—Es el hijo de John Wesley Hardin —Se atrevió a decir alguien por encima de la muchedumbre.
El silencio en el establecimiento fue absoluto segundos después. Adam Hardin llamó la atención del camarero levantando su mentón, y el trabajador se acercó de inmediato.
—Vino de cactus, por favor —dijo alargando una moneda sobre la barra.
—En seguida, señor. —Tomó uno de los vasos y lo puso junto a la moneda.
El camarero sirvió un vaso de vino y recogió la moneda casi al mismo tiempo. Cerró la botella y se agachó para dejarla en su sitio. Cuando se levantó, el viajero ya bajaba el vaso vacío, y lo posó después sobre la madera de roble, sin prisa.
—Disculpe la pregunta, pero ¿es usted Adam Hardin? —Parece que lo sabe todo el pueblo menos usted.
—Bueno… Era una simple pregunta de cortesía. Verá, me preguntaba… No sé cómo decirlo —Trató de decirse para sí mismo sin conseguirlo—. Quería saber, si tal vez, es cierto lo que comentan de su padre.
—¿Qué parte? Sobre mi padre se han perdido muchas horas de charla, pero hay poca verdad entre tantas palabras.
—Vaya, lo siento si es así. Me refería a lo que cuenta la gente sobre los robos.
El viajero dio un suave empujón al vaso con el dorso de la mano, acercándolo al cantinero, quien recogió la botella de la estantería y lo volvió a llenar. Hardin pagó otra moneda y bebió con calma, aunque en esta ocasión el camarero dejó la botella más cerca.
—Quería decir con la pregunta anterior —prosiguió sin comprender que el viajero no deseaba hablar más sobre el tema—, si es verdad que… ¡Vamos, por el amor de Dios! Dicen que su padre mató a más de cien personas antes de que acabaran con él. Se cuenta que es el mejor y más rápido pistolero que ha habido en todos los tiempos.
—¿Eso cuentan?
—Ajá —contestó con la cara embobada. Por fin había llamado su atención.
—Dudo que hayan sido siquiera la mitad de un centenar de muertes.
—¡Lo sabía! —exclamó el cantinero golpeándose la palma de la mano con el puño de la otra—. Y no es solo eso, también dicen que John Wesley Hardin ocultó lo que había obtenido de los saqueos, y sus ganancias están ahora escondidas… ¡Por ahí! ¡Como las de los antiguos piratas! —dijo con una sonrisa de oreja a oreja que le hacía parecer más imbécil de lo que realmente era.
—No sé quién le habrá contado a usted esa sarta de mentiras. Mi padre fue unos de los peores forajidos del condado de Fannin, y posiblemente de todo el estado de Texas, pero no era un saqueador ni un ratero. Lo suyo eran los juegos de cartas. Si mi padre hubiese sido un ladrón se habría gastado el dinero de los robos jugando al póquer, eso téngalo por seguro.
—Y sabría usted decirme si…
Una mano abierta se levantó frente al rostro del cantinero y lo calló al momento.
—Si la pregunta va a ser referida a John Wesley, ahórresela. Ya he hablado lo suficiente sobre ese canalla, al que no tengo más remedio que llamarle padre. —Adam Hardin dejó caer el resto del vino por el gaznate sin saborearlo y se levantó—. ¿Sabe usted dónde puedo comer algo decente que no lleve más de tres días macerando en una marmita de moscas?
—En la posada puede comer guiso de ciervo. Lleva más tripas de conejo y de otros animales que del propio ciervo, pero la olla se vacía casi todos los días.
En agradecimiento a la información, el vaquero aflojó otra moneda y se recolocó el cinturón.
—Gracias, señor. ¿Quiere probar el whisky de la casa? Es bueno, le aseguro que no lo diluimos con aguarrás. Yo invito, por las molestias.
—No, gracias.
El viejo barbudo miró al viajero sonriendo, con los ojos abiertos de par en par y dejando entrever los pocos dientes que le quedaban.
—¡Tómeselo! ¡Es gratis! —dijo el viejo haciendo un gesto con la cabeza hacia el cantinero, que ya se disponía a servir la muestra de whisky en un pequeño vaso—. ¡Gratis!
—Vale —titubeó—, está bien. Sírvamelo.
