ÚLTIMAS DECISIONES - LIBRO COMPLETO

Regresar

 ÚLTIMAS DECISIONES
 
 
CAPÍTULO I
LA CARTA

1.

Francesco dio un respingo al notar que alguien le tiraba de la pernera del pantalón. Por poco no dejó caer al suelo el paquete que sostenía en las manos.

—¡Hola Francesco! —dijo el niño y salió corriendo hacia su madre.

—¡Roberto! No molestes al señor De Rossi —dijo alborotándole el pelo.

—Pero si no es molestia señora Bianchi. Y llámeme Francesco, al fin y al cabo nos conocemos toda la vida. Solo ha venido a saludarme. ¿Verdad Roberto?

El niño asintió y se acercó a la cristalera que daba a la avenida. El sol golpeaba con fuerza el vidrio y un gato negro restregaba su lomo a lo largo del cristal. Se tumbó sobre la caliente repisa.

—¿Viene a recoger algún envío de su mujer? Hace ya años que no la veo.

Clara observó cómo Francesco apartaba su mirada y cayó en la cuenta de la indiscreta pregunta.

—Lo siento, no quería meterme donde no me llaman.

—No, no. Tiene toda la razón. Eva lleva más de cinco años en Berlín. Al principio decía que su padre la necesitaba en el partido, pero ahora creo que era una simple excusa para marcharse. Por desgracia mi corazón nunca la ha dejado irse.

—Mi marido también se marchó sin mi permiso. Parece que los dos nos encontramos en una encrucijada. —Clara sintió como se repetía la mirada esquiva de Francesco. —¿Por qué he dicho eso? Ahora pensará que estoy insinuándome. ¡Oh por Dios, Clara! Qué desastre de mujer eres… —caviló con tanta intensidad que casi podían leerse sus pensamientos.

—¿Cómo lo lleva Roberto? —inquirió Francesco.

—¿Lo de su padre dice? Bueno, no hay día que no se acuerde de él. Me pregunta que cuándo va a volver de viaje, y que sí ya le han curado del todo. Yo le digo que por la guerra no le permiten volver. Hay veces que me dan ganas de abrazarle y contarle la verdad. Creo que cuando lo descubra me odiará de por vida. Tal vez, con un poco de suerte, este maldito conflicto nos mate a todos y así no tenga que contárselo.

—¡No diga eso mujer! Si se enfada ya se le pasará cuando tenga uso de razón. Lo importante es que usted no se rinda.

Clara se encogió de hombros y exhibió una sonrisa forzada.

—Sabíamos de la enfermedad de Carlo desde hace años, pero no se podía hacer nada más que esperar. Al final, cuando la salud casi le había abandonado por completo, ya no podía ni reconocerlo. No era él. Era un triste recuerdo del hombre que amé durante tanto tiempo. —Hizo una pausa y tomó aire—. Y cuando terminó su sufrimiento, se desvaneció el mío también. Y lo peor de todo es que me sentí bien, y eso me hace sentirme mal cada vez que lo recuerdo. No sé cómo explicarlo. —La voz le empezaba a fallar.

—No hace falta que expliques nada, Clara. Si necesitas algo…

Pero antes de finalizar la frase Clara negó con la cabeza y susurró un no casi pronunciado con un aliento. El nudo en la garganta había venido para quedarse.

—Cada semana venimos a mandar un telegrama a Suiza, donde se supone que está su padre. En realidad se lo mando a mi hermana que vive en Francia, ¿sabe?

El niño se acercó a toda prisa y estiró a su madre de la plisada falda azulada.

—¡Está muerto! —dijo Roberto gritando—. ¡Mamá, está muerto! ¡Pensaba que estaba vivo, pero está muerto! —Su madre lo miró con los ojos desorbitados.

El niño señaló al gato que dormía ocupando gran parte de la cornisa, dejando colgar sus patas al aire. La madre exhaló con nerviosismo y se apartó de ellos. Francesco creyó que Clara vomitaría en cualquier momento.

—¿Te gustan los gatos Roberto? —dijo Francesco repitiendo el gesto que había hecho su madre removiéndole el cabello.

—Me súper encantan.

—Pues yo tengo un gato atigrado precioso.

—¡Ostras! —dijo casi tapándose la boca al mismo tiempo. Por suerte su madre había comenzado a rellenar un formulario y no le escuchó—. Caramba, qué suerte tiene usted Francesco. ¿Puedo ir a verlo?

—No creo que sea lo más conveniente, pero si algún día pasas por mi calle, Calcetines y yo nos podemos asomar a la ventana para saludarte.

—Calcetines... ¡Me gusta el nombre!

Clara continuaba con la cabeza metida en el formulario y Francesco no podía ver su cara, sin embargo podía percibir que estaba casi llorando.

— Me marcho, que estoy impaciente por abrir el paquete. Nos vemos otro día Clara. ¡Nos vemos Roberto!

El niño asintió y la madre se despidió con la mano sin girar el rostro.

 ✧

2.

Francesco estaba sentado en la acera. Entre sus piernas descansaba el paquete abierto. Sujetaba una carta y un colgante con forma de cocodrilo pendía de su mano. Las lágrimas corrían por sus mejillas. Al ver que Clara y Roberto venían calle arriba, se levantó y quiso entrar en su casa.

—¿Te pasa algo Francesco? —preguntó Clara.

—Es la carta de Eva, no puedo con esto. ¡Maldita sea! —Arrugó el papel entorno al colgante y lo lanzó con todas sus fuerzas—. Lo siento Roberto, otro día te presentaré al gato —dijo con la voz rota.

