EL JOVEN Y EL MAR

Tomó el canto más plano que encontró, lo posó sobre el dedo anular, rodeándolo con el índice, y amartilló el brazo. Tras un fuerte empujón la piedra salió rebotando sobre el mar en calma hasta que perdió potencia y se hundió casi a la altura donde se reflejaba el sol vespertino.

—¡Hala, qué lejos ha llegado esa! —dijo el niño—. ¿Cómo lo haces?

—Pues con práctica. Es importante encontrar una piedra que sea plana, después tienes que lanzarla con fuerza para que vaya paralela al agua y que rebote lo máximo posible.

A mitad de la explicación, el niño ya se había dado la vuelta y cogía una roca que casi no podía ni levantar. La elevó empleando ambos brazos y, apoyada en su pecho, se acercó un poco al borde.

—Me gusta más salpicar. —Lanzó la roca con tan poca energía que cayó sobre las otras piedras y rodó hasta la orilla.

—¡Pero Hugo, hijo! ¿No ves que así te puedes hacer daño? Además, hay animalitos entre las rocas y puedes aplastarlos.

El padre se aproximó a su hijo y le explicó cómo colocar los dedos para realizar buenos lanzamientos. Hugo había entendido que tendría que lanzar con fuerza a ras de la superficie, por lo que comenzó a buscar piedras planas para practicar. Cuando el niño consiguió que un guijarro rebotara dos veces se puso a dar saltos y grititos de alegría, puesto que para él aquello era todo un éxito.

—¡Lo he hecho, lo he hecho papá! Soy un crack.

—Sí que lo eres, sí —contestó el padre alborotándole el pelo.

—¿A ti también te enseñó tu padre a lanzar piedras?

Se detuvo a pensar antes de darle una contestación al niño. Le hubiera gustado explicarle que su abuelo no disponía de tanto tiempo. El hombre siempre se marchaba a pescar demasiado temprano, cuando el sol todavía no había salido. Él se escabullía por la ventana de su habitación, mientras su madre aún dormía, y cruzaba el campo de vid de don Joaquín para subir por el camino del acantilado. Allí, se sentaba en el borde y veía cómo los barcos salían a faenar. En realidad solo se divisaba una hilera de luces sobre el horizonte y, como mucho, en los días de luna llena, se intuían las siluetas de las embarcaciones, pero él sabía que su padre siempre partía el último. «Así estaremos más tiempo juntos», decía siempre Mario, el abuelo de Hugo. Sin embargo él sentía que su padre se alejaba conforme cerraba la puerta de casa. Había días que regresaba a las seis o a las siete de la tarde, haciendo jornadas de trece y catorce horas en el mar y él, según salía del colegio, se iba a una cala cerca del puerto, donde le esperaba lanzando piedras al agua.

El pescador pasaba por la cala casi arrastrando su alma, abrazaba a su hijo y juntos regresaban a casa sin entretenerse demasiado.

En primavera o durante las largas tardes de verano hasta pasaban algo de tiempo jugando, pero no así en invierno. En invierno le dolían demasiado las manos.

Le hubiera gustado contarle todo aquello a Hugo, pero sabía que después las preguntas se sucederían y al final tendría que explicarle que una tarde su padre no volvió. Posiblemente no tendría que revelarle que él volvía al acantilado de vez en cuando, ni que, en una ocasión, se le pasó por la cabeza saltar al vacío, pero de seguro que él lo recordaría y le sería difícil ocultar su pena.

—Sí, supongo que sí. En cierto modo, mi padre también me enseñó a hacer la rana. —Tragó saliva tratando de refrescar la garganta reseca sin mucho éxito.

—Él se llamaba Mario, igual que tú ¿no?

—Sí, se llama Mario.

—¿Y por qué yo solo tengo un abuelo si Adrián tiene dos?

—Tú tienes dos abuelos. Mi padre es tu abuelo también. —Tomó un guijarro y lo lanzó con desgana—. Aunque ya no esté vivo sigue siendo tu abuelo. Igual que el papá de mamá también lo es. —Arrugó el morro y se preparó para la temida pregunta.

—¿Y por qué se murió?

Ahí estaba. Echó un vistazo al reloj y oteó el horizonte. El sol ya se estaba ocultando en el agua, tiñendo el cielo y todo lo que les rodeaba de una calidez anaranjada.

—Es tarde Hugