! Coges el dinero y dejas la tarjeta, no es tan complicado. ¿O es que se te ha olvidado? ¿Me estás oyendo? —dijo señalando el bolsillo de la camisa—. ¡Que dejes la tarjeta!

—¡Ah, sí! Perdón. La he debido dejar en el guardapolvos.

—Idiota —farfulló el vigilante.

Cualquier persona se hubiera dado cuenta de que Andrés, el verdadero Andrés, siempre saludaba. Buenos días, buenas tardes y buenas noches. Eso le había enseñado su madre. Y lo mismo hacía a la despedida. Cualquier persona habría percibido aquel tono de voz un poco más grave, más áspero. Sin embargo, la única persona que lo veía entrar y salir, ni siquiera le prestaba atención. Andrés era casi invisible.

Entonces fue cuando se le ocurrió la descabellada idea.

Abrió el cuarto de limpieza, recuperó la tarjeta y la dejó sobre la repisa. Tomó papel y uno de los lapiceros del bote metálico. El vigilante arrugó el gesto, pero no dijo nada. Quería que Andrés se marchase cuanto antes y eso hizo, salir sin decir ni las buenas noches.


3.

Se había alejado demasiado del edificio y le costaba horrores mantener la resonancia fluyendo sin sobresaltos, pero era necesario alejar a Andrés lo suficiente para que no alertase a nadie. Tenía que darle tiempo para pensar. En cuanto Tobías escuchó a alguien manipular la puerta de su celda decidió que era buen momento para volver. Regresó a su cuerpo por el fino canal que apenas se sostenía entre los dos y, cuando volvió en sí, se sintió aliviado, aunque a malas penas podía levantarse. Orinó en el agujero que tenía habilitado a tal efecto y alguien abrió la puerta en ese momento.

La luz cegadora del pasillo le impidió ver de quién se trataba, pero lo sabía de sobra. Dijo algo de volver en cinco minutos y volvió a cerrar. Se recostó en el camastro deseando que, como solía suceder en la mayoría de casos que querían joderle el sueño, los cinco minutos fueran dos horas, y así fue. Después de trascender siempre regresaba agotado, sentía su propio cuerpo como la concha de un cangrejo ermitaño, un viejo apartamento que volvía a ser habitado. Se estiró y su espalda crujió con una serie de chasquidos encadenados. Una fuerte presión en el pecho le obligó a toser hasta en cuatro ocasiones, y pensó que tal vez su alma, si es que existía algo así, estaba haciendo hueco para volver a colocarse en su sitio. Cómo odiaba esa sensación. Solo esperaba que Andrés leyera la nota y le ayudase. Cerró los ojos y se quedó dormido.

4.

Sentado en un banco del parque, Andrés miraba atónito el papel que aguantaba pegado a su muslo. Con la otra mano sujetaba un lápiz y, con la punta, apretaba tanto la nota que había hecho un pequeño agujero en el final de la firma que claramente mostraba el nombre de Tobías.

Lo último que recordaba era haber estado hablando con ese tal… Tobías.

—¡Oh, mierda! —dijo casi en un grito—. ¿Dónde estás? ¿Me has traído tú hasta aquí? ¿Y por qué no recuerdo nada? —grito a las cuatro esquinas del parque, pero la frondosa vegetación no le contestó.

Sí, ese era el nombre, Tobías. Levantó la nota y comenzó a leer. Tal vez de ese modo averiguara cómo había llegado hasta allí y qué estaba pasando.

«Me ofreciste tu ayuda y la acepto. Gracias, Andrés. Espero que no te hayas asustado al verte aquí en medio».

—Hombre, pues un poco —susurró y continuó leyendo.

«Si de verdad pretendes ayudarme necesito que hagas un par de cosas por mí. Lo que te voy a pedir es un poco delicado, pero te compensaré como pueda. Si no estás dispuesto a participar en esto lo entenderé, no quiero forzarte a hacer algo que no quieres. No sigas leyendo, solo rompe esta nota y vete a casa».

Andrés bajó la nota y respiró profundamente el aire húmedo, que traía aromas de tierra mojada, jazmín y ciprés. Se permitió pensar por un momento en la familia que ya no tenía, y hasta le pareció escuchar la voz de su hijita pidiendo que le ayudara. Con la mano temblorosa volvió a levantar el papel.

«Gracias de nuevo, amigo. Vamos a jugar a un juego, un juego de espías bastante peligroso, así que te pido que confíes en mí y que te dejes llevar. Lo primero que tienes que hacer es conseguir una gabardina y un sombrero. Sé que es complicado dado las horas que son, pero yo también confío en ti y en que lo conseguirás. Es de vital importancia que sean de color negro, porque así es como visten los alemanes del Tercer Reich. Póntelos y espérame en la puerta del edificio a las ocho de la mañana. Yo saldré a recogerte. Tranquilo, no te enterarás de nada. Si todo sale bien, cuando despiertes estarás sentado de nuevo en el parque. Si no…, bueno. Tal vez tendrás que correr un poco».


Puente de Tacoma Narrows, 7 de noviembre de 1940


CAPÍTULO V - ENCUENTROS


1.

—¡Despierta chaval! —dijo Jaime con cierto asqueo, rozando lo repulsivo—. Levántate, hoy tenemos una visita importante y tienes que causar buena impresión. No querrás que te vean hecho un guarro.

—¿Qué hora es? —preguntó Tobías y el vigilante le miró sorprendido.

