EL ACCIDENTE

—¿Puedes subir las escaleras o te ayudo?

—Puedo, puedo —dijo Miguel sujetándose la herida de la cabeza.

—¿Te molesta mucho?

—No. Pero desde que me quitaron los puntos noto un picor que en ocasiones se vuelve algo doloroso.

—Me puedo quedar a darle un repaso a la casa antes de irme.

—No te preocupes. Ya has hecho suficiente por mí al permitir que me quedase en tu casa durante tantas semanas.

—Anda, calla. No seas bobo. Para eso soy tu hermana. ¿Cómo te iba a dejar solo recién operado?

—Nunca me quedo solo en casa. Cristina y Sara siempre están conmigo.

—Bueno. Además, para mí ha sido mucho más cómodo que te quedases en mi casa, porque de otro modo hubiera tenido que venir a recogerte todos los días para llevarte al hospital, que te hicieran las curas, volver a llevarte a tu casa y luego irme a la mía.

—María, si no te importa voy a entrar. Me cansa mucho estar tanto tiempo de pie.

—Claro, hombre. Bueno, pues me voy. Dame dos besos.

Los hermanos se besaron y después se dieron un prolongado abrazo. Tras soltarse, sus ojos se encontraron a pocos centímetros.

—Estaré bien, María. No te preocupes.

—No. No lo estarás y lo sabes. Si necesitas algo, llámame. De verdad.

—Te llamaré, pesada.

—Bobo.

Miguel subió los escalones con cuidado de no tropezar y entró en la casa.

—¡Mamá! —dijo la niña mirando todavía por la ventana de la habitación de sus padres—. Papá está abajo con la tía. ¡Ha vuelto a casa!

—¡Estupendo! —La madre se acercó a la niña y observó la escena que se desarrollaba en la calle—. Vamos abajo para recibirlo.

—Mamá, mira qué brecha tiene en la cabeza. ¡Le han dejado medio calvo!

—Pobrecito. No quiero ni pensar lo mal que lo habrá pasado con tantas operaciones.

—Mamá, ¿te puedo preguntar una cosa?

—Dime hija.

—Ya sé que lo han operado y todo eso, pero ¿papá está curado del todo o se va a morir?

—No lo sé, cariño —dijo mientras le recogía su pelo castaño por detrás de la oreja—. Tenemos que confiar en que se va a poner bien.

—Es que…

—¿Qué pasa? —La niña negó con la cabeza—. Venga, dime lo que piensas. No te quedes callada.

—Pues, no lo sé. Parecía que estaba muy mal cuando lo subieron en la ambulancia. No me gustó nada ver que se iba él solo al hospital. Yo siempre me asusto cuando me quedo sola. ¿Tú no te asustas, mamá?

—A veces sí, cariño.

—Y cuando dijiste que no podíamos ir con él, que teníamos que quedarnos en casa y confiar en que se recuperase…

—¿Qué pasa? Vamos, dime.

—Pues que yo… Cuando lo vi atrapado dentro del coche, yo… Por un momento deseé que se muriera y dejara de sufrir.

—¡Anda, anda! No digas tonterías, Sara. Vamos para abajo que papá ya ha entrado en casa y nos echará de menos.

—Sí, es verdad. Vamos a verle.

Miguel empujó la puerta de la entrada tan pronto como terminó de girar la llave y la manivela se le escapó de las manos. La hoja se estampó contra la pared y el golpe resonó en toda la vivienda. La cerró con suavidad y depositó las llaves en el cestillo que tenían preparado a tal efecto. Después se sacó del bolsillo las llaves de Cristina, las colocó al lado de las suyas y las acarició. Tras descalzarse entró en el comedor y se dejó caer en el sofá.

En ese momento fue cuando la tristeza le alcanzó de lleno. Después de la última operación se había obligado a concentrarse en la rehabilitación y ahora que por fin estaba en casa, era imposible negar la evidencia.

—¡Sara! —gritó con energía—. ¡Sara, Cristina! ¡Estoy en casa! —La voz potente y seca se apagó con rapidez hasta quedar casi en un sollozo—. ¿Por qué me habéis dejado solo?