—Vale.

Francesco cerró la puerta de un golpe. Clara buscó la bola de papel, la abrió y la leyó en silencio.





Clara recogió el colgante, se lo puso en el cuello y posó la mano encima.

—¿Cómo me habías dicho que se llamaba el gato de Francesco?

—Calcetines. Es un gato-tigre, ¿sabes?

A Clara le provocó una risita y le hizo sentirse bien. Cogió a Roberto de la mano mientras volvían hacia la casa de Francesco.

—Vamos. Al fin y al cabo, yo también quiero conocer a alguien especial. No todos los días se tiene la oportunidad de conocer a un gato-tigre.

 
Imagen de StockSnap en Pixabay

 

CAPÍTULO II
LA MUDANZA

1.
 
Desde el interior de la vivienda se apreciaba un olor dulce, ajeno al polvo y al cemento. Las paredes recién encaladas reflejaban un blanco puro. Conforme Clara entraba en el salón, el aroma se fue acentuando. En la mano llevaba una cajita abierta por la parte superior que dejó sobre la mesa, todavía cubierta con una sábana al igual que el resto de muebles. La nariz de Francesco detectó el queso ricota y comenzó a salivar.
 
—Podría reconocer esos cannoli con los ojos cerrados —dijo a Clara agarrándola por la cintura.
 
—¿Y a mí? ¿Me reconocerías? —Clara notó como Francesco posaba la nariz en su cuello, y aspiraba con fuerza, lo que le provocó una risita.
 
—No hueles a cannoli. Pero... No estás mal. —Clara le dio un azote en el trasero—. Pensaba que ibas a venir con Roberto, ayer tenía muchas ganas de ver cómo está quedando vuestra casa.
 
—Nuestra casa, Francesco, también será tu hogar dentro de poco. Roberto está jugando con Calcetines. Se ha hecho una tienda de campaña con las mantas que le diste. Tu comedor parece un verdadero campamento.
 
Clara recogió su pelo por detrás de la oreja y Francesco le besó en la mejilla, ella giró la cara y selló el beso con sus labios.
 
—¿Eres feliz Clara?
 
—Creo que soy todo lo feliz que puedo llegar a ser.
 
Clara quitó la tela que tapaba el viejo sillón de Carlo, el padre de Roberto y se sentó acariciando los reposabrazos.
 
—Francesco, ¿podrías sacarlo a la calle?
 
—Pero Clara dijiste que…
 
—Ya sé lo que dije, no hagas que me arrepienta. Si lo dejamos aquí, cada vez que lo mire recordaré a Carlo sumido en su tristeza, con la mirada perdida. Por supuesto que quiero recordarlo, claro que sí. Él fue el amor de mi vida, como lo eres tú ahora.
 
—Y sigue siendo el padre de Roberto.
 
—Sí, tampoco quiero que él lo olvide. Pero no así. No de ese modo.
 
—Como tú quieras Clara, lo sacaré en cuanto termine de pintar esta pared, si te parece bien.
 
—He hablado con Mariella, su padre está enfermo y le vendrá muy bien. Casi no puede levantarse de la cama. —Sus manos continuaban acariciando el sillón de manera compulsiva—. Aquí seguro que podrá descansar sin estar apartado de su familia. Carlo era incapaz de dormir debido a los dolores, siempre necesitaba mantenerse sentado.
 
—¿Estás bien Clara?
 
—Sí —dijo como si hubiera salido de un profundo trance—, estoy bien. Esos cannoli no se van a comer solos, vas a necesitar energía.

 ✧
2.

Pocos días después, Calcetines descansaba dentro de una caja de cartón y Roberto la sujetaba con tanta fuerza que la aplastaba por el centro. Francesco cerró la puerta con llave y recogió del suelo una bolsa de mimbre llena de comida. Clara intentó sujetar la caja pero Roberto la apartó de manera brusca.
 
—Déjame mamá, puedo hacerlo solo.
 
—¡Vale, vale! Está bien. ¿Crees que Calcetines estará contento en nuestra casa? ¿No echará de menos la de Francesco? —Roberto se encogió de hombros, aunque su cara se llenó de preocupación.
 
—No creo que la eche de menos —dijo Francesco quitando hierro al asunto—, Roberto se ha convertido en su mejor amigo y vuestra casa es mucho más grande que la mía. Siempre que estemos juntos todo irá bien. ¿A que sí? —Clara asintió con una sonrisa.
 
—¿Me prometes que nunca nos vas a abandonar?
 
—¡Roberto! ¡Claro que no! Me vas a tener detrás de tu oreja todos los días como no hagas bien los deberes. —Francesco le alborotó el pelo y Roberto cerró los ojos con fuerza.
 
Caminaron cuesta abajo, en busca de la casa de Clara. Se ubicaba a tan solo un par de calles y el grueso de la mudanza ya lo habían hecho. Había comenzado a atardecer y las sombras empezaban a estirarse. Francesco saludó a una mujer anciana, pero esta ni tan siquiera le miró a la cara. Siempre se sentaba aprovechando una franja de sol que se colaba entre dos casas y Francesco pensó que se habría dormido. Detrás marchaba Roberto, seguía sujetando la caja con firmeza mientras observaba por un agujero como el gato se movía en el interior. La anciana levantó la cabeza cuando Clara pasó por su lado y dijo una sola palabra.
 
—Puta.
 
Clara se detuvo. Francesco se dio la vuelta y paró a Roberto, que como de costumbre permanecía ajeno a la escena. Tras unos segundos, Clara continuó su marcha y los tres llegaron a la casa.
 
—Francesco, entrad vosotros. Tengo que resolver un asunto.
 
—Clara, no le hagas caso. —Roberto ya había entrado, abrió la caja y Calcetines comenzó a olisquear el mobiliario con cierto recelo.
 
—No voy a permitir que una vieja me llame puta delante de mi hijo. Si lo dejo pasar, dentro unos días me lo estarán llamando en todo el barrio. Eso, si no lo hacen ya.

 ✧
3.
 
Un humillo vaporoso flotaba por la cocina. El aroma a aceitunas machacadas, anchoas y tomate te golpeaba en el tabique nasal con solo entrar por la puerta. Los únicos testigos del paso del tiempo eran la altura de Roberto, que había crecido casi un palmo, y las paredes. En su mayoría habían perdido el blanco impoluto y en una de ellas se estaba desprendiendo el estucado. Lo que de verdad importaba para ellos, era que aquella casa se había convertido de nuevo en un hogar.
 
—¡Mamá, ya estamos en casa! —gritó Roberto con solo asomar la cabeza por la entrada.
 
—¿Estamos? —contestó Clara desde la otra punta de la vivienda.
 
Francesco entró en la cocina y dejó una caja de contrachapado llena de herramientas, en el hueco que había entre dos muebles.
 
—He pasado por la escuela a recoger a Roberto. Hoy he terminado un poco antes.—Francesco aspiró el humillo—. ¿Puedo probarlo?
 
—Todavía no he añadido las anchoas, espera un segundo.
 
Desde el salón se escucharon tres fuertes golpes. La madre salió corriendo, pensando que algo podía haberle pasado a Roberto, pero lo vio sentado en el suelo jugando con el gato. Su cartera de piel estaba tirada en la alfombra, se había desabrochado y un libro de hojas amarillentas sobresalía.
 
—Roberto, debes de tener más cuidado con los libros, valen muy caros…
 
Tres golpes sonaron de nuevo de manera regular, fuerte y pausada. Clara abrió la puerta. Un hombre uniformado de anchos hombros se cuadró ante la presencia de la mujer.
 
—Busco a Francesco De Rossi.
 
—Sí, un momento por favor.
 
Francesco apareció detrás de Clara, la apartó y cogiendo el papel cerró de un portazo. Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, junto a Roberto, y Clara hizo lo propio. Leyó la misiva sin mencionar palabra. El mentón se le empezó a arrugar y aguantó para no ponerse a llorar. Clara se tapaba la boca para disimular su aflicción, pero las lágrimas saltaban por encima de los dedos.
 
—¿Qué pasa mamá?
 
Tras unos segundos Clara se recompuso. Su mano apretaba con fuerza la de Francesco.
 
—Nada Roberto, lleva la cartera a tu cuarto y lávate las manos. Ahora vamos.
 
—El niño hizo caso sin rechistar—. ¿Es…? —Francesco asintió—. ¿Cuándo tienes que irte? —dijo con la voz rota.
 
—Dentro de cuatro días. El lunes, a mediodía.
 
Clara rompió a llorar desconsolada y se abrazaron. Roberto observaba la escena desde la otra punta de la casa, y aunque no podía escuchar lo que hablaban, creía entender que algo malo estaba pasando, porque su madre y Francesco llevaban varios minutos abrazados casi sin hablar.
 
—Roberto se va a morir de pena —susurró Clara—. Yo, me voy a morir de pena. —Habían deshecho el abrazo, y ahora sus cuatro manos se entrelazaban en un nudo de dolor—. Si te vas, ¿cuántas posibilidades hay de que vuelvas?
 
—Pocas, supongo.
 
—Esto no puede estar pasando… No puedo quedarme sola otra vez… Tiene que haber alguna manera de evitarlo. Podemos ir con mi hermana, allí no te encontrarán.
 
—¿A Francia? Ellos son el enemigo. ¡Nos tratarán de espías! Además tú y Roberto no tenéis por qué marcharos, aquí estáis seguros. Esto no tiene nada que ver con vosotros. Nadie va a atacar Sicilia.
 
—No pienso dejar que te vayas Francesco.
 
—No hay ninguna manera Clara, ya lo hemos hablado muchas veces y sabíamos que este momento podía llegar. 
 
—¡Algo podrás hacer! ¡No, no puedes abandonarnos!
 
Francesco se puso de pie y se apoyó en el dintel de la pequeña chimenea, pensativo.
—Podría cortarme un brazo, o una pierna…
 
—Oh, por Dios, Francesco. —Empezó a sollozar de nuevo.
 
—¡Pero podrían fusilarme igualmente por traidor! —Continuó cavilando mientras Clara se deshacía en lágrimas—. No hay ninguna posibilidad, Clara. Tengo que ir al norte y manteneros a salvo.
 
Un denso humo negro salía de la cocina, y el aroma a deliciosa salsa siciliana se había convertido en un agrio hedor. Francesco acudió a la carrera y apartó la cazuela del fuego. Clara continuaba sentada en la alfombra, y emitía un susurro casi agónico que solo ella podía oír.
 
—No es posible… No es posible… Yo podría conseguir que… —La respiración se aceleró y sintió que la yugular le iba a explotar con cada latido. La luminosidad de la habitación se desvaneció, como si alguien corriese un negro velo delante de sus ojos, y se desmayó.

 ✧
4.
 