—¡Hombre! ¡Eso es nuevo! ¿Desde cuándo te importa a ti la hora? —Tobías se encogió de hombros—. Son las seis y cuarto. ¿Desea usted algo más mi señor?

—No. —Recapacitó—. Bueno, sí. Una pregunta. ¿Es necesario que seáis tan desagradables?

Jaime soltó una risotada y después tensó su cara.

—Sí, absolutamente. No tienes ni idea de lo desagradables que podemos llegar a ser. —Por desgracia Tobías lo sabía demasiado bien—. ¡Venga, que no tenemos todo el día! Ya sabes cómo va esto.

No tenía todo el día, desde luego que no. Ni Andrés, donde quiera que estuviera ahora, tampoco.

Tobías se quitó la ropa y se colocó sobre la letrina esperando a que la ducha se pusiera en marcha, tal y como hacía siempre que alguien destacable decidía visitarle. Al parecer, las narices de los altos cargos eran demasiado sensibles al excesivo perfume corporal. La repulsión hacia el resto de seres humanos debía de constituir un requisito indispensable para acceder a tan relevante puesto. Un único chorro de agua con fuerte olor a desinfectante cayó del techo y Tobías empezó a frotarse, tomando la precaución de cerrar bien los ojos. Aquel líquido cumplía su función, de eso no cabía la menor duda, pero resultaba de todo menos agradable. Aprovechó la ocasión para acuclillarse, apretar la barriga y dejar caer un buen tronco. Con el agua disminuyendo de presión, se limpió sus partes a conciencia sin poder ver lo que hacía el vigilante desde la puerta, aunque se lo podía imaginar. Cuando el caño dejó de fluir, se enjugó la cara con las manos y escupió para deshacerse de los restos de líquido desinfectante. Al terminar, abrió los ojos y observó cómo el vigilante se limpiaba la mano con la pared.

Jaime se ajustó los pantalones, sin desviar la vista de Tobías, y se recolocó la pistola que aún colgaba en su funda de cuero. Se subió la bragueta y se sorbió los mocos con ruidosa energía. Tobías tenía dudas sobre lo que el vigilante se había limpiado de la mano, aunque, por la manera en la que se tocaba el paquete pensó que no eran mocos. Pero eso ya le daba igual. Se aproximó a su catre, se secó el cuerpo con las sábanas, se las sujetó a la cintura y frotó su incipiente barba. Ya no confiaba en que aquellos guardias salidos le dieran muchas facilidades. Alguna mísera toalla de vez en cuando, un peine para no tener que utilizar sus dedos a modo de rastrillo, o una cuchilla de afeitar una vez por semana se le antojaban caprichos inalcanzables. El vigilante le lanzó la ropa limpia sobre el catre —¡Oh, gracias!—, y esperó hasta que estuvo vestido por completo.

Con la amabilidad que le caracterizaba, lo agarró por el brazo y lo condujo a empujones hasta la sala 81-B. Le indicó que se sentase en la silla, una silla que estaba atornillada al suelo, y lo esposó a la mesa. Pero eso también le daba igual.
Pronto sentiría la presencia de Andrés en la puerta, o al menos eso esperaba. Confiaba en él. Confiaba en que hubiera conseguido la ropa y en que la resonancia fuese lo suficientemente intensa como para que el puente mental no colapsara y acabar con todo aquello. De lo contrario…


2.

—¿Borrado? ¿Reinserción? —pronunció Tobías desde la sala 81-B.

Había decidido desconectar antes de que la conexión con Andrés se rompiera, puesto que aquello podría haberle causado daños irreversibles, pero eso dejaba al limpiador a solas en la sala 81-A, haciéndose pasar por un alemán del Tercer Reich. Casi nada. Se permitió el lujo de pensar solo un segundo en lo que aquel hombre podría estar haciendo, cagado de miedo, encerrado en una habitación propia de una película de espías. Volvió a cerrar los ojos y, con los brazos cruzados a modo de almohada, dejó que su cabeza reposara de nuevo en la mesa. Tenía que volver.

Buscó la manera de volver a conectar con su amigo, pero Andrés estaba absolutamente bloqueado por el miedo. Lo espoleó como se le hace a una vieja mula que se niega a moverse, con la intención de que abriera su mente y le dejase pasar, pero el pánico había taponado su psique de un modo demasiado eficaz. Lo ocupaba todo. Una puerta cerrada que solo podía ser derribada utilizando el único nexo que nunca fallaba a modo de ariete.

Toneladas de palomitas dulces.

Una explosión de colores y sabor a mantequilla con azúcar alcanzó sus sentidos como un torrente desbocado. Sin embargo, no sirvió de nada, porque el miedo había creado una coraza impenetrable en el cerebro de Andrés. Aquellos segundos se convirtieron en los más largos de la vida de Tobías, empujando la pesada carga a través de las paredes que separaban las dos salas, hasta que se le ocurrió cambiar de estrategia. Se las enviaría directas al fondo de su garganta, esa era la única solución. Aquello seguramente provocaría que Andrés vomitase o que se quedara sin respiración, pero debía de conseguir que le dejase entrar de cualquier manera.

Andrés comenzó a sentirse mareado, y notó cómo ese sabor dulzón le subía por la garganta, pero gracias a Dios el vómito no fue necesario. Entonces se relajó, respiró profundamente y Tobías pudo, por fin, entrar en su mente de nuevo.


3.

Tobías abrió los ojos de Andrés, quien aún los cerraba con una fuerza dolorosa, y se quedó atónito ante la presencia del supervisor. Su abanico de posibilidades se había ido cerrando hasta llevarlo a un punto sin retorno. El plan de una entrada sin levantar sospechas se estaba esfumando, pero había conseguido leer el informe y todavía podían efectuar una salida no demasiado ruidosa. Andrés estaba en peligro y tenía que hacer algo urgentemente, porque notaba que el puente ya tenía alguna fisura...

—Hola, señor Bernhard. Es un placer tenerle en nuestras instalaciones —dijo el supervisor. Le estrechó la mano y sintió el sudor frío que empapaba cada centímetro de su piel—. ¿Está usted bien? —añadió.

—Sí —carraspeó —. Sí, solo un poco cansado.

—Mandaré que le traigan un poco de café. ¿Ha podido leer el informe?

—Estaba en ello —dijo recordando que debía mantener el acento alemán—, casi había finalizado cuando usted ha «aparrecido» por la puerta.

—Estupendo —dijo mientras abría el armario y conectaba los monitores que mostraban la habitación anexa. En ellos se observaba a Tobías, el cuerpo de Tobías realmente, sentado en la silla y reclinado sobre la mesa—. Empecemos cuanto antes. Quiero terminar con esto.

—¿Podría traerme ese café si no es «mucho» molestia…?

—Cierto, se me olvidaba. Disculpe, señor Bernhard. —Se aproximó a la puerta y Bernhard, o mejor dicho, Tobías en el cuerpo del que hacía pasarse por Bernhard, se preparó para salir escapado conforme el supervisor se dejase la puerta abierta y liberarse a sí mismo. Era suficiente con lo que había leído en el informe, y lo último que quería era que a Andrés le pasase algo malo. El supervisor, que se limitó a sacar medio cuerpo al pasillo, propinó un grito desgarrador al vigilante—. ¡Jaime! ¿Estás ahí?

—¡Sí! —se escuchó al final del pasillo—. ¡Voy!

Se escuchó el ruido de algo caer y Tobías pensó que se trataba del libro que el vigilante estaría leyendo. Otro sonido de un nuevo objeto cayendo al suelo hizo que el supervisor se frotase la cara de desesperación.

—¡No hace falta que vengas! ¡Solo trae un café para el alemán!

La contestación del vigilante fue silenciada con el golpe seco de la puerta cerrándose detrás del supervisor. Le invitó a que se sentara y terminase de leer el informe, las pocas líneas que le faltaban, y Bernhard así lo hizo. Andrés así lo hizo. Tobías así lo hizo.


4.

—¿Y bien? ¿Qué me dice? 

«Interresante» —se limitó a decir sin dar más información y apuró el último sorbo del café.

—¿Cree usted que podría interesarle a su jefe?

—¿Al Führer? —preguntó y el supervisor asintió—. ¡Ya! «Segurro», sí.

—¡Estupendo! No será necesario borrarlo entonces —Malnacido—. En un par de horas podemos tenerlo todo listo para que se lo lleven. Solo déjeme hacer unas llamadas.

—Sí, sí, sí. No hay problema.

Dos horas era tiempo más que suficiente para sacar a Andrés de allí sin que lo descubrieran. Después él ya intentaría escapar de alguna manera, eso no era ninguna complicación. Por fin las cosas empezaban a salirle bien. Mejor que bien.

Entonces recordó algo que solía decirle su tía Francisca cuando era pequeño. Tobías pasaba buena parte del día con ella a causa de que sus padres trabajaban en la capital. El trayecto siempre era a pie hasta el trabajo y se llevaba más de una hora, pero como siempre, dando las gracias. La mayoría de las tardes, el niño se entristecía porque el sol ganaba la carrera a sus padres y, en el momento en el que ellos llegaban a casa, el cielo ya estaba cubierto de estrellas. La tía Francisca, que sabía mucho de tristeza, le preparaba unas meriendas que le subían la moral al más pintado.

—¡Hoy es el mejor día de mi vida! —acostumbrada a decir Tobías cuando la tía sacaba el plato de comida, como si un trozo de pan con mantequilla y Cola Cao, o unos buñuelos fueran la mejor delicatessen del mundo.

—Nunca pienses que te va demasiado bien en la vida. ¿Me escuchas? Porque si lo haces entonces vendrá el demonio y te joderá. —Y toda la magia de la merienda perfecta se desvanecía. Luego hacía una pausa, le miraba a los ojos señalándole con el dedo a modo de advertencia y repetía aún más fuerte—: ¡Vendrá y te joderá!

Siempre le había parecido que no había ninguna necesidad de decirle algo así a un crío, pero después de unas cuantas veces casi ni escuchaba la frase. Ahora sus palabras cobraban más sentido que nunca.

La puerta de la sala se abrió y asomó la estreñida cara de Jaime, el vigilante.

—Señor, ¿puede salir un momentito?

—¡No! ¡Claro que no puedo salir! ¿No ves que estoy ocupado? —dijo señalando a Bernhard, y el supuesto alemán se atrevió a azuzar al vigilante con la mano para que se marchase.

—Debería salir, señor. Hay alguien que…

—¡Me importa una mierda quién esté fuera! ¡Como si es el mismísimo caudillo!

—Señor… —insistió Jaime tragando saliva—, dice ser Thomas Bernhard, y cuando le he dicho que eso era imposible porque el señor Thomas Bernhard ya estaba reunido con usted, se ha puesto como un loco.

—Usted… —dijo el supervisor mirando al falso Bernhard—. Usted es Thomas Bernhard, ¿verdad?

