EL ACCIDENTE
—¿Puedes subir las escaleras o te ayudo?
—¿Te molesta mucho?
—Me puedo quedar a darle un repaso a la casa antes de irme.
—Anda, calla. No seas bobo. Para eso soy tu hermana. ¿Cómo te iba a dejar solo recién operado?
—Bueno. Además, para mí ha sido mucho más cómodo que te quedases en mi casa, porque de otro modo hubiera tenido que venir a recogerte todos los días para llevarte al hospital, que te hicieran las curas, volver a llevarte a tu casa y luego irme a la mía.
—Claro, hombre. Bueno, pues me voy. Dame dos besos.
—Estaré bien, María. No te preocupes.
—Te llamaré, pesada.
Miguel subió los escalones con cuidado de no tropezar y entró en la casa.
—¡Mamá! —dijo la niña mirando todavía por la ventana de la habitación de sus padres—. Papá está abajo con la tía. ¡Ha vuelto a casa!
—Mamá, mira qué brecha tiene en la cabeza. ¡Le han dejado medio calvo!
—Mamá, ¿te puedo preguntar una cosa?
—Ya sé que lo han operado y todo eso, pero ¿papá está curado del todo o se va a morir?
—Es que…
—Pues, no lo sé. Parecía que estaba muy mal cuando lo subieron en la ambulancia. No me gustó nada ver que se iba él solo al hospital. Yo siempre me asusto cuando me quedo sola. ¿Tú no te asustas, mamá?
—Y cuando dijiste que no podíamos ir con él, que teníamos que quedarnos en casa y confiar en que se recuperase…
—Pues que yo… Cuando lo vi atrapado dentro del coche, yo… Por un momento deseé que se muriera y dejara de sufrir.
—Sí, es verdad. Vamos a verle.
Miguel empujó la puerta de la entrada tan pronto como terminó de girar la llave y la manivela se le escapó de las manos. La hoja se estampó contra la pared y el golpe resonó en toda la vivienda. La cerró con suavidad y depositó las llaves en el cestillo que tenían preparado a tal efecto. Después se sacó del bolsillo las llaves de Cristina, las colocó al lado de las suyas y las acarició. Tras descalzarse entró en el comedor y se dejó caer en el sofá.
—¡Sara! —gritó con energía—. ¡Sara, Cristina! ¡Estoy en casa! —La voz potente y seca se apagó con rapidez hasta quedar casi en un sollozo—. ¿Por qué me habéis dejado solo?
Recordaba las luces de aquel camión avanzando en dirección contraria hacia ellos y a Cristina chillando el nombre de Miguel hasta en cuatro o cinco ocasiones. Eso fue lo único que su mujer fue capaz de decir antes de que aquella mole de hierro se les viniera encima. Después hubo un momento de silencio, de embotamiento de los sentidos, de incertidumbre y, seguidamente, un estruendo seco y demasiada certidumbre como para seguir consciente más tiempo.
—¿Cuánto dolor somos capaces de soportar? —Le preguntó a su hermana días después, mientras yacía maltrecho en la cama del hospital—. Porque creo que mi cuerpo ya no puede aguantar por más que apriete el botón de la morfina.
Realmente no deseaba conocer los detalles escabrosos, ni creía que María los supiera, pero lo cierto es que ella sí que lo sabía porque había tenido que acudir al depósito para confirmar que aquellas muchachas que yacían medio tapadas eran su cuñada y su sobrina.
Ahora, mientras estaba sentado en el sofá de su casa, recordaba sus preciosos rostros y se imaginó dándoles un beso, primero a Sara en la mejilla y después a Cristina en los labios. Tomó la chaqueta de su mujer que todavía descansaba en el respaldo de la silla y aspiró su aroma. Nunca volvería a verlas, esa era la verdad con la que tendría que pugnar el resto de sus días. Aunque si el de ahí arriba no había querido quitarle la vida, se le ocurrió que podría quitársela él mismo. Acabaría con ese sufrimiento que jamás le dejaría vivir en paz.
—¡Sara! ¿Estás ahí? —preguntó Miguel al aire, pero no hubo respuesta.
Sin abrir los ojos se recostó en la cama y estiró el brazo perpendicular a su cuerpo. Por un instante se sintió algo estúpido esperando a que su hijita volviera y se tumbara a su lado apoyando la cabecita en su brazo, pero sucedió. Sintió una ligera pesadez incorpórea y le acometieron unas ganas tremendas de abrazar a Sara, puesto que creía tenerla en su regazo. Sin embargo, se contuvo y recuperó vívidos pensamientos de las dos, que le indujeron una calma inestimable.