Durante el día siguiente casi no se hablaron. Francesco abrazaba constantemente a Roberto, y el niño le correspondía con creces. Era pequeño, y distraído, pero en esta ocasión no era ajeno a lo que sucedía a su alrededor.

 ✧
5.
 
Aunque todavía faltaban dos días para su partida, Francesco decidió organizar sus enseres más valiosos. No eran más que un compendio de zapatos, herramientas de trabajo y una caja de terciopelo que contenía dos plumas estilográficas, que había recibido en compensación por un encargo impagado. Él no entendía de artilugios de escritura, pero le parecían caras y resolvió guardarlas por si llegado el momento, necesitaba una fuente de ingresos diferente a pintar casas o arreglar cañerías. Clara frotaba a Roberto con una pastilla de jabón cuando Francesco entró en el baño.
 
—Clara, tenemos que hablar.
 
—Sí, enseguida voy. Roberto frótate bien por las axilas y detrás de las orejas.
 
—Sí mamá, hasta que salga brillo —dijo burlón. Clara le devolvió una sonrisa forzada y salió del cuarto de baño.
 
—Ven —dijo Roberto llevándola al dormitorio. En una esquina había dispuesto varias cajas de zapatos y otros enseres. Clara se le abrazó—. Escúchame Clara —anunció separándola con suavidad—. Es necesario hacer esto. Esas son mis cosas más valiosas, además de vosotros.
 
—Oh, Francesco… —Clara tragó saliva.
 
—Escúchame Clara, es importante —Clara asintió—. Si no vuelvo y necesitáis dinero, véndelas. Esta mañana he firmado los papeles —dijo entregándole unas llaves—. Aunque sea poco más que una guarida, mi casa no tiene deudas, y si me pasa algo podrás disponer de ella. Todo lo mío es tuyo.
 
Clara lo observaba con los ojos vidriosos, conteniendo las lágrimas. Roberto entró corriendo en la habitación, solo llevaba puestos los calzoncillos y tenía el pelo empapado. Gritaba de pura rabia.
 
—¡Mentiroso! Me dijiste que nunca nos ibas a dejar. ¡Eres un mentiroso!
 
—Roberto, no os voy a dejar, yo…
 
—Tranquilo Francesco, yo hablaré con él —dijo Clara apesadumbrada, cogió a Roberto y salieron del dormitorio.
 
Aquella noche sin luna fue la más oscura del mes, y Clara tuvo que usar la luz de un candil para atravesar las lúgubres calles. Caminaba todo lo rápido que podía, puesto que no quería que Francesco se despertase y viera la cama vacía.
 
Llevaba puesta una pequeña manta sobre los hombros, sin embargo aquella noche el viento traía consigo un aliento cálido. Clara se asustó cuando las campanas sonaron, y temió ser descubierta por algún vecino insomne. Dio un vistazo y todas las ventanas estaban cerradas, por suerte o por desgracia las tres de la madrugada era la hora ideal para delincuentes y asaltadores. Tras varios minutos de caminata, Clara aporreó la aldaba de manera insistente hasta que un hombre con cara de sueño la recibió.
 
—¿Qué quiere señora? ¿No ha visto usted la hora que es?
 
—Excúseme, necesito hablar con el Consiglieri.
 
—¿Está usted loca? ¡Señora, la mafia en Italia ha desaparecido, aquí no hay ningún Consiglieri! ¡Caput! ¿No lee los periódicos? Todas las famiglias han emigrado a Estados Unidos o han sido asesinadas por Mussolini, el gran Mussolini. Ande, váyase a dormir, que va usted a coger frío. Buenas noches.
 
Clara se percató que el individuo trajeado iba a cerrar la puerta y la detuvo colocando el candil en el hueco. La hoja lo aplastó sin llegar a romper el cristal, tan solo un hilo de aceite cayó al suelo. El hombre volvió a abrirla.
 
—Dígale al señor Mancini que su hijo va con el mío al colegio —sentenció elevando el tono de manera progresiva—, y que si no sale ahora me pondré a gritar como una loca, como la loca que usted dice que soy, y todo el pueblo se va a enterar de quién es el señor…
 
—¡Shhhh! —chistó el hombre de la gabardina—. Pero señora, ¿al Consiglieri…? ¡Nada más y nada menos! Santa Madonna.
 
—Es urgente.
 
—Pase —dijo una voz desde el interior.

 ✧
6.
 
El domingo por la mañana los tres fueron a dar un paseo. Hacía un día especialmente caluroso, aunque Clara eso ya lo imaginaba por el calor que hizo la noche anterior. Desde el lado norte del pueblo se podía observar una llanura repleta de naranjos, que era flanqueada por grandes campos de vid.
 
Francesco abrió la cesta y tendió una tela sobre la hierba. Un generoso trozo de pan hizo compañía a los tomates frescos y la carne seca. Descorchó la botella de vino que guardaba desde hace varios meses y le ofreció un poco a Roberto.
 
—No le des alcohol al niño. Todavía es pequeño para tomar esas cosas.
 
—Pero Clara, solo es un sorbo, para que lo tiente nada más.
 
—Prometo portarme bien todo el día —dijo Roberto con una sonrisa de oreja a oreja.
 
—Pero solo un sorbo. Vaya pareja estáis hechos.
 
Por la tarde estuvieron jugando a los naipes hasta que Calcetines, quién ganó todo el protagonismo, entró en escena. Por la noche Francesco acabó la botella de vino y tras hacer el amor con Clara, juntando los dos lechos por última vez, se quedó profundamente dormido.
 