Tobías asintió con la cabeza de Andrés mientras trataba de alargar el puente, para lograr que el supervisor y el vigilante también respondieran a su voluntad, pero se dio cuenta de que aquello no era Segovia y los acueductos eran cosas de los romanos. Conforme intentaba influir en sus voluntades notaba cómo Andrés se le escapaba poco a poco, y las fisuras del puente se hacían más y más grandes. El supervisor preguntó algo, pero Tobías ya casi ni le escuchaba. Definitivamente la resonancia estaba a punto de romperse.

—¡Oiga! ¡Le estoy preguntando que quién es usted!

El vigilante empujó la puerta con tanta fuerza que golpeó contra la pared y saltó de los goznes. Entró en la sala, apartó al supervisor de delante del intruso, se colocó entre los dos y desabrochó la funda de la pistola que se balanceaba a un lado de su cintura.

Vendrá el demonio y te joderá, Tobías.

Vendrá y te joderá.




CAPÍTULO VI - LIBERACIÓN


1.

Tobías se percató de que el vigilante estaba sacando el arma, de modo que bajó la vista hacia el suelo de baldosas hidráulicas, unas horripilantes baldosas de rombos que conferían un aspecto más frío y tétrico a toda la instalación si cabe, y se retiró de la cabeza de Andrés, aunque solo un poco. Lo suficiente para dejar que la consciencia de su amigo le escuchase y le habló. Para cuando se hubo retirado del todo, Andrés supo, entre otras cosas, que Tobías jamás volvería a meterse dentro de su cuerpo y eso le hizo sentirse aliviado. Se giró sobre sus talones y dio la espalda al vigilante y al supervisor.

—¡Quieto! —dijo el vigilante apuntándole directamente con el arma—. ¡No te muevas o te meto un tiro!

—Mirad. —Andrés señaló al monitor sin que la pistola le atemorizase lo más mínimo—. Se ha levantado.

En la pequeña pantalla se observaba a Tobías quien permanecía de pie con los tobillos engrilletados a las patas de la silla. Levantó sus manos esposadas, pero la cadena que lo amarraba a la mesa se tensó impidiendo que pudiera subirlas más arriba del pecho.

—No sabéis lo que habéis hecho —afirmó Andrés. A partir de ahora y siempre, el verdadero Andrés.

—Jaime —dijo el supervisor—, llévatelo a una celda y dile al alemán que estamos solucionando un pequeño problema. Coméntale que enseguida...

Lo primero que falló fue el monitor. La imagen de Tobías tratando de zafarse de sus ataduras dejó paso a la típica nieve que aparecía cuando no había ningún canal sintonizado. El vigilante y el supervisor lo miraron atónitos. Al regresar la imagen, Tobías, que esbozaba una sonrisa de oreja a oreja, cerró los ojos y respiró profundamente. Como por arte de magia, las esposas de sus manos se abrieron solas, al igual que los grilletes de los tobillos. A pesar de que el aparato no tenía altavoces, pudieron escuchar el ruido metálico de cadenas al caer al suelo en la habitación de al lado. Se apartó de la mesa, y alargó las manos hacia la cámara, mostrándoles a través del monitor que estaba completamente libre. La cara del supervisor, ya de por sí blanquecina, tomaba un color grisáceo por momentos. Tobías extendió los brazos hacia el techo y al bajarlos con un único y rápido movimiento, las luces de toda la instalación se apagaron.


2.

El disparo se produjo tan pronto como se apagaron las luces. Por suerte, Tobías había advertido a Andrés que se arrojase al suelo en cuanto se quedaran a oscuras, por lo que pudiera suceder. Así fue como pudo quitarse de delante del arma con la suficiente antelación como para no recibir un taponazo en el pecho. La bala pasó rozando su oreja, aunque el estruendo de la detonación le impidió escuchar el silbido del proyectil. Otra mentira de las películas. Lo que sí experimentó fue un pitido de oídos, que unido a la oscuridad resultó terriblemente desconcertante. Cuando se palpó la sustancia viscosa que chorreaba de su pabellón auditivo supo que era sangre, y descubrió que había estado más cerca de morir de lo que pensaba.

—¡No dispares, gilipollas! —dijo el supervisor, quien se había tirado al suelo por instinto al escuchar el disparo.

—Se me ha escapado. Lo siento.

—Bueno, ya da igual. No veo una mierda. —Tanteó las paredes buscando algo con lo que orientarse, pero solo consiguió darse un golpe en la espinilla. Se aguantó el chillido, aunque de buena gana se hubiera acordado de la promiscua madre de alguien—. ¿Le has dado?

—Creo que sí, porque no se mueve nada excepto nosotros. Estoy buscando la puerta.

—Espero que no lo hayas matado, tenemos que hacerle unas cuantas preguntas. —Manoseó el monitor y supo que había chocado contra la estantería que lo sujetaba—. ¿No tenías una linterna?

—Sí, pero como ya era de día no pensaba que fuera a necesitarla. Está en la garita.

—¡Pues ve y tráela, joder!

—Eso es lo que intento...

Había alcanzado el marco de la puerta y buscaba desesperadamente la manivela para abrirla, cuando escuchó un crujido fuera de la habitación. Si hubiera abierto la puerta en ese preciso momento, podría haber observado cómo chisporroteaba el mecanismo de apertura de la sala 81-B. Cada chispazo iluminaba la puerta donde se encontraba Tobías, abriéndose como si alguien proyectara esa realidad fotograma a fotograma. Acertadamente, el vigilante no llegó a contemplar la escena porque soltó la manivela de la sala 81-A y retrocedió un paso.

