ÚLTIMAS DECISIONES ~ Parte 3 ~ EL SOLDADO

El café estaba hirviendo a borbotones, de modo que apartó el cazo de la pequeña fogata utilizando un trozo de tela para no quemarse con el asa. Aun así, el dedo meñique rozó el acero tiznado y por poco no tiró el contenido sobre las mismas brasas. Hans sufría un agotamiento absoluto y el coffein-freier que les era entregado por cortesía del Fürer, no les iba a ayudar demasiado a mantenerse despiertos, pero por lo menos estaba caliente y les quitaba el frío de encima. Vertió el mejunje en una machacada taza metálica y al asomarse vio el fondo lleno de posos.
 
Manfred descansaba sentado en una roca en la colina, unos metros más arriba. Desde su ubicación, podía observar si algún vehículo se aproximaba por la carretera del lago Maggiore. Esa era la zona por donde los italianos intentaban escapar. Divisaba a Hans acuclillado junto a la fogata que habían hecho al lado de la garita de madera.
 
Cuando Hans escuchó las piedras rodar colina abajo, supo sin girarse que Manfred bajaba corriendo porque alguien se acercaba.
 
—¡Hans! ¡Viene un Horch! —dijo Manfred mientras se ataba el casco.
 
—¿Un Horch?
 
Manfred asintió. Agarró la taza de Hans para darle un sorbo, pero el amargo aroma le hizo arrepentirse.
 
—Deja de beber esa mierda o te pondrás enfermo. Luego te daré un trozo de Scho-Ka-Kola si te portas bien —dijo Manfred golpeando a Hans en el casco.
 
—Daría mi brazo derecho por una lata de ese chocolate infernal, y lo sabes. —Se colgó el fusil en la espalda y sacudió el polvo del abrigo. Apuró el contenido de la taza y le entró un escalofrío.
 
—A lo mejor vienen a relevarnos. —Cruzaron las miradas y se echaron a reír.
 
—Con que nos traigan un poco de carne me doy por dichoso —dijo Hans y la boca se le hizo agua con solo pensarlo.
 
Observó que el Horch 901 se aproximaba levantando una nube de polvo y que alguien ocupaba el asiento trasero. Se puso nervioso y propinó un codazo a Manfred.
 
—Creo que es el Hauptmann —dijo Hans, y ambos comprobaron que llevaban todo el uniforme en correcto orden. Reparó en que el fuego todavía estaba encendido, pero no le dio más importancia.
 
Del interior salió un hombre estirado, con una tez inexpresiva. Los dos soldados le saludaron con el brazo extendido y la consabida frase, y el capitán hizo lo propio. Sin mediar palabra se aproximó a la zona de la garita y reparó en la pequeña hoguera que chisporroteaba ajena al peligro. El café todavía estaba caliente. El hombre tomó la taza del soldado y arrojó al suelo las pocas gotas que quedaban, luego la llenó con el contenido que quedaba en el cazo y se lo bebió de un trago. Su cara permanecía impasible, sin cambiar el gesto en ningún momento. Sacó un cigarrillo de la pitillera y lo prendió con una brasa.
 
—Me alegra saber que ustedes siguen las recomendaciones del Fürer, tomando coffein-freier —Aspiró el cigarrillo con tanta fuerza que la punta se encendió con ira. El hombre caminaba alrededor de los dos soldados y sus altas botas habían dejado de estar relucientes—. Me van a perdonar, pero yo no puedo dejar mis vicios —dijo dando otra intensa calada—, al menos no todos.
 
El capitán se terminó el cigarro y miró el reloj. El conductor del Horch se había detenido unos cien metros más adelante, donde la carretera quedaba flanqueada por los mismísimos Alpes. Cruzó el vehículo y la vía quedó cortada sin posibilidad de escapatoria.
 
—Preparen sus armas —dijo el capitán—, pronto harán uso de ellas.


El gato descansaba sobre las piernas de Roberto, acurrucado como una bola de pelo. Acariciaba su lomo con suavidad, y el animal se lo agradecía con un ronroneo. Francesco dialogaba con el conductor. Empleaba un tono que, en conjunción con los sonidos del motor, era casi inaudible desde los asientos de atrás. Roberto observaba con suma atención a Francesco, y este le miraba de soslayo de vez en cuando sin abandonar la conversación con el chófer.
 