El pequeño recipiente se llenó demasiado rápido y al retirar la botella, una gota cayó sobre la barra. El viejo que observó el descuido del cantinero lo miró frunciendo el entrecejo y pasó el dedo por la gota para luego llevárselo a la boca.
Hardin tomó el pequeño vaso y paladeó el escaso contenido antes de tragarlo. El sabor a azúcar quemada era patente, aunque no podía asegurar que la bebida no estuviera diluida. El viejo asentía una y otra vez, emitiendo un sonido que denotaba impaciencia mientras esperaba a que el viajero se pronunciase pidiendo más whisky, ya que estaba mal visto no hacerlo.
—¡Vete a beber a otro sitio! ¡Asesino! —dijo una voz desde el final de la barra.
El viejo arrugó el labio inferior y sonrió.
—No le hagas caso, hijo. No te conviene meterte con él —dijo sujetándole para que se quedase en la barra—. Atiende lo que te dice un viejo y sigue bebiendo.
—Tranquilo. —Apartó la mano del anciano—. Solo voy a hablar.
El viajero avanzó hasta el final de la barra cuidando de no realizar movimientos bruscos. Los hombres que conversaban sobre las pieles recogieron el material formando una gran bola y corrieron al exterior. Otros abandonaron sus sillas a tal velocidad, que cayeron golpeando los tablones del suelo.
El vaquero que había gritado, esperaba al viajero con sus estriadas manos sobre los revólveres. A los lados de sus pantalones colgaban unas chaparreras tan desgastadas por el uso, que casi habían desaparecido. Adam Hardin avanzó hacia él con las manos en alto y, al llegar a su altura, desplegó su abrigo dejando ver que no portaba armas.
—Lo siento si le he ofendido de algún modo señor…
—Bradley, Charlie Bradley —dijo el vaquero dándole vueltas al tabaco que mascaba.
Adam reconoció el nombre y se golpeó el ala del sombrero con el dedo. El vaquero hizo uso de una de las escupideras metálicas y examinó al viajero.
—Y usted es el hijo del malnacido que mató a mi padre —concluyó Bradley lanzándole un escupitajo marrón sobre una de las botas. Se quedó esperando a que Adam Hardin replicase, pero no hubo respuesta—. El malnacido de John Wesley, era el peor jugador al sur del río Rojo. El muy cabrón —continuó elevando el tono—, perdió contra mi padre en una partida de póquer… ¡Y se lo cargó para quitarle el dinero!
—De verdad que lo siento, señor Bradley, pero mi padre pagó con la cárcel por los crímenes que cometió.
—¿De verdad que lo siente? —repitió negando con la cabeza mientras exhalaba incrédulo y apretaba sus manos envolviendo los revólveres.
—Sí, de verdad que lo siento. Yo no soy culpable de los actos de John Wesley, y además —dijo retirándose el abrigo aún más atrás—, voy desarmado.
—No me importa que vayas desarmado, asesino. Llevas su mismo apellido, y las deudas de sangre también se heredan. Además, sé que tu padre se hizo abogado después de salir de la cárcel, pero eso no le impidió seguir siendo asesino. —Se enjugó los labios con la manga—. ¡Dadle una pistola a este pedazo de mierda!
Una vieja 38 se deslizó por la barra hasta la mano de Charlie Bradley que la recibió sujetándola por el cañón. Las manos de Hardin todavía sujetaban el abrigo abierto, a la altura de las caderas.
—Está cometiendo un error, señor Bradley. —El viajero había inclinado la cabeza lo suficiente para que el ala del sombrero tapase sus ojos y el vaquero no se percatase de que espiaba el movimiento de sus manos.
—¿Crees que puedes venir aquí, con tu ropa de ciudad, con un precioso sombrero que ni siquiera ha visto el sol y beberte nuestro whisky…? —dijo mirando a la clientela.
—¡Eso! —vocearon dos de los hombres que habían abandonado la partida de póquer y que ahora observaban la escena de pie junto a la mesa.
El viento se agitó en el exterior y una lluvia de piedrecillas se estrelló contra los cristales de la cantina. El hombrecillo del monóculo abrió las puertas de golpe y todos se le quedaron mirando excepto el viajero, que continuaba vigilando a su oponente.
—Joder —musitó Peter Garret. Avanzó por el comedor ante la atenta mirada del público y se aproximó a los dos hombres—. Señores, ¿pueden dejar la discusión para otro momento?