—Creo que la puerta de al lado se ha abierto.

—Lo sé, no soy idiota —dijo el supervisor—. ¿Te quedan más balas en la pistola?

—Solo he gastado una, todavía me quedan siete. —Se llevó la mano a la pistola Astra 400 que él mismo había devuelto a su funda para evitar pegarse un tiro por accidente.

—Pues sal al pasillo y detenlo.

—Sí, claro —dijo tanteando la puerta sonoramente sin ni siquiera tocar la manivela.

—¿Pero qué hace? ¡Abra la puerta de una vez!

—Ya voy. Una…, dos… —se dijo en voz baja—, y tres.   

Salió al pasillo como alma que lleva el diablo, trotando bajo la poca luz que entraba desde la entrada del edificio. Los zapatos con suela excesivamente desgastada, casi lisa, no eran el mejor calzado para correr sobre baldosines, por lo que al tratar de disminuir la velocidad para entrar en la garita resbaló, o eso pensó al principio. Porque su pie derecho se deslizó hacia un lado como si tuviese vida propia y su cabeza fue a dar contra el suelo, lo que provocó que se abriera una profunda brecha en el pómulo. Por un momento dio las gracias de no haber tenido la flamante idea de ir corriendo con la pistola en la mano, porque entonces podríamos estar hablando de sesos desparramados o tripas agujereadas. Medio a gatas, entró en la garita y tomó la linterna del segundo cajón. Ahora sí, sacó la vieja Astra de su funda, enfocó con la linterna hasta el final del pasillo y posó el arma encima, haciendo que coincidieran sus trayectorias por si acaso tenía que dispararla.

Una sombra se dibujó al final del corredor.

—¡Alto! —dijo Jaime mientras la pistola y la linterna traqueteaban anunciando su nerviosismo—. ¡No…, no te muevas! —fue lo último que dijo antes de mearse encima.

—Tranquilo —dijo Tobías levantando las manos—, no me voy a mover de aquí.

El miedo que sentía Jaime era mejor incluso que las palomitas dulces. Tobías casi no tendría que esforzarse para entrar en la cabeza del vigilante, pero no quería descubrir toda la porquería que habría allí dentro. Así que, se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, escuchó como Jaime gritaba algo desde el fondo, y apoyó sus manos en las rodillas antes de cerrar los ojos.

El vigilante se acercó, paso a paso, con sumo cuidado de no caerse, pero de nada le sirvió, porque cuando estaba a tan solo dos metros de Tobías, su pie volvió desplazarse hacia un lado haciendo que perdiera el equilibrio. Giró la cara para evitar golpear de nuevo con el pómulo en el suelo y golpeó con la sien. La pistola salió dando vueltas hasta chocar contra la pared. Tobías se levantó sin prisa, fue hasta el arma y la recogió. La observó un instante y, sin pensárselo dos veces, descerrajó dos tiros sobre las pelotas de Jaime. Uno impactó en el muslo y el otro hizo diana. Los gritos del vigilante comenzaron y Tobías sintió que alguien se le acercaba por detrás.

—¡No! ¡Tobias, no lo hagas! —Se trataba del supervisor que observaba la escena con la cara desencajada, aunque todavía no había avanzado lo suficiente como para colocarse donde daba la luz y Tobías no podía verle.

—¿Por qué? —dijo con las manos en alto—. ¿Por qué no he de matarle? ¡Dame un solo motivo para no acabar con su miserable vida! ¡Para no acabar con la vida de todos vosotros, malnacidos hijos de puta!

La pregunta sorprendió al supervisor. ¿Porque Jaime tenía familia? Mentira. Era un tío solitario como casi todo el mundo por allí. ¿Porque tenía grandes planes para su vida? Permítame que lo dude. ¿Porque eran buenas personas? Definitivamente, no. Entonces fue cuando se le ocurrió la respuesta que podría salvarles.

—Porque si no lo matas tendrás más posibilidades. Irán a por ti, Tobías, pero si lo dejas aquí, si detienes esta locura yo puedo hacer que tu situación mejore. Incluso puede que algún día pudieras estar en mi puesto, quién sabe… Además, no tienes a dónde ir. Tus padres murieron hace años…

La noticia le golpeó como hacía Jaime cada mañana, y el supervisor casi consiguió que Tobías perdiera la concentración. ¿Era posible que sus padres hubieran muerto y no supiera nada de lo que había pasado? ¿Eran tan cabrones como para no haberle permitido ir a su entierro, o que incluso ellos mismos los hubieran asesinado? Definitivamente, sí.

—¿Y qué? Ya me buscaré la vida —La duda se había implantado en su cerebro. ¿Podría? ¿Realmente podría salir adelante?

El supervisor ya se encontraba en la luz y ahora Tobías podía apreciar su cara, odiosa como la de una serpiente. Aquella bestia solo sacaba la punta de la lengua, pero si le dejaba espacio suficiente estaba seguro de que le mordería. Detrás de él se recortaba la silueta de Andrés que, tímidamente, había salido al pasillo. Tobías apuntó el arma contra el supervisor.

—Vete, Andrés. Huye ahora que puedes.

—Sí. —Es lo único que consiguió articular después de tragar saliva.

El supervisor le agarró del brazo cuando pasó por su lado y Andrés no tuvo más remedio que plantarle un puñetazo en mitad de la cara. Nunca lo había hecho, pero fue bastante certero. Lo que no imaginaba era cómo podía doler tanto el simple hecho de golpear a alguien con los nudillos. Posteriormente, cuando advirtió que en la nariz del supervisor se abría una brecha de sangre, se olvidó completamente del dolor que sentía en la mano.