—¿De qué hablan? —preguntó Roberto a su madre.
 
—Anda Roberto, no seas descarado —apuntó Clara.
 
El Lambda giró a la derecha y los ocupantes se tambalearon. El coche era de los últimos que fabricaron en 1931. Tenía más de diez años, por lo que le costaba horrores mantenerse dentro de las curvas si circulaba por encima de los treinta kilómetros por hora. Las casas se sucedían a ambos márgenes del camino, y las vacas y las cabras ocupaban cualquier parcela habitada. El Lambda disminuyó la velocidad y cuando finalmente se detuvo, Clara también acariciaba a Calcetines.
 
—Voy a salir a fumar un cigarrillo —dijo el conductor, y se alejó lo suficiente como para no escuchar la conversación que los pasajeros estaban a punto de mantener.
 
—Roberto, tenemos que decirte algo importante. —El niño la observaba con cara de preocupación—. Dentro de pocos kilómetros llegaremos a Palermo.
 
—Ya lo sé —dijo el niño utilizando un tonillo de hastío.
 
—Claro que lo sabes, cariño. Verás Roberto, allí tenemos que coger un barco y no podemos… —Clara lanzó una mirada a Francesco pidiendo socorro, no podía continuar con la conversación. Sabía que lo que tenía que decir a Roberto le iba a destrozar el corazón, se lo iba a destrozar a todos.
 
—Roberto, mira allí —dijo Francesco señalando con el dedo. En la villa más cercana había dos gatos subidos a una mecedora, y un tercero se encontraba sentado en la alfombra de la casa, aseándose con la lengua—. ¿Quieres bajar a dar un paseo y los saludamos?
 
El niño asintió. Dejó al gato sobre el asiento y este se estiró todo lo que las patas le daban. Roberto y Francesco se acercaron a los otros gatos que descansaban en el porche de la casa y uno completamente negro se acercó a Roberto maullando.
 
—Hola, amigo —le dijo, y el minino se paseó entre sus piernas restregándose con la cola levantada—. Parece simpático, ¿verdad Francesco?
 
—Sí que lo parece.
 
Del interior de la vivienda salió una mujer anciana con un plato lleno de comida y los animales se volvieron locos.
 
—¡Vaya! Si tenemos visita. Mirad quién ha venido a veros.
 
Buonasera —dijo Francesco. La mujer no le contestó.
 
—¿Cómo te llamas niño?
 
—Roberto.
 
—Háblame más fuerte mozuelo, que estoy un poco sorda de este oído.
 
—¡Roberto! —dijo el niño gritando, y la mujer asintió.
 
—¿Y tu padre? ¿También se llama Roberto?
 
—Me llamo Francesco, pero no soy su padre —dijo con cierta dificultad.
 
Roberto cogió su mano y esbozó una sonrisa.
 
—Sí que lo es.
 
—Roberto… —dijo Francesco, y se le formó un nudo en la garganta.
 
—¿Y qué os trae por aquí? No creo que solamente hayáis venido para ver a mis gatos.
 
Roberto se preguntó lo mismo, sin embargo cuando Francesco contestó a la pregunta, supo enseguida lo que estaba pasando. Era un niño, pero no era tonto.
 
—Verá usted señora.
 
—¡Señorita! —concretó la anciana levantando un dedo. A Francesco le arrancó una sonrisa.
 
—Disculpe mi indiscreción. La verdad es que Roberto tiene también un gato precioso, y por eso nos hemos acercado.
 
—¡No! —dijo Roberto con un grito desgarrador y salió corriendo al coche.
 
Francesco lo llamó, pero el niño no quería escucharle. Advirtió que Roberto discutía con Clara, así que se quedó hablando con la anciana.
 
—¡No lo entiendo! —dijo el niño golpeando el coche con el puño cerrado.
 
—Roberto, no podemos llevarlo —dijo Clara.
 
—¿Por qué? ¿Es que en Suiza están prohibidos los gatos? ¿Se los comen? ¿Eh? ¿Por qué no puede ir?
 
—Tenemos que ir en barco, y Calcetines no puede subir. Además, durante el resto del viaje sería peligroso para él y para nosotros.
 