No le costó mucho encontrar la pena en su interior y los recuerdos le golpearon como un torrente de agua helada.

Recordaba las luces de aquel camión avanzando en dirección contraria hacia ellos y a Cristina chillando el nombre de Miguel hasta en cuatro o cinco ocasiones. Eso fue lo único que su mujer fue capaz de decir antes de que aquella mole de hierro se les viniera encima. Después hubo un momento de silencio, de embotamiento de los sentidos, de incertidumbre y, seguidamente, un estruendo seco y demasiada certidumbre como para seguir consciente más tiempo.

—¿Cuánto dolor somos capaces de soportar? —Le preguntó a su hermana días después, mientras yacía maltrecho en la cama del hospital—. Porque creo que mi cuerpo ya no puede aguantar por más que apriete el botón de la morfina.

Pero aguantó aquel terrible dolor y mucho más. Después preguntó a María sobre el estado de Cristina y Sara. Cuando su hermana negó con la cabeza y rompió a llorar ante la pregunta, Miguel confirmó lo que en cierto modo ya sabía. Tras aquel mal trago, no se sintió con fuerzas de volver a preguntarle qué había pasado y por qué habían muerto.

Realmente no deseaba conocer los detalles escabrosos, ni creía que María los supiera, pero lo cierto es que ella sí que lo sabía porque había tenido que acudir al depósito para confirmar que aquellas muchachas que yacían medio tapadas eran su cuñada y su sobrina.

Miguel sufrió el accidente y las consiguientes lesiones, pero, por suerte, no tuvo que ver los cuerpos de sus dos amadas hechos jirones de carne maltrecha, seccionada y retorcida. Tampoco vio sus cráneos aplastados ni sus caras desfiguradas hasta el extremo de resultar irreconocibles y cuando su hermana se lo contó con un hilo de voz, una vez se hubo recuperado del accidente, deseó haber muerto con ellas en aquel preciso instante.

Ahora, mientras estaba sentado en el sofá de su casa, recordaba sus preciosos rostros y se imaginó dándoles un beso, primero a Sara en la mejilla y después a Cristina en los labios. Tomó la chaqueta de su mujer que todavía descansaba en el respaldo de la silla y aspiró su aroma. Nunca volvería a verlas, esa era la verdad con la que tendría que pugnar el resto de sus días. Aunque si el de ahí arriba no había querido quitarle la vida, se le ocurrió que podría quitársela él mismo. Acabaría con ese sufrimiento que jamás le dejaría vivir en paz.

Hundido en su propio llanto notó una cálida caricia en su rostro y la sensación de que alguien estaba allí con él. Al principio le pareció que se había autosugestionado, pero comenzó a sonar la caja de música de Sara en la otra punta de la casa. Cuando llegó a la habitación de su hija, la manecilla del mecanismo todavía giraba y la melodía de Estrellita, ¿dónde estás?, continuó sonando varios compases antes de detenerse por completo.

—¡Sara! ¿Estás ahí? —preguntó Miguel al aire, pero no hubo respuesta.

Se sentó en la cama de su hija y cerró los ojos. La sensación de que Sara estaba junto a él era patente. Lo mismo le pasaba cuando ella se levantaba por las noches y se acercaba hasta la habitación de sus padres. Momentos antes de que la niña comenzase a decir que había tenido una pesadilla o simplemente que se estaba haciendo pis, Miguel ya había desconectado la maquinaria del sueño y su oreja se había estirado, pendiente de que Sara le despertase del todo.

Sin abrir los ojos se recostó en la cama y estiró el brazo perpendicular a su cuerpo. Por un instante se sintió algo estúpido esperando a que su hijita volviera y se tumbara a su lado apoyando la cabecita en su brazo, pero sucedió. Sintió una ligera pesadez incorpórea y le acometieron unas ganas tremendas de abrazar a Sara, puesto que creía tenerla en su regazo. Sin embargo, se contuvo y recuperó vívidos pensamientos de las dos, que le indujeron una calma inestimable.