—Muchas gracias por todo lo que has hecho por mí, Andrés. —Andrés negó con la cabeza—. Déjame la gabardina y el sombrero antes de irte, ya no te harán falta. —Andrés se los quitó y se los lanzó a los pies.

—Adiós, Tobías —dijo tocándose la herida de la oreja, que ya no sangraba—. Espero haberte ayudado. Que tengas suerte.

—Adiós, amigo. —Levantó la mano que no sujetaba el arma para despedirse. 

Andrés pasó por al lado del vigilante, que trataba de cortar la hemorragia sujetándose lo poco que le quedaba de sus pelotas, y le escupió. El escupitajo fue a parar al suelo y el acto quedó un poco desvirtuado, pero el efecto fue el mismo.

—Hijo de puta —farfulló Jaime con el poco aliento que le quedaba—. Te encontraré. Os encontraré y os mataré a los dos.

Tan pronto como Andrés salió del edificio, Tobías se acercó al vigilante y le miró a los ojos sin dejar de apuntar al supervisor.

—No sé cómo vas a hacer eso estando muerto.

Los gritos, insultos y amenazas, unidos a la poca experiencia de Tobías con las armas, causaron que tuviera que gastar cuatro de las cinco balas que le quedaban para que todo volviera a quedarse en silencio.

Miró el reloj de la muñeca del supervisor y supo que en unos minutos los primeros trabajadores llegarían a las instalaciones. Comprobó puerta a puerta que nadie hubiera presenciado lo sucedido, por si acaso, y la única que encontró cerrada fue el cuarto de limpieza. Estiró la mano, cerró los ojos y la cerradura se abrió.

—¿Por qué están las luces apagadas? —dijo alguien desde fuera.

Tobías escuchó la voz a lo lejos. Realmente casi la percibió más que escucharla, así que cesó en el empeño de registrar la última estancia. Se dio media vuelta, recogió del suelo la ropa que Andrés había dejado atrás, y salió justo antes de que las dos personas entraran.

La partida de ajedrez había terminado. De momento.


3.

Las luces se encendieron y los gritos volvieron a rebotar por el pasillo. La puerta del cuarto de limpieza se abrió y varios utensilios chocaron entre sí, algunos de ellos cayeron al suelo. Varias botellas de productos se precipitaron a los zapatos de quien intentaba abrirse paso para salir de allí, y la de friegasuelos vertió su contenido sobre las baldosas.

—¿Quién es usted? —preguntó una de las personas que había entrado segundos antes.

—Yo soy Thomas Bernhard —dijo sacudiéndose los pantalones de pinzas.

—¿Qué ha pasado aquí? ¿Ha visto usted algo?

Ja, das ist klar. Todo. Lo he visto todo.





EPÍLOGO


El frío de aquella mañana le abofeteó nada más abandonar el portal. Todos los años pasaba lo mismo. El verano se alargaba tanto que acababa a mitad de octubre y, para cuando quería darse cuenta, se encontraba a medio camino de casa al trabajo con una chaqueta tan fina que le pareció que iba en mangas de camisa. Por suerte, antes de llegar a comisaría, podía apearse en uno de los mejores refugios de Madrid.

—Buenos días, inspector Sánchez —dijo el camarero frotando las tazas con un paño. Era tal el volumen de clientela, que la docena y media de tazas nunca llegaba a secarse por mucha prisa que se diera en lavarlas.

—Buenos días, Enrique —afirmó Fermín Sánchez abriéndose paso entre la clientela.

—¿Qué va a ser? ¿Lo de siempre?

—Creo que hoy voy a doblar la ración, que vengo con el frío metido en los huesos.

—¡Hombre! —dijo el churrero alargando la última vocal—. Es que viene usted con la ropa justa. Un poco más y sale a la calle en mangas de camisa.

—Lo que yo decía —quiso pensar, pero acabó diciéndolo en voz alta.

—Pero está usted fuerte —rio el camarero.

—Ni fuerte, ni cojones. Ponme un chocolate de esos que haces en la fragua de Lucifer y media docena de porras, que se me van a caer los huevos al suelo.

—Y el cortado, ¿no?

—Después de los churros, claro. Eso no se pregunta, Enrique.

El churrero se metió detrás de la barra, donde un desconocido sorbía un café con leche en vaso de cristal. Rodeaba el recipiente con las manos, templándoselas, hecho que Fermín observó con cierta envidia. Y para más inri, el tipo llevaba una gabardina que parecía la mar de caliente. Hubo un momento en el que cruzaron las miradas y supuso que iba a acercarse para decirle algo, aunque se alegró de que el desconocido no lo hiciera. Sánchez no tenía el cuerpo como para conversaciones, así que, si se le ocurría tocarle las narices antes de que Enrique le sirviera el tazón de chocolate, cabía la posibilidad de que le soltase un puñetazo en mitad de la cara y le quitase la chaqueta. Por gilipollas. Pensar en ello le hizo sonreír y negar con la cabeza al mismo tiempo. 

