DON GERARDO
Cruzando las líneas del tranvía se aproximaba un señor alto con un denso bigote enroscado. Su gabardina marrón se movía al ritmo de su firme paso. Tomé un pequeño sorbo de café con leche y noté como el mismo infierno se paseaba por mi paladar. Mi buen amigo Julián palpó su propia taza y ululó una risa burlona. El señor casi pasó de largo cuando reparó en nosotros.
—¡Hombre chaval! —dijo el hombre del mostacho—. ¡Cuánto tiempo sin verte!
—¡Don Gerardo! —dije, y al levantarme, mi silla causó un pequeño estruendo—. ¿Cómo está usted?
—Bien, bien —dijo sin más.
—Veo que viene del quiosco...
—Sí, los domingos me pongo en marcha en cuanto asoma el sol; compro el periódico, compruebo La Primitiva del sábado… En fin, cosas de viejos. —Sonreímos.
—Mientras evite darle de comer a las palomas, no tiene peligro de parecer un jubilado—apuntó mi querido amigo Julián.
Él era como mi madre. Nunca sabías si te estaba gastando una broma o se estaba preparando para lanzarte la zapatilla. Recordé entonces el día que rompí un tubo fluorescente de nuestra clase.
Don Gerardo estaba en el pasillo y entró acto seguido al estallido. En aquel momento no vestía su característico bigote curvado, pero sí que lucía un ondulado flequillo donde ahora atesoraba una frente despejada. Como por arte de magia todos volvimos a nuestros pupitres antes de que Don Gerardo asomase por el vano de la puerta.
Mi intención era la de catapultar mi estuche lo más alto posible, desde el fondo del aula hasta la pizarra, donde Carlos esperaba para recibirlo. El lanzamiento había sido casi perfecto, sin embargo, el plumier estaba tirado en el suelo y el polvillo de mercurio flotaba en el aire.
Don Gerardo se había acercado a los restos de cristal, y el polvo blanquecino empezaba a posarse. Apartó a María con la mano, y me pareció que preguntaba por el autor de aquel terrible crimen, pero azorado por mis pensamientos no podía oír con claridad. Al final se sabría que había sido yo, estas cosas siempre salen mal. Una vez más escuché la voz de mi padre diciendo que si tenía huevos para romper algo que también los tuviera para dar la cara. Pensé otra vez en el clarinete para intentar calmarme, pero unas notas desafinadas taladraron mi cerebro. María me lanzó una mirada inquisidora, y mi pierna empezó a moverse a voluntad. Don Gerardo se giró hacia la pizarra y enfiló mi plumier, y yo, me vine abajo sin más remedio.
—¿Qué? ¿Quién ha dicho eso?
—¡Me cago en diez Juan Luis! —dijo casi gritando. Recogí la mano al instante—. Que nadie se acerque a los cristales. Voy a llamar al bedel para que los limpie. Luego hablaré contigo.
Julián sorbió un traguito de su café que ya empezaba a estar tibio.
—Qué barbaridad —dijo mi amigo—. ¿Cómo es posible que recuerde nuestros nombres?
—Qué razón tenía usted Don Gerardo.
—Sí, es maestra como usted. —Mi maestro asintió, ya lo sabía—. Tenemos dos niños que nos llevan de cabeza, pero estamos muy contentos. Por cierto, ¿su mujer qué tal está…? —Julián me propinó tal patada bajo la mesa que todavía me duele la espinilla.
—Pero siéntese Don Gerardo, tómese un café con nosotros —dije acercándole una silla.
Los tres reímos de buena gana. Me sentí tentado de preguntarle por qué nunca más hablamos de mi travesura. Fui la comidilla de mis compañeros durante varias semanas, y cada vez que Don Gerardo me echaba el ojo me temblaban hasta las costillas. Temía que se lo dijera a mis padres en vez de multarme con doscientas copias. Hubiera preferido un buen castigo y quitarme la incertidumbre de encima, pero creo que como buen maestro, eso él también lo sabía. En aquel momento hubiera aceptado hasta mil copias, o una semana sin patio, eso es seguro. En ocasiones, Don Gerardo sonreía cuando me miraba y yo tragaba saliva. Ahora lo entiendo. Al fin y al cabo era tan solo un tubo y yo solo un niño.
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