—¡Cállese, Garret!
El vaquero lanzó un derechazo, que con seguridad hubiese impactado en la nariz del hombrecillo de no ser por Hardin, quien detuvo el golpe de Bradley y le atizó en plenas costillas. Lo dejó rabiando, enroscado en el suelo como una serpiente a la que acabas de pisar la cola.
—Quédate ahí, Bradley. Déjale marcharse —dijo alguien cerca de él. El vaquero no alcanzaba a ver nada más que las espaldas de Hardin y Garret saliendo de la cantina. Desenfundó el arma desde el suelo y apuntó cerrando un ojo.
—¡Hardin! ¡Date la vuelta maldito cobarde! ¡Te mataré por la espalda igual que mataron a tu padre si no te giras! Pero el viajero salió del bar sin ni siquiera mirar de reojo.
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La cama era más blanda de lo que esperaba, lo que le permitió descansar holgadamente después del largo recorrido. El guiso de ciervo no le obligó a levantarse en mitad de la noche, bajarse los pantalones hasta los tobillos y rezar para que no se le manchasen las ropas, porque todo eso pasó justo antes de irse a dormir.
Por la mañana solo tomó un poco de café en la posada, porque sus nalgas tenían miedo de abrirse de nuevo antes de asistir a la cita que tenía con Garret en el banco.
Observó la hora mientras empujaba el último sorbo y comprobó que todavía tenía tiempo para visitar la propiedad si se daba prisa. El posadero ofreció unas galletas aunque Hardin las rechazó amablemente, tenían pinta de estar bastante resecas y le rugían los intestinos.
—Disculpe, ¿sabe usted quién me puede alquilar un caballo a buen precio?
—Hable con Bill, al lado de la oficina del telégrafo.
—Gracias —dijo Hardin levantándose con prisa, un nuevo retortijón le había puesto en sobreaviso.
—Perdone que me entrometa, pero el hombre con el que tuvo la discusión ayer, Bradley, no es mal tipo. Es muy trabajador, y uno de los hombres más duros que hay en Bonham. No se lo tenga en cuenta.
—Tranquilo —dijo Hardin apretándose la barriga—. Por mi parte no va a tener ningún problema.
—Le veo mala cara. Déjeme que le ofrezca algo. ¡Kate! ¡Pon un poco de tu té en un frasco para el señor Hardin! —dijo gritando hacia la cocina—. Mi mujer lo prepara con hierbas medicinales del desierto. El guiso de ciervo en ocasiones es bastante pesado, le sentará bien beberlo.
—Gracias, lo tomaré sin duda.
El viajero cruzó la calle dando pequeños sorbos del líquido que le habían preparado mientras caminaba al encuentro del tal Bill. El hombre era bastante simpático, y no le costó conseguir un caballo indio a buen precio. El brebaje de hierbas estaba empezando a hacerle efecto, sin embargo prefirió esperar hasta después de la reunión con Garret para montarlo. Puede que media hora de saltos no fuera la mejor medicina para un estómago revuelto. La reunión con Garret fue sobre ruedas. El banquero había expuesto los términos de la venta y dado que las dos partes estaban conformes, el acuerdo no tardó en cerrarse con un apretón de manos previo a la firma de los documentos.
—Solo una cuestión —anunció el viajero mientras sujetaba la pluma en el aire, posponiendo así la rúbrica por unos instantes—. Me gustaría visitar la granja antes de marcharme y, si fuera posible, llevarme algunos recuerdos conmigo.
—No hay problema —dijo Garret—. Solo nos interesa la ubicación de los terrenos, y con toda seguridad la casa será derribada. Sin querer ser grosero, pero sus abuelos no invirtieron mucho dinero en la propiedad, y lo cierto es que se encuentra en muy mal estado. Por mí puede llevarse cuanto quiera.
—El dinero lo tendrá dentro de quince días en el banco que ha designado —dijo el banquero estirándose los largos bigotes—. Por lo que respecta al banco de Bonham, hemos terminado.
El viajero asintió, firmó y levantándose, estrechó de nuevo la mano de Garret y del banquero.
—Buenos días, caballeros —dijo Adam Hardin despidiéndose de ellos.