Ahuecó sus manos y sopló un cálido aliento en el interior que no sirvió de mucho, sin embargo, le ayudaba psicológicamente. Después las frotó con energía y trató de recuperar la circulación, pero solo consiguió calentarse tras medio plato de porras. Sus cálculos eran bastante exactos, porque el chocolate disminuía a la misma velocidad que el contenido del plato y eso le alegraba. Le jodía mucho que se terminasen las porras y encontrarse con que la taza todavía estaba medio llena, o lo que era muchísimo peor, que se acabase el chocolate quedando un churro sobre el plato. Se empujó otros dos churros con su correspondiente mojeteo casi sin respirar. Restregó la servilleta por su boca tratando de eliminar el chocolate que apelmazaba algunos pelillos de su barba y respiró aliviado por haber entrado en calor, a falta del último envite en forma de aquella crujiente masa frita.

Ya no le importaba si el desconocido que no paraba de mirarle de reojo venía a tocarle las pelotas. Llegado el caso podría despacharlo con sumo gusto, o tal vez incluso le escuchase. Vete tú a saber. Como si hubiera podido escuchar sus pensamientos, el hombre de la gabardina se ajustó el sombrero a juego y se acercó a Sánchez en cuanto dejó la servilleta arrugada sobre la mesa.

—¿Es usted el inspector Sánchez?

—Me da que lo sabe usted de sobra.

El desconocido asintió.

—Le espero fuera, inspector. —Dejó unas monedas sobre la barra, recogió el maletín del suelo y salió del local.

—Pues se va a joder, porque no voy a dejar que se me enfríe el último churro —dijo en voz alta aunque sus palabras se perdieron entre el vocerío y nadie las escuchó—. ¡Enrique, el cortado!

—¡Marchando! —dijo el camarero y el café cayó al estómago del inspector casi antes de salir de la cafetera.

Al salir al exterior limpiándose los labios con una servilleta que se había vuelto transparente debido a la grasa, creyó que el desconocido había desaparecido. Sin embargo, reparó en que solo se había alejado un poco, hasta una plaza cercana concretamente y, sentado en un banco, sujetaba el maletín debajo del brazo.

Por un momento pensó en marcharse a la comisaría y olvidar al singular tipejo, pero y si resultaba ser… Definitivamente, se había despertado su interés por averiguar qué querría aquel hombre misterioso con cara de loco. Mientras se acercaba, le asaltaron las dudas, y se preguntó si la curiosidad podría matar al gato, tal y como rezaba el refrán, por lo que estuvo a punto de darse la vuelta. 

—Me cago en todo lo cagable. Venga, Fermín, cagüen diez —susurró. Se plantó delante del banco y abrió el tercer botón de la fina chaqueta, por si acaso—. ¿Qué es lo que quiere? ¡Vamos! ¡Desembuche o me lo llevo al calabozo por instigador!

El solo pensamiento de volver a una celda le hizo estremecerse.

—¿Instigador? Se equivoca conmigo. Estoy aquí porque usted ayudó a un hombre hace unas semanas —afirmó sin cambiar el gesto ni un ápice.

—Ayudo a mucha gente —contestó con su voz ruda que ahora sugería un trasfondo cargado de inocencia—. A ver si usted se piensa que solo nos dedicamos a dar palizas y a hablar bien del caudillo…

—Lo sé, le conozco más de lo que usted cree.

El policía resopló y se sentó al lado del desconocido.

—Mira, chaval. Esas frases ya me las conozco todas…

—Es usted una buena persona —dijo Tobías y continuó hablando de manera ininterrumpida—, y su mujer y sus hijos también lo son. Usted hace todo lo que puede por los demás, incluso cosas que podrían rayar la frontera de lo legal. Todo lo legal que se puede ser trabajando para un dictador, claro está, pero en la mayoría de ocasiones usted no piensa en eso. Se centra en el trabajo, en las personas, en su motivación para no romperle la cara al gilipollas de turno que le toca los cojones a dos manos, porque quizá no valga la pena pasar tres días con dolor de nudillos. A veces se plantea si le sale a cuenta perder parte de su salario mensual para subvencionar a los maltratados por la vida, buscarles un sitio para dormir, darles comida o encontrarles trabajo. Y por eso estoy aquí. Usted ayudó a un tal Andrés y sabe dónde está. Le han preguntado por él tres veces esta semana, incluso le han amenazado, sin embargo, usted lo sigue protegiendo. Todas esas cosas podrían llegar a oídos de sus jefes y lo tendría muy, pero que muy difícil para irse de rositas, en cambio, a usted le trae sin cuidado. Usted es un trozo de carne con ojos incapaz de hacer daño a nadie, a no ser que realmente se lo merezca, una perdiz en mitad del campo que desconoce la cantidad de cazadores que le acechan, un…

—¡Cállate ya, hombre! ¡Me estás volviendo loco, joder!

Durante un corto espacio de tiempo se hizo el silencio. Solo se escuchaba el leve traqueteo del tranvía que cruzaba la avenida y un par de señoras que cuchicheaban en francés y reían entre dientes. Vestían de manera muy similar; zapatos gruesos, faldas hechas con telas recicladas adornadas con cintas de colores, y cabello recogido cubierto con sendos pañuelos color crudo. Hace unos diez años hubieran vestido mucho mejor, pero con la seda y el nailon requisado para fabricar paracaídas, el lujo de los años 30 resultaba casi antipatriótico.

—Mira, chaval. No sé de dónde te has sacado todo eso, pero te estás equivocando conmigo. Yo no conozco a ningún Andrés y no soy nada de eso que dices.

—Su cartera.

—¿Qué? No te entiendo. ¿Ahora me quieres robar? —dijo, y a través del hueco de la chaqueta que había dejado abierto, echó mano a la sobaquera donde alojaba la pistola.