En mitad de la noche, Francesco notó como alguien le zarandeaba del brazo.
 
—¿Qué pasa?
 
Abrió los ojos y vio a Clara junto a él. Estaba guapísima, y llevaba puesta la ropa de calle. Sobre los pies de la cama descansaba una maleta.
 
—Francesco, ¿confías en mí?
 
—Pues claro que confío en ti, pero...
 
—Prometiste que nunca nos íbamos a separar, y sé que no está en tu mano evitarlo, pero en la mía, sí.
 
—¿Qué has hecho, Clara?
 
—Lo único que podía hacer. Recoge tus cosas. Ya he guardado tus plumas y un par de zapatos en mi maleta, solo nos dejan llevar una por persona. Date prisa.
 
Todavía en pijama se asomó por la ventana. Un coche esperaba en la puerta con las luces y el motor apagados. En el exterior había un hombre con gabardina al que conocía a la perfección.
 
—Clara…
 
—Lo siento Francesco, no te pienso dejar marchar.
 
Clara esperó en el salón junto a Roberto, que sujetaba a Calcetines. El gato se había acostumbrado a los brazos del niño y ya no necesitaba una caja para transportarlo. Francesco se reunió con ellos a los pocos minutos y los tres salieron a la calle. Clara cerró la puerta y le entregó las llaves al hombre del coche.
 
—Señora Bianchi, el gato no puede subir en el coche.
 
—El gato se viene, y punto —dijo Clara sin dejar a Roberto la opción de rechistar.
 
—¡Como usted quiera! ¡Vaya mujer se ha echado amigo! —le dijo el hombre a Francesco.
 
—No lo sabe usted bien, amigo... No lo sabe usted bien.
 
Entraron en el coche, arrancó, y desapareció calle abajo con las luces apagadas.
 

 ✧
 

Imagen de Négyesi Pál en Wikimedia Commons
 
 
 ✧
 
 
CAPÍTULO III
EL SOLDADO
 
1.
 
El café estaba hirviendo a borbotones, de modo que apartó el cazo de la pequeña fogata utilizando un trozo de tela para no quemarse con el asa. Aun así, el dedo meñique rozó el acero tiznado y por poco no tiró el contenido sobre las mismas brasas. Hans sufría un agotamiento absoluto y el coffein-freier que les era entregado por cortesía del Fürer, no les iba a ayudar demasiado a mantenerse despiertos, pero por lo menos estaba caliente y les quitaba el frío de encima. Vertió el mejunje en una machacada taza metálica y al asomarse vio el fondo lleno de posos.
 
Manfred descansaba sentado en una roca en la colina, unos metros más arriba. Desde su ubicación, podía observar si algún vehículo se aproximaba por la carretera del lago Maggiore. Esa era la zona por donde los italianos intentaban escapar. Divisaba a Hans acuclillado junto a la fogata que habían hecho al lado de la garita de madera.
 
Cuando Hans escuchó las piedras rodar colina abajo, supo sin girarse que Manfred bajaba corriendo porque alguien se acercaba.
 
—¡Hans! ¡Viene un Horch! —dijo Manfred mientras se ataba el casco.
 
—¿Un Horch?
 
Manfred asintió. Agarró la taza de Hans para darle un sorbo, pero el amargo aroma le hizo arrepentirse.
 
—Deja de beber esa mierda o te pondrás enfermo. Luego te daré un trozo de Scho-Ka-Kola si te portas bien —dijo Manfred golpeando a Hans en el casco.
 
—Daría mi brazo derecho por una lata de ese chocolate infernal, y lo sabes. —Se colgó el fusil en la espalda y sacudió el polvo del abrigo. Apuró el contenido de la taza y le entró un escalofrío.
 
—A lo mejor vienen a relevarnos. —Cruzaron las miradas y se echaron a reír.
—Con que nos traigan un poco de carne me doy por dichoso —dijo Hans y la boca se le hizo agua con solo pensarlo.
 
Observó que el Horch 901 se aproximaba levantando una nube de polvo y que alguien ocupaba el asiento trasero. Se puso nervioso y propinó un codazo a Manfred.
 
—Creo que es el Hauptmann —dijo Hans, y ambos comprobaron que llevaban todo el uniforme en correcto orden. Reparó en que el fuego todavía estaba encendido, pero no le dio más importancia.
 
Del interior salió un hombre estirado, con una tez inexpresiva. Los dos soldados le saludaron con el brazo extendido y la consabida frase, y el capitán hizo lo propio. Sin mediar palabra se aproximó a la zona de la garita y reparó en la pequeña hoguera que chisporroteaba ajena al peligro. El café todavía estaba caliente. El hombre tomó la taza del soldado y arrojó al suelo las pocas gotas que quedaban, luego la llenó con el contenido que quedaba en el cazo y se lo bebió de un trago. Su cara permanecía impasible, sin cambiar el gesto en ningún momento. Sacó un cigarrillo de la pitillera y lo prendió con una brasa.
 
—Me alegra saber que ustedes siguen las recomendaciones del Fürer, tomando coffein-freier —Aspiró el cigarrillo con tanta fuerza que la punta se encendió con ira. El hombre caminaba alrededor de los dos soldados y sus altas botas habían dejado de estar relucientes—. Me van a perdonar, pero yo no puedo dejar mis vicios —dijo dando otra intensa calada—, al menos no todos.
 
El capitán se terminó el cigarro y miró el reloj. El conductor del Horch se había detenido unos cien metros más adelante, donde la carretera quedaba flanqueada por los mismísimos Alpes. Cruzó el vehículo y la vía quedó cortada sin posibilidad de escapatoria.
 