En su sueño estaban tan preciosas como siempre. Cristina le agarraba de la mano y Sara se sentaba sobre sus piernas mientras que esbozaba una extraordinaria sonrisa imperfecta, asomando dientes arriba y abajo como las teclas de un piano. Que Sara le sonriera era el mejor regalo que podía recibir de su hija y no tenía más remedio que sonreír él también.

—¿Estás bien? —le preguntó Cristina.

—Cuando vosotras estáis conmigo nunca puedo estar mal. Los problemas se diluyen como el polvo en la lluvia —dijo con una voz que se quebró con las últimas palabras.

—No llores papá. Ya estamos juntos de nuevo.

—¿De nuevo? No sois más que un recuerdo, un dulce sueño que estoy teniendo, y cuando despierte y compruebe que no estáis aquí será todavía peor, porque nunca voy a poder seguir adelante con este dolor que me consume por dentro.

—Pero no somos un recuerdo papá, somos…

—Tienes razón —dijo Cristina interrumpiendo a Sara—. Somos un recuerdo. Pero aunque tú no puedas vernos siempre estaremos contigo, cuidándote. Te ayudaremos en los momentos más difíciles. Nos podrás reconocer en una brisa de aire fresco, en el grácil vuelo de una pareja de aves o, tal vez, en los dulces aromas de un jardín y te acordarás de esos buenos momentos que pasamos juntos. Recordarás esas largas excursiones a la montaña, esas tardes de juegos y tantas y tantas veces que has disfrutado de nuestra compañía.

—Pero yo no… —alegó Miguel sin mucho éxito, ya que Cristina continuó hablando sin hacerle caso.

—Lucharás por nosotras y vivirás tu vida al máximo, porque nosotras no podemos hacerlo y nos gustaría que tú fueras feliz. Si tú eres feliz, nosotras podremos descansar en paz y dentro de muchos, muchos años nos volveremos a encontrar. Tenlo por seguro.

—Es muy difícil seguir adelante solo —dijo y se palpó la herida de la cabeza.

—Pues no estés solo.

—Es verdad, papá. No estés solo, a mí nunca me ha gustado estar sola y tú no tienes por qué estarlo.

—¿Esto está pasando de verdad? —Se frotaba la herida con fuerza, pero no sentía ningún dolor.

—Prométemelo, Miguel. Prométeme que seguirás adelante por nosotras.

—Prometo que lo intentaré.

—¿Palabra de explorador? —preguntó la niña.

—Palabra de explorador —contestó Miguel en voz alta y se dio cuenta de que hablaba solo, tumbado en la cama con el brazo extendido.

El cabello ya había empezado a cubrir la extensa calva que ostentaba Miguel y la costura de su cabeza había desaparecido dejando paso a una hilera de puntitos encostrados. El Opel de alquiler era mucho más pequeño y viejo que el Ford con el que había sufrido el accidente, pero le resultaba más que suficiente para subir por la carretera forestal hasta casi la cima de la montaña que tanto gustaba a Sara. Dejó el vehículo en un ensanche y se apeó. Con una leve cojera crónica, recorrió los primeros metros de la senda que llevaba a la catarata de los besos, como ellos la llamaban, y pudo escuchar el susurro de la cascada a lo lejos.

Justo delante del salto de agua emergían dos rocas que los enamorados utilizaban para hacerse fotos cogidos de la mano o, para los más atrevidos, dándose un beso desafiando la gravedad y la resbaladiza roca. Solían almorzar pasado un grupo de alcornoques, desde donde podían observar como algunos insensatos caían a las heladas aguas por una foto.

Miguel, todavía maltrecho como para completar la ruta, decidió descansar sobre un recién talado tronco que hacía de barrera para que los desprendimientos no borrasen el camino. Pretendía alcanzar la ruidosa catarata, puesto que esa sería la última vez que subiría hasta allí, pero se encontraba extenuado y le resultó imposible continuar. De modo que se conformó con escuchar el ronroneo del agua en la distancia y regresó al coche.