—¿Estás bien? —le preguntó Cristina.
—No llores papá. Ya estamos juntos de nuevo.
—Pero no somos un recuerdo papá, somos…
—Pero yo no… —alegó Miguel sin mucho éxito, ya que Cristina continuó hablando sin hacerle caso.
—Es muy difícil seguir adelante solo —dijo y se palpó la herida de la cabeza.
—Es verdad, papá. No estés solo, a mí nunca me ha gustado estar sola y tú no tienes por qué estarlo.
—Prométemelo, Miguel. Prométeme que seguirás adelante por nosotras.
—¿Palabra de explorador? —preguntó la niña.
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El cabello ya había empezado a cubrir la extensa calva que ostentaba Miguel y la costura de su cabeza había desaparecido dejando paso a una hilera de puntitos encostrados. El Opel de alquiler era mucho más pequeño y viejo que el Ford con el que había sufrido el accidente, pero le resultaba más que suficiente para subir por la carretera forestal hasta casi la cima de la montaña que tanto gustaba a Sara. Dejó el vehículo en un ensanche y se apeó. Con una leve cojera crónica, recorrió los primeros metros de la senda que llevaba a la catarata de los besos, como ellos la llamaban, y pudo escuchar el susurro de la cascada a lo lejos.
Miguel, todavía maltrecho como para completar la ruta, decidió descansar sobre un recién talado tronco que hacía de barrera para que los desprendimientos no borrasen el camino. Pretendía alcanzar la ruidosa catarata, puesto que esa sería la última vez que subiría hasta allí, pero se encontraba extenuado y le resultó imposible continuar. De modo que se conformó con escuchar el ronroneo del agua en la distancia y regresó al coche.
—Esperadme chicas. Papá está llegando… —dijo con el labio tembloroso y enfiló la larga recta acelerando a fondo en busca del acantilado que había tras la siguiente curva.
Por delante del coche cruzaron volando una pareja de chovas con sus picos rojizos y Miguel sintió que le faltaba la respiración.
—Eran ellas. ¡Oh señor! ¡Me pidieron que siguiera adelante y les voy a fallar!
Escuchó un revoloteo detrás de él. Las dos esbeltas chovas habían aterrizado levantando un poco de polvo que se posó rápidamente. La más grande de ellas graznaba mientras movía la cabeza como queriendo preguntarle algo.
—Lo siento —repitió más calmado—. Podéis marcharos. Estaré bien.
El pájaro pequeño graznó una sola vez y el mayor hizo lo propio.
Con un veloz aleteo las dos chovas ascendieron por la montaña perdiéndose entre los árboles y Miguel pensó, sin equivocarse, que tal vez se dirigían a la catarata de los besos para espiar a los enamorados y reírse de alguna que otra caída tonta.
Muy bien combinada la realidad con la presencia que percibe el protagonista . La conclusión muy acertada. Seguro que los seres queridos que hemos perdido nos desean felicidad y nos transmiten su fuerza. Me ha gustado mucho.
ResponderEliminarPor desgracia siempre tenemos a alguien que ha tenido que marcharse demasiado rápido. Nadie sabe lo que hay al otro lado, pero de seguro que si lo hay, ellos estarán cuidando de nosotros.👨👩👧👦
EliminarUn abrazo y gracias por tu comentario.
R. Budia
Víctor que realidad le das a tus relatos sobre todo cuando plasmas el intento del protagonista de acabar con todo la presencia de sus seres queridos . Relato fantástico yobtb creo que nuestros seres queridos se quedan a nuestro lado para protegernos lo dicho fantástico
ResponderEliminarTodos tenemos esa esperanza. Tal vez no haya ninguna puerta que cruzar, ninguna luz al final del camino, pero para los que nos quedamos nos da la fuerza necesaria para seguir adelante. 💪🏻
Eliminar¿Era la imaginación del protagonista jugándole una mala/buena pasada? Lo único importante para él es que ahora puede seguir viviendo, y aunque no sea verdad, esa era su verdad.🙂
Un fuerte abrazo y gracias por leerme cada semana.
R. Budia
Gracias a ti por hacernos soñar un poco cada semana es un poco de aire fresco
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