—Preparen sus armas —dijo el capitán—, pronto harán uso de ellas.

 ✧
2.
 
El gato descansaba sobre las piernas de Roberto, acurrucado como una bola de pelo. Acariciaba su lomo con suavidad, y el animal se lo agradecía con un ronroneo. Francesco dialogaba con el conductor. Empleaba un tono que, en conjunción con los sonidos del motor, era casi inaudible desde los asientos de atrás. Roberto observaba con suma atención a Francesco, y este le miraba de soslayo de vez en cuando sin abandonar la conversación con el chófer.
 
—¿De qué hablan? —preguntó Roberto a su madre.
 
—Anda Roberto, no seas descarado —apuntó Clara.
 
El Lambda giró a la derecha y los ocupantes se tambalearon. El coche era de los últimos que fabricaron en 1931. Tenía más de diez años, por lo que le costaba horrores mantenerse dentro de las curvas si circulaba por encima de los treinta kilómetros por hora. Las casas se sucedían a ambos márgenes del camino, y las vacas y las cabras ocupaban cualquier parcela habitada. El Lambda disminuyó la velocidad y cuando finalmente se detuvo, Clara también acariciaba a Calcetines.
 
—Voy a salir a fumar un cigarrillo —dijo el conductor, y se alejó lo suficiente como para no escuchar la conversación que los pasajeros estaban a punto de mantener.
 
—Roberto, tenemos que decirte algo importante. —El niño la observaba con cara de preocupación—. Dentro de pocos kilómetros llegaremos a Palermo.
 
—Ya lo sé —dijo el niño utilizando un tonillo de hastío.
 
—Claro que lo sabes, cariño. Verás Roberto, allí tenemos que coger un barco y no podemos… —Clara lanzó una mirada a Francesco pidiendo socorro, no podía continuar con la conversación. Sabía que lo que tenía que decir a Roberto le iba a destrozar el corazón, se lo iba a destrozar a todos.
 
—Roberto, mira allí —dijo Francesco señalando con el dedo. En la villa más cercana había dos gatos subidos a una mecedora, y un tercero se encontraba sentado en la alfombra de la casa, aseándose con la lengua—. ¿Quieres bajar a dar un paseo y los saludamos?
 
El niño asintió. Dejó al gato sobre el asiento y este se estiró todo lo que las patas le daban. Roberto y Francesco se acercaron a los otros gatos que descansaban en el porche de la casa y uno completamente negro se acercó a Roberto maullando.
 
—Hola, amigo —le dijo, y el minino se paseó entre sus piernas restregándose con la cola levantada—. Parece simpático, ¿verdad Francesco?
 
—Sí que lo parece.
 
Del interior de la vivienda salió una mujer anciana con un plato lleno de comida y los animales se volvieron locos.
 
—¡Vaya! Si tenemos visita. Mirad quién ha venido a veros.
 
Buonasera —dijo Francesco. La mujer no le contestó.
 
—¿Cómo te llamas niño?
 
—Roberto.
 
—Háblame más fuerte mozuelo, que estoy un poco sorda de este oído.
 
—¡Roberto! —dijo el niño gritando, y la mujer asintió.
 
—¿Y tu padre? ¿También se llama Roberto?
 
—Me llamo Francesco, pero no soy su padre —dijo con cierta dificultad.
 
Roberto cogió su mano y esbozó una sonrisa.
 
—Sí que lo es.
 
—Roberto… —dijo Francesco, y se le formó un nudo en la garganta.
 
—¿Y qué os trae por aquí? No creo que solamente hayáis venido para ver a mis gatos.
 
Roberto se preguntó lo mismo, sin embargo cuando Francesco contestó a la pregunta, supo enseguida lo que estaba pasando. Era un niño, pero no era tonto.
 
—Verá usted señora.
 
—¡Señorita! —concretó la anciana levantando un dedo. A Francesco le arrancó una sonrisa.
 
—Disculpe mi indiscreción. La verdad es que Roberto tiene también un gato precioso, y por eso nos hemos acercado.
 
—¡No! —dijo Roberto con un grito desgarrador y salió corriendo al coche.
 
Francesco lo llamó, pero el niño no quería escucharle. Advirtió que Roberto discutía con Clara, así que se quedó hablando con la anciana.
 
—¡No lo entiendo! —dijo el niño golpeando el coche con el puño cerrado.
 
—Roberto, no podemos llevarlo —dijo Clara.
 
—¿Por qué? ¿Es que en Suiza están prohibidos los gatos? ¿Se los comen? ¿Eh? ¿Por qué no puede ir?
 
—Tenemos que ir en barco, y Calcetines no puede subir. Además, durante el resto del viaje sería peligroso para él y para nosotros.
 
Clara se apeó del coche y el gato se bajó con ella. Roberto lo recogió y se lo subió al regazo. Las lágrimas salían sin dificultad, en cambio ya no berreaba como un niño pequeño. Se negaba en rotundo a abandonarle, aunque en el fondo comprendía lo que su madre le estaba diciendo. Restregaba su mejilla por la piel del animal que comenzaba a ponerse nervioso. Saltó al suelo y se unió a los otros felinos que ahora retozaban. La anciana se acercó a Roberto y a Clara, seguida por Francesco.
 
—Venid conmigo —dijo la mujer.
 
—Pero, ¿y Calcetines?
 
—No te preocupes por él, se están conociendo. Tienen arroz y tripas de pescado de sobra, así que cuando volvamos estará donde lo dejaste. Vive Dios que ese gato no se alejará del plato de comida.
 