Enfiló la bajada conduciendo a toda velocidad. En la primera curva, un par de piedras de tamaño considerable salieron despedidas al ser pellizcadas por uno de los neumáticos delanteros. Aun así, Miguel no perdió el control del vehículo. Había tomado una decisión.

—Esperadme chicas. Papá está llegando… —dijo con el labio tembloroso y enfiló la larga recta acelerando a fondo en busca del acantilado que había tras la siguiente curva.

El vehículo daba pequeños brincos y las piedras sueltas golpeaban los bajos como si fueran mazazos, pero Miguel mantuvo firme el volante con la intención de arrojarse por el precipicio.

Por delante del coche cruzaron volando una pareja de chovas con sus picos rojizos y Miguel sintió que le faltaba la respiración.

Apretó el freno con tanta fuerza que los neumáticos delanteros se bloquearon. Con las ruedas derrapando sin control, era imposible detener el vehículo antes de la curva, la cual se aproximaba demasiado deprisa.

—Eran ellas. ¡Oh señor! ¡Me pidieron que siguiera adelante y les voy a fallar!

El volante comenzó a dar bandazos y una de las ruedas estalló. El barato neumático saltó deshilachado y la llanta metálica se clavó en el suelo. La curva se acercaba más despacio y Miguel detuvo el vehículo dando un volantazo que lo orilló en la cuneta.
Todavía conmocionado, salió casi arrastrándose, cruzó la carretera y se asomó al borde del acantilado. El lejano fondo del barranco le causó vértigo y se alegró de no haber saltado al vacío con el vehículo.

Escuchó un revoloteo detrás de él. Las dos esbeltas chovas habían aterrizado levantando un poco de polvo que se posó rápidamente. La más grande de ellas graznaba mientras movía la cabeza como queriendo preguntarle algo.

—No lo haré más. ¡Lo siento! ¡Lo siento tanto! —Y comenzó a llorar desconsolado.
Los pájaros se acercaron dando pequeños saltos y Miguel recuperó la compostura.

—Lo siento —repitió más calmado—. Podéis marcharos. Estaré bien.

El pájaro pequeño graznó una sola vez y el mayor hizo lo propio.

—¡Esta vez lo digo de verdad! Estaré bien, palabra de explorador —dijo llevándose la mano derecha al pecho.

Con un veloz aleteo las dos chovas ascendieron por la montaña perdiéndose entre los árboles y Miguel pensó, sin equivocarse, que tal vez se dirigían a la catarata de los besos para espiar a los enamorados y reírse de alguna que otra caída tonta.




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Comentarios

  1. Muy bien combinada la realidad con la presencia que percibe el protagonista . La conclusión muy acertada. Seguro que los seres queridos que hemos perdido nos desean felicidad y nos transmiten su fuerza. Me ha gustado mucho.

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    1. Por desgracia siempre tenemos a alguien que ha tenido que marcharse demasiado rápido. Nadie sabe lo que hay al otro lado, pero de seguro que si lo hay, ellos estarán cuidando de nosotros.👨‍👩‍👧‍👦

      Un abrazo y gracias por tu comentario.

      R. Budia

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  2. Víctor que realidad le das a tus relatos sobre todo cuando plasmas el intento del protagonista de acabar con todo la presencia de sus seres queridos . Relato fantástico yobtb creo que nuestros seres queridos se quedan a nuestro lado para protegernos lo dicho fantástico

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    Respuestas
    1. Todos tenemos esa esperanza. Tal vez no haya ninguna puerta que cruzar, ninguna luz al final del camino, pero para los que nos quedamos nos da la fuerza necesaria para seguir adelante. 💪🏻

      ¿Era la imaginación del protagonista jugándole una mala/buena pasada? Lo único importante para él es que ahora puede seguir viviendo, y aunque no sea verdad, esa era su verdad.🙂

      Un fuerte abrazo y gracias por leerme cada semana.

      R. Budia

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  3. Gracias a ti por hacernos soñar un poco cada semana es un poco de aire fresco

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