Clara se apeó del coche y el gato se bajó con ella. Roberto lo recogió y se lo subió al regazo. Las lágrimas salían sin dificultad, en cambio ya no berreaba como un niño pequeño. Se negaba en rotundo a abandonarle, aunque en el fondo comprendía lo que su madre le estaba diciendo. Restregaba su mejilla por la piel del animal que comenzaba a ponerse nervioso. Saltó al suelo y se unió a los otros felinos que ahora retozaban. La anciana se acercó a Roberto y a Clara, seguida por Francesco.
 
—Venid conmigo —dijo la mujer.
 
—Pero, ¿y Calcetines?
 
—No te preocupes por él, se están conociendo. Tienen arroz y tripas de pescado de sobra, así que cuando volvamos estará donde lo dejaste. Vive Dios que ese gato no se alejará del plato de comida.
 
La mujer los llevó a una pequeña choza donde una montaña de trastos estaba tapada por una gran sábana. La levantó por una de las esquinas y debajo se pudo observar a una gata con cuatro crías que, más que gatos parecían ratas sin pelo.
 
—¡Qué pequeños son! Son una monadita —dijo Roberto, y a Clara le provocó una risita.
 
—Bueno, no te preocupes, ya crecerán. Dentro de unas semanas estarán cazando arañas y saltamontes. Duermen cuánto quieren, corren lo que les apetece y tienen muchos sitios que explorar. Ellos son libres aquí, ¿sabes?
 
—¿Y no hay perros que les puedan hacer daño?
 
—¡Oh! ¡Vive Dios que hay perros! Y gallinas, y patos, y cerdos. Pero los gatos son más listos, y nunca dejan que los perros se les acerquen. Ellos salen corriendo —dijo dando una fuerte palmada que asustó a Roberto—, y no los pilla nadie.
 
—Pero lo echaré de menos mamá.
 
—Ya lo sé pequeño, y yo también.
 
—Y yo Roberto —dijo Francesco—. Calcetines ha sido mi gato incluso antes de conocerte a ti, pero creemos que es lo mejor para él, lo mejor para todos.
 
—¿Y estará aquí cuando volvamos de Suiza?
 
—Roberto, no sabemos si vamos a poder volver —dijo Clara.
 
—Pero, si podemos volver —dijo Roberto, y de nuevo estaban brotando las lágrimas a sus ojos—, ¿podremos venir a por Calcetines?
 
—Sí —dijo Francesco—. Si volvemos a Italia, te prometo que lo primero que haremos será volver a por él.
 
El conductor se había vuelto a meter en el automóvil. Clara esperaba con Francesco a que Roberto terminara de despedirse de Calcetines. Estaban cogidos de la mano, y contemplaban como el niño jugaba por última vez con su amigo incondicional. Finalmente el animal comenzó a corretear detrás de otro gato y Roberto se acercó al coche.
—Creo que estará bien.
 
—Yo también lo creo —dijo Clara y los tres se abrazaron.

 
A la mañana siguiente ya estaban embarcados, y con más esperanza que tristeza miraban hacia atrás, observando como la bella Palermo se hacía más y más pequeña. La noche la pasaron en el norte de Italia y a pesar de que estaban agotados, solo Roberto pudo pegar ojo. Se escuchaban pequeñas escaramuzas de la resistencia que, aunque con suma dificultad, todavía actuaba en aquella zona.
 
El hombre que hasta ese instante les había acompañado se despidió de ellos, y les hizo entrega de las llaves de la camioneta con la que habían llegado. Se encontraba en un estado bastante lamentable, que nada tenía que ver con el Lambda que les había transportado hasta Palermo. Sin embargo, no era el momento de réplicas. Los neumáticos estaban enteros y tenían bidones de combustible y suministros para llegar a Suiza sin problemas.
Ese mismo día, si todo iba bien, cruzarían el paso de los Alpes.



Los largos abrigos y el pesado armamento de los soldados contrastaba con la apariencia del capitán que, a tenor de las manchas de barro en sus botas, era liviana e impoluta. El cuarto militar permanecía dentro del vehículo, cortando la carretera unos metros más adelante, atento por si tuviera que dar alcance a cualquiera que emprendiese la huida.

—Amartillen sus armas, ya vienen.