—Su cartera está rota, y las monedas se cuelan de manera constante en el compartimento de los billetes. Cuando ha ido a pagar ha pensado otra vez en tirarla, en comprarse una nueva, pero no puede deshacerse de ella porque le recuerda demasiado a él, y tirar la cartera sería como darle la espalda, borrar su recuerdo.

Si me deja darle un consejo, creo que debería guardarla en un cajón, comprarse una nueva y dejar esa guardada para el recuerdo y las cumplidoras polillas. Créame, no va a volver. Si alguna vez siente ganas de recuperar el poco aroma que quedará de su padre, sáquela y pasee la nariz por encima del cuero, pero deje que los muertos descansen en paz. Ellos lo necesitan tanto como usted. Descansar, me refiero.
En esta ocasión Sánchez no le interrumpió. Se dedicó a reclinarse en el banco y a encenderse un cigarrillo que le supo como si se fumara un corcho. Denso humo inundando sus pulmones tal que pura brea. Tal vez había llegado la hora de dejarlo.

—No sé cómo sabe todo eso, pero… —pausa—, me da miedo —dijo con una sinceridad tan absoluta que incluso Tobías se sintió mal por lo que le había dicho. Ahora hasta le llamaba de usted—. ¿Qué quiere de mí?

—Ya se lo he dicho antes. Necesito saber dónde está Andrés, o por lo menos, que usted me diga si está bien, si necesita algo, porque no he podido verlo aquí —dijo atreviéndose a golpear un par de veces con el índice la frente de Sánchez.

—No puede verlo porque… —Hizo una pausa tan prolongada que las mujeres salieron de la plaza, se sentaron en la parada y tomaron el siguiente tranvía—. Porque él me dijo que tal vez usted viniera a por mí. ¡Pensé que estaba completamente loco! ¿Sabe usted? Y eso era también lo que me dijeron los que vinieron a buscarle.

—Pero, aún creyendo que estaba ido, usted ha bloqueado ese recuerdo, el pensamiento que revela dónde se oculta Andrés y necesito… —Como un relámpago que atraviesa el firmamento la idea apareció en la cabeza de Sánchez y Tobías pudo leerla al instante—. ¡Su mujer!

—¡Santo Dios Jesucristo! —dijo santiguándose—. ¡Es cierto que puede hacerlo! La madre del cordero… Por favor, oiga, no meta a mi mujer en todo esto, de verdad se lo pido. Ella solo lo ha llevado a un lugar seguro.

—Pero ¿está bien?

—Sí. Nosotros nos ocupamos de él. De momento.

—Con eso me basta. —Se puso en pie y señaló el maletín—. Eso tal vez les ayude.

Se abrochó la gabardina, se dio media vuelta y comenzó a alejarse. Fermín abrió el maletín y, tan pronto la imagen que se reflejaba en su cristalino, atravesó la córnea y llegó a la retina, su boca se desencajó como la puerta de un castillo a la que se le han roto las bisagras. Múltiples fajos de billetes atestaban el maletín hasta los topes. Con torpeza, volvió a colocar el cierre y se puso en pie.

—¡Oiga! ¡Esto es una barbaridad!

—¡Lo sé! ¡Pero no lo diga en voz alta!

Sánchez se acercó corriendo y continuó caminando a su lado.

—¿Cómo lo ha…? —Sacudió la bolsa repleta de billetes mientras los dos seguían caminando—. ¡Oh, Señor! Me buscarán por esto —dijo intentando calcular el dinero que había dentro, aunque le resultaba imposible—. Es demasiado dinero. 

—Tranquilo, inspector. De donde lo he sacado nunca sabrán que lo he cogido. No se preocupe. Y por cierto, tiene que dejar de fumar, no es bueno para su salud y además sabe a corcho quemado.
Sánchez se detuvo en seco y reflexionó sobre si el desconocido le había introducido aquella idea en la cabeza. Demasiada coincidencia.

—¡Gracias! —Ninguna reacción por parte de Tobías, quien ya se había alejado una decena de metros—. ¿A dónde va a ir usted ahora?

Tobías se giró y miró fijamente a Fermín. El inspector notó que una compuerta se abría en su cabeza y una corriente de aire agitó los papeles del suelo de su mente, viejos pensamientos llenos de polvo que había dejado caer hace tiempo. Entonces supo que el desconocido le iba a hablar sin abrir la boca.
—A Berlín. Hay algunas cosas que tengo que arreglar, pero no se lo diga a nadie.

Fermín asintió casi temblando, y ahora no era de frío. Estrechó el maletín bajo el brazo, dio la espalda a Tobías y se marchó andando a paso ligero en dirección contraria a la comisaría.

Apretó el culo, acelerando el paso como nunca lo había hecho y notó que le sudaban las axilas, las manos y hasta las pestañas. El frío se había marchado a Cuenca, o tal vez a Siberia, porque ahora mismo le ardían hasta las entrañas. «Madre del amor hermoso. Cuánto dinero, Fermín». La barriga empezó a dolerle como si una rata ponzoñosa se hubiese instalado a vivir allí e hiciese un aperitivo con sus intestinos. Incluso tuvo que obligarse a disminuir el paso, porque se dio cuenta de que estaba a punto de echar a correr.

Cuando llegó, se giró para comprobar si alguien le había estado siguiendo, se secó las manos en los pantalones, miró de nuevo el contenido de la bolsa, volvió a cerrarla, se frotó la cabeza, resopló y entró en su casa con una sonrisa de oreja a oreja mientras gritaba el nombre de su mujer.