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—Un vaso de whisky para mí y otro para el viejo Bob. —Pidió Charlie Bradley al camarero sin premura. Se apoyó con los codos de espaldas a la barra, cuidando no perder de vista la puerta del banco y se hurgó los dientes con un palillo.
—Gracias hijo —dijo Bob.
—Hoy estoy de celebración.
Tan pronto el alcohol colmó el vaso, Bob se lo empujó hasta el fondo de un solo trago y lo devolvió a la barra con un sonoro golpe.
—Yo de ti, lo dejaría pasar.
La actitud de Charlie Bradley cambió por completo, ya que sabía a la perfección de lo que estaba hablando, pero se negaba a escuchar.
—No sé de qué hablas, viejo. Tómate otro y cállate esa bocaza.
El camarero escuchó el ofrecimiento y se abalanzó a servir un nuevo trago, ya que para él significaría otra reluciente moneda. Tras esto, permaneció atento a la conversación, con la botella preparada en la mano. Con un poco de suerte hasta le pedirían que la dejase allí, por si acaso.
—Digo, que no te conviene enfrentarte con ese Adam Hardin. —El hombre se llevó la mano hacia la peluda barba que amarilleaba alrededor de la boca y se la frotó—. No lo sé. Ese hombre… No me da muy buena espina, y cuando tú te alteras eres peor que mi vieja mula.
—¡Qué te calles de una vez! —dijo tan alterado que la vena de su cuello se había inflamado como un lazo de atrapar el ganado. Aprisionó la botella entre los dedos y el camarero sonrió, hasta que se percató de que se había amorrado y la estaba vaciando poco a poco.
—¡Eh! ¡Eso tendrás que pagarlo!
El vaquero le entregó tres monedas sin bajar la botella y, cuando se vació, la lanzó contra el suelo. El recipiente salió rodando hacia una esquina del local sin llegar a romperse, lo que hizo que el viejo rompiera a reír con una risa aguda y exagerada que le causó un acceso de tos. El cantinero golpeó al viejo Bob en la espalda en repetidas ocasiones hasta que recuperó el aliento y continuó con la risita, ahora más comedida y pausada. Recogió la monedas que Bradley le había pagado y pensó que por un poco de alcohol mezclado con aguarrás, tabaco de mascar y azúcar quemada, era bastante ganancia.
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Se protegió la cara con las grandes solapas de su abrigo, y lo cerró hasta el cuello, pero al escuchar que alguien gritaba su nombre lo volvió a abrir. Se pasó las manos por el cinturón, desde delante hasta atrás, y por un momento, Peter Garret, que todavía se encontraba sentado, pudo observar un destello metálico debajo de los ropajes del viajero que le hizo temerse lo peor. Permanecía impertérrito detrás de la puerta, recolocando su sombrero y ajustándose los guantes, ajeno a los gritos que continuaban en el exterior.
—¡Adam Hardin! —Hizo una pausa, tratando de captar algún sonido, sin embargo la calle se había quedado en absoluto silencio. Podía sentir como la excitación le mantenía alerta incluso con el alcohol que corría por sus venas. Sus dedos tamborileaban las agarraderas de los revólveres de manera impulsiva—. ¡Sal si eres un hombre digno y enfréntate conmigo en justo duelo! ¡Adam Hardin! —gritaba cada vez con más energía—. ¡Tienes una deuda de sangre! ¡Sal de una vez! ¡O yo mismo entraré a ese maldito banco y te meteré un tiro por la espalda, igual que hicieron con el ladrón de tu padre! Aunque eso me lleve a la horca —Disminuyó el tono reflexionando sobre lo último que había dicho, y continuó con su propio empoderamiento—. ¡Que todo el mundo lo sepa! Adam Hardin es un cobarde, un malna…
La boca de Charlie Bradley se quedó entornada ante la visión del viajero y no pudo completar la última palabra. Cuando cayó en la cuenta de que la tenía abierta, la cerró para tragar saliva. Los tacones de las botas resonaban sobre la marquesina del banco, y Hardin le observaba de reojo. Se obligó a no pensar en las palabras que le había espetado el viejo Bob, sin buen resultado. El viajero bajó los escalones, y sus pasos hicieron chisporretear la arena hasta que llegó a mitad de la calle. Realizando un rápido giro de cintura se ubicó encarado al vaquero. Adoptó su típica posición pero encorvando levemente la espalda, con el abrigo abierto y las manos escondidas tras las caderas.
Peter Garret y el banquero habían salido a la marquesina, pero tras ver situarse al viajero frente a su oponente caminaron a paso ligero hasta detrás de unos barriles. Varias ventanas de madera se cerraron dando un golpe, aunque algunos valientes todavía se asomaban impacientes, deseosos por que empezara el espectáculo.
—¡Hardin! —dijo Charlie Bradley en un grito ahogado que le hizo carraspear para aclarar su voz—. ¡Defiende tu honor! —Nuevamente no hubo respuesta—. ¡Lanzadle dos pistolas a ese hombre!
—¡No hace falta! —dijo cortante, con tono grave y elevado, sin llegar a gritar—. Mis Colt siempre vienen conmigo.
—¡Está bien! —titubeó—. ¡Cuando quieras! ¡Yo estoy listo! —Pero sabía que no lo estaba. —Yo también.
El vaquero calculó la distancia, y estimó que podría pegarle un tiro en el pecho sin mucha dificultad. Darle en la cabeza sería lo más complicado, aquel abrigo de anchas solapas le despistaba en gran medida. Tirarle al centro del torso era una apuesta segura.
El cuerpo de Bradley se tambaleaba con suavidad, tratando de encontrar el instante adecuado para embestir a Adam Hardin con sus 38, pero ese hombre parecía estar pegado al suelo. Pensó que sus manos, ocultas, podrían estar ya sujetando las pistolas, aunque supuso que tendría que trazar un gran arco hasta poder realizar los disparos. Cuando creyó notar que Hardin bajaba la mirada por un momento, Charlie Bradley desenfundó sus 38 al unísono.
Con un movimiento reconocible para los entendidos en duelos, proyectó sus armas hacia adelante, como si hubieran sido propulsadas por un resorte. Sin embargo, cuando quiso presionar los disparadores, se percató de que Adam Hardin ya le estaba apuntando con dos plateados revólveres que reflejaban la luz al igual que dos espejos y sintió que un terrible dolor se apoderaba de sus propias manos. Trató de impedir que se le cayeran los 38, pero era como si intentase sostener dos enormes y pesados yunques. En cuanto se libró de la pesada carga, comprobó que había perdido un dedo de la mano izquierda y a través de la derecha, podía ver el caballo indio de Hardin.
Cayó rendido de rodillas, esperando el tiro de gracia, pero el viajero, ahora pistolero, Adam Hardin, había hecho girar sus humeantes revólveres, y con los cañones hacia atrás los devolvía a su funda. El pistolero caminó hasta la posada, desató al caballo y con un hábil movimiento, montó y desapareció adentrándose en la llanura.
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La granja se encontraba en tan mal estado como había vaticinado Garret, tanto que le costó un buen rato encontrar el pozo. Se situaba en el patio interior, debajo de un derrumbado chamizo de paja, cañas y alambre, que menos le hubiera costado quemar que desmontar. El pistolero buscó un pilar seguro donde atar la soga, aunque no quedaban muchos. La afianzó, y se volvió a asegurar de que estaba bien sujeta antes de descolgarse. Descendió con suavidad, dejando correr la cuerda de pita entre sus botas, hasta que tocó el reseco fondo. Tras examinar los macizos ladrillos de las paredes encontró el de color rojo. Recogió una piedra del suelo y lo golpeó en repetidas ocasiones. El ladrillo se partió, pero continuaba en su sitio, de modo que utilizó el trozo para excavar alrededor. Finalmente lo extrajo e introdujo la mano en el hueco. No sabía a ciencia cierta si iba a estar allí, así que palpó en su búsqueda y se llevó una grata sorpresa.
Era un pequeño cuaderno de piel, sucio y cubierto de tierra, pero con una doble costura que denotaba cierta calidad. Era el cuaderno de un abogado. En la esquina superior izquierda rezaban las iniciales J.W.H. El pistolero soltó la cinta que sujetaba la cubierta y lo abrió para comprobar su contenido. El libro estaba escrito desde el principio hasta el final, sin dejar ni un hueco para los márgenes, aunque en la primera página solo había escritas dos líneas.
«Para mi hijo, Adam.
Lo intenté, pero no supe ser de otra manera.»
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