Por la carretera ascendía una vieja camioneta conducida por un único ocupante, en la parte trasera transportaba dos grandes barriles. Al percatarse de la presencia de los militares alemanes, disminuyó notablemente la velocidad, y casi les pareció que pretendía pararse para dar la vuelta. Finalmente, avanzó hasta donde se encontraban los soldados. Hans se ajustó el casco y levantó la paleta de stop.
 
¡Halt! —gritó temiendo que el vehículo continuase y les arroyase a todos por delante. La camioneta se detuvo y el capitán se acercó con cautela. El conductor se recolocó en su asiento y bajó la ventanilla.
 
Buonasera
 
Buonasera, come va? —dijo el capitán. El conductor se sorprendió al oír hablar a aquel hombre en italiano y le contestó con el mismo saludo. Le entregó una cartilla donde constaban sus datos, el capitán la recogió, se la metió en el bolsillo sin mirarla y continuó hablando en italiano—. ¿A dónde se dirige?
 
—Voy a llevar estos barriles a Suiza. Ya sabe usted que en el norte de Italia es difícil vender alcohol ahora mismo, y en el país vecino los precios son mejores.
 
El capitán sacó una bolsita de cuero del bolsillo y sin mediar palabra extendió varios billetes al conductor. A pesar de ser alemán, hablaba un italiano bastante decente, y había comprendido a la perfección lo que aquel hombre quería hacerle creer.
 
—¿Cuántas liras quiere por los barriles? Andiamo, ponga un precio.
 
—Oh, grazie mille —dijo el italiano, más nervioso que complacido—, pero me están esperando en Suiza, y tengo que llevar mi cargamento. Si es tan amable de dejarme pasar…
 
—Los alemanes necesitamos beber. Vamos, no sea estirado. Diga un precio.
 
—No, de verdad, muchas gracias.
 
El italiano se ponía cada vez más nervioso, y en el rostro del capitán se estaba dibujando una amplia sonrisa. Agarró el tirador de la puerta del vehículo y la abrió de golpe.
 
—¡Salga! —La mano del capitán se había deslizado casi imperceptible hasta la canana que colgaba de su cinturón, y cuando el italiano se quiso dar cuenta, una Luger le apuntaba directamente a la cara—. ¡Vamos, ábralos! ¡Abra los barriles!
 
El capitán señalaba los barriles moviendo la pistola, y cuando el hombre bajó de la camioneta, le empujó con el cañón de la Luger para que acelerara el paso. El italiano agarró una palanca y soltó una cincha metálica que sujetaba la tapa de uno de los barriles. Metió la mano dentro y la levantó acto seguido. El líquido rojo semitransparente del vino tinto se le escurría entre los dedos y tomó un sorbo.
 
—¿Lo ve? No es más que vino. Déjenme seguir mi camino, por favor. Yo soy solo un comerciante.
 
—El otro barril.
 
—Por favor, déjeme marchar.
 
—¡Ábralo!
 
El hombre tenía los ojos vidriosos, y estaba a punto de ponerse a llorar. El capitán indicó a los soldados con la mano que se acercaran a la parte trasera del vehículo. Después señaló al barril que continuaba cerrado.
 
—¡Disparen!
 
El italiano intentó decirles que se detuvieran, que abriría el barril si eso era lo que querían, sin embargo el sonido de las detonaciones apagaba cualquier palabra que quisiera ser pronunciada. El capitán hizo un gesto con la mano en alto, cerrando el puño y los disparos se detuvieron, pero el sonido seguía rebotando en las montañas una y otra vez. En lugar del transparente líquido rojizo del aromático vino, se derramó otro fluido del mismo color, aunque más espeso. El hombre lloraba desconsolado. El capitán descargó su Luger y el italiano no pudo hacer otra cosa que abrazar a la muerte y dejarse llevar.
 
El Horch se movió liberando el camino y se aproximó a la escena.
 
—Usted —dijo el capitán dirigiéndose a Hans—, abra el barril y compruébelo.
 
El soldado obedeció. Al soltar el cierre, la cincha metálica salió despedida y le golpeó en la mano. Soltó un leve alarido y varios insultos en alemán irreproducibles. Quitó la tapa del barril y miró dentro.
 
—Están muertos, hay dos personas dentro. Una es…
 
—¡Aparte! Déjeme ver.
 