La mujer los llevó a una pequeña choza donde una montaña de trastos estaba tapada por una gran sábana. La levantó por una de las esquinas y debajo se pudo observar a una gata con cuatro crías que, más que gatos parecían ratas sin pelo.
 
—¡Qué pequeños son! Son una monadita —dijo Roberto, y a Clara le provocó una risita.
 
—Bueno, no te preocupes, ya crecerán. Dentro de unas semanas estarán cazando arañas y saltamontes. Duermen cuánto quieren, corren lo que les apetece y tienen muchos sitios que explorar. Ellos son libres aquí, ¿sabes?
 
—¿Y no hay perros que les puedan hacer daño?
 
—¡Oh! ¡Vive Dios que hay perros! Y gallinas, y patos, y cerdos. Pero los gatos son más listos, y nunca dejan que los perros se les acerquen. Ellos salen corriendo —dijo dando una fuerte palmada que asustó a Roberto—, y no los pilla nadie.
 
—Pero lo echaré de menos mamá.
 
—Ya lo sé pequeño, y yo también.
 
—Y yo Roberto —dijo Francesco—. Calcetines ha sido mi gato incluso antes de conocerte a ti, pero creemos que es lo mejor para él, lo mejor para todos.
 
—¿Y estará aquí cuando volvamos de Suiza?
 
—Roberto, no sabemos si vamos a poder volver —dijo Clara.
 
—Pero, si podemos volver —dijo Roberto, y de nuevo estaban brotando las lágrimas a sus ojos—, ¿podremos venir a por Calcetines?
 
—Sí —dijo Francesco—. Si volvemos a Italia, te prometo que lo primero que haremos será volver a por él.
 
El conductor se había vuelto a meter en el automóvil. Clara esperaba con Francesco a que Roberto terminara de despedirse de Calcetines. Estaban cogidos de la mano, y contemplaban como el niño jugaba por última vez con su amigo incondicional. Finalmente el animal comenzó a corretear detrás de otro gato y Roberto se acercó al coche.
 
—Creo que estará bien.
 
—Yo también lo creo —dijo Clara y los tres se abrazaron.
 
3.
 
A la mañana siguiente ya estaban embarcados, y con más esperanza que tristeza miraban hacia atrás, observando como la bella Palermo se hacía más y más pequeña. La noche la pasaron en el norte de Italia y a pesar de que estaban agotados, solo Roberto pudo pegar ojo. Se escuchaban pequeñas escaramuzas de la resistencia que, aunque con suma dificultad, todavía actuaba en aquella zona.
 
El hombre que hasta ese instante les había acompañado se despidió de ellos, y les hizo entrega de las llaves de la camioneta con la que habían llegado. Se encontraba en un estado bastante lamentable, que nada tenía que ver con el Lambda que les había transportado hasta Palermo. Sin embargo, no era el momento de réplicas. Los neumáticos estaban enteros y tenían bidones de combustible y suministros para llegar a Suiza sin problemas.
 
Ese mismo día, si todo iba bien, cruzarían el paso de los Alpes.

 ✧
4.

Los largos abrigos y el pesado armamento de los soldados contrastaba con la apariencia del capitán que, a tenor de las manchas de barro en sus botas, era liviana e impoluta. El cuarto militar permanecía dentro del vehículo, cortando la carretera unos metros más adelante, atento por si tuviera que dar alcance a cualquiera que emprendiese la huida.

—Amartillen sus armas, ya vienen.

Por la carretera ascendía una vieja camioneta conducida por un único ocupante, en la parte trasera transportaba dos grandes barriles. Al percatarse de la presencia de los militares alemanes, disminuyó notablemente la velocidad, y casi les pareció que pretendía pararse para dar la vuelta. Finalmente, avanzó hasta donde se encontraban los soldados. Hans se ajustó el casco y levantó la paleta de stop.
 
¡Halt! —gritó temiendo que el vehículo continuase y les arroyase a todos por delante. La camioneta se detuvo y el capitán se acercó con cautela. El conductor se recolocó en su asiento y bajó la ventanilla.
 
Buonasera
 
Buonasera, come va? —dijo el capitán. El conductor se sorprendió al oír hablar a aquel hombre en italiano y le contestó con el mismo saludo. Le entregó una cartilla donde constaban sus datos, el capitán la recogió, se la metió en el bolsillo sin mirarla y continuó hablando en italiano—. ¿A dónde se dirige?
 
—Voy a llevar estos barriles a Suiza. Ya sabe usted que en el norte de Italia es difícil vender alcohol ahora mismo, y en el país vecino los precios son mejores.
 
El capitán sacó una bolsita de cuero del bolsillo y sin mediar palabra extendió varios billetes al conductor. A pesar de ser alemán, hablaba un italiano bastante decente, y había comprendido a la perfección lo que aquel hombre quería hacerle creer.
 
—¿Cuántas liras quiere por los barriles? Andiamo, ponga un precio.
 
—Oh, grazie mille —dijo el italiano, más nervioso que complacido—, pero me están esperando en Suiza, y tengo que llevar mi cargamento. Si es tan amable de dejarme pasar…
 
—Los alemanes necesitamos beber. Vamos, no sea estirado. Diga un precio.
 
—No, de verdad, muchas gracias.
 
El italiano se ponía cada vez más nervioso, y en el rostro del capitán se estaba dibujando una amplia sonrisa. Agarró el tirador de la puerta del vehículo y la abrió de golpe.
 
—¡Salga! —La mano del capitán se había deslizado casi imperceptible hasta la canana que colgaba de su cinturón, y cuando el italiano se quiso dar cuenta, una Luger le apuntaba directamente a la cara—. ¡Vamos, ábralos! ¡Abra los barriles!
 
El capitán señalaba los barriles moviendo la pistola, y cuando el hombre bajó de la camioneta, le empujó con el cañón de la Luger para que acelerara el paso. El italiano agarró una palanca y soltó una cincha metálica que sujetaba la tapa de uno de los barriles. Metió la mano dentro y la levantó acto seguido. El líquido rojo semitransparente del vino tinto se le escurría entre los dedos y tomó un sorbo.
 
—¿Lo ve? No es más que vino. Déjenme seguir mi camino, por favor. Yo soy solo un comerciante.
 
—El otro barril.
 
—Por favor, déjeme marchar.
 
—¡Ábralo!
 
El hombre tenía los ojos vidriosos, y estaba a punto de ponerse a llorar. El capitán indicó a los soldados con la mano que se acercaran a la parte trasera del vehículo. Después señaló al barril que continuaba cerrado.
 
—¡Disparen!
 
El italiano intentó decirles que se detuvieran, que abriría el barril si eso era lo que querían, sin embargo el sonido de las detonaciones apagaba cualquier palabra que quisiera ser pronunciada. El capitán hizo un gesto con la mano en alto, cerrando el puño y los disparos se detuvieron, pero el sonido seguía rebotando en las montañas una y otra vez. En lugar del transparente líquido rojizo del aromático vino, se derramó otro fluido del mismo color, aunque más espeso. El hombre lloraba desconsolado. El capitán descargó su Luger y el italiano no pudo hacer otra cosa que abrazar a la muerte y dejarse llevar.
 
El Horch se movió liberando el camino y se aproximó a la escena.
 
—Usted —dijo el capitán dirigiéndose a Hans—, abra el barril y compruébelo.
El soldado obedeció. Al soltar el cierre, la cincha metálica salió despedida y le golpeó en la mano. Soltó un leve alarido y varios insultos en alemán irreproducibles. Quitó la tapa del barril y miró dentro.
 
—Están muertos, hay dos personas dentro. Una es…
 
—¡Aparte! Déjeme ver.
 
El capitán se subió a la camioneta y hurgó dentro del barril donde descansaban los cuerpos sin vida. Hans descubrió que se había hecho una raja en la palma de la mano y notaba como si el corazón quisiera salirse por la grieta.
 
—Son ellos. Sucios traidores —dijo el capitán y escupió dentro del barril. Se quedó observando que al soldado le sangraba la mano profusamente—. ¿Está bien soldado?
 
—Sí señor, solo ha sido un rasguño.
 
—Está bien. Usted —dijo refiriéndose a Manfred—. Coja la camioneta y síganos, debemos presentar los cadáveres de los traidores al alto mando. ¿Podrá aguantar hasta que vengan a recogerle?
 
—Me las he visto en peores situaciones.
 
—No se haga el valiente y tapone esa herida. ¡Heil Hitler!
 
¡Heil Hitler! —contestaron los tres al unísono. Manfred reparó en la herida ahora que Hans mantenía la mano en alto y le causó un escalofrío, tenía algunos de los huesos al descubierto.
 
Manfred apartó el cadáver del italiano hasta el asiento del copiloto y arrancaron los sonoros motores. Tras un par de maniobras, la camioneta siguió al Horch carretera abajo.
 
Hans se metió en la garita, y rezó para que no se acercara ningún vehículo hasta que viniera la ayuda.

 ✧
5.
 
El pequeño botiquín metálico contenía los útiles necesarios para evitar que se desangrara. Aplastó una pastilla y la espolvoreó sobre la herida, después la cubrió con una tela blanca que pronto se volvió roja y esperó.
 
Se sentía algo mareado y notó como las paredes se movían. Se sentó solo un momento para evitar caerse.
 
—Solo un momento… —dijo en voz alta—. Solo un momento… Solo…
 
El ruido de un vehículo acercándose le despertó de un sobresalto. La venda improvisada estaba adherida a la herida y le dolía horrores, al igual que la cabeza.
 
En el interior había dos personas, el conductor y el copiloto. No sabía de quién se trataba, pero con toda seguridad que no eran alemanes.
 
¡Halt! —dijo levantando la mano buena.
 
Se detuvieron justo delante de él. El soldado gritó varias palabras en alemán, pero los pasajeros no le entendían.
 
—Mi nombre es Fabrizio, ella es Chiara y el niño se llama Rolando —dijo el conductor lentamente y señalando mientras los nombraba.
 
Hans reparó en que había tumbado un niño en el asiento de atrás y sintió que no tenía todos sus sentidos con él. La mujer era guapa, aunque su cara reflejaba puro terror. En el cuello le colgaba un precioso cocodrilo dorado y lo señaló con el dedo.
 
Sin pensárselo dos veces la mujer se lo quitó y se lo entregó.
 
Hans lo puso sobre la venda impregnada en sangre y cerró el puño. Se dio la vuelta y con un movimiento de brazo les indicó que continuasen.
 
Chiara posó su mano aún temblorosa sobre la pierna de Fabrizio y él la envolvió con la suya.
 
—Gracias Eva. Tu desprecio nos ha salvado —dijo Chiara y se giró, observando como las montañas se cerraban detrás de ellos.


 ✧
 


REGRESAR AL ÁREA PRIVADA