El capitán se subió a la camioneta y hurgó dentro del barril donde descansaban los cuerpos sin vida. Hans descubrió que se había hecho una raja en la palma de la mano y notaba como si el corazón quisiera salirse por la grieta.
 
—Son ellos. Sucios traidores —dijo el capitán y escupió dentro del barril. Se quedó observando que al soldado le sangraba la mano profusamente—. ¿Está bien soldado?
 
—Sí señor, solo ha sido un rasguño.
 
—Está bien. Usted —dijo refiriéndose a Manfred—. Coja la camioneta y síganos, debemos presentar los cadáveres de los traidores al alto mando. ¿Podrá aguantar hasta que vengan a recogerle?
 
—Me las he visto en peores situaciones.
 
—No se haga el valiente y tapone esa herida. ¡Heil Hitler!
 
¡Heil Hitler! —contestaron los tres al unísono. Manfred reparó en la herida ahora que Hans mantenía la mano en alto y le causó un escalofrío, tenía algunos de los huesos al descubierto.
Manfred apartó el cadáver del italiano hasta el asiento del copiloto y arrancaron los sonoros motores. Tras un par de maniobras, la camioneta siguió al Horch carretera abajo.
Hans se metió en la garita, y rezó para que no se acercara ningún vehículo hasta que viniera la ayuda.

 

El pequeño botiquín metálico contenía los útiles necesarios para evitar que se desangrara. Aplastó una pastilla y la espolvoreó sobre la herida, después la cubrió con una tela blanca que pronto se volvió roja y esperó.
 
Se sentía algo mareado y notó como las paredes se movían. Se sentó solo un momento para evitar caerse.
 
—Solo un momento… —dijo en voz alta—. Solo un momento… Solo…
 
El ruido de un vehículo acercándose le despertó de un sobresalto. La venda improvisada estaba adherida a la herida y le dolía horrores, al igual que la cabeza.
 
En el interior había dos personas, el conductor y el copiloto. No sabía de quién se trataba, pero con toda seguridad que no eran alemanes.
 
¡Halt! —dijo levantando la mano buena.
 
Se detuvieron justo delante de él. El soldado gritó varias palabras en alemán, pero los pasajeros no le entendían.
 
—Mi nombre es Fabrizio, ella es Chiara y el niño se llama Rolando —dijo el conductor lentamente y señalando mientras los nombraba.
 
Hans reparó en que había tumbado un niño en el asiento de atrás y sintió que no tenía todos sus sentidos con él. La mujer era guapa, aunque su cara reflejaba puro terror. En el cuello le colgaba un precioso cocodrilo dorado y lo señaló con el dedo.
 
Sin pensárselo dos veces la mujer se lo quitó y se lo entregó.
 
Hans lo puso sobre la venda impregnada en sangre y cerró el puño. Se dio la vuelta y con un movimiento de brazo les indicó que continuasen.
 
Chiara posó su mano aún temblorosa sobre la pierna de Fabrizio y él la envolvió con la suya.
 
—Gracias Eva. Tu desprecio nos ha salvado —dijo Chiara y se giró, observando como las montañas se cerraban detrás de ellos.



Si todavía no lo has hecho, te aconsejo encarecidamente que leas la primera y la segunda parte de este relato. Aunque no es imprescindible, sí que es muy recomendable. Las encontrarás en:


~ÚLTIMAS DECISIONES - Parte 1 - LA CARTA~

~ÚLTIMAS DECISIONES - Parte 2 - LA MUDANZA~


Curiosidades del relato:


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Comentarios

  1. Imponente! Cómo viaje con está historia. Contaste un sin fin de cosas en tan poco tiempo. No sé cómo lo hacés, pero me encanta!

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    1. ¡Guau! Es genial que te haya transportado de esa manera. Siempre intento ponerme en la situación de mis personajes, captando lo que tienen a su alrededor. Los escucho y ellos me hablan, no hay mucho más. Aunque creo que realmente lo consigo alimentándome de vuestros comentarios. Me dan todo el ánimo que necesito para seguir escribiendo.

      Muchas gracias por seguirme. Un fuerte abrazo 🫂.

      R. Budia

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  2. Me gustó bastante el relato, enhorabuena.

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    Respuestas
    1. Muchas gracias Juan por tus palabras. Preparando ya el relato se esta semana.

      Un fuerte abrazo.
      R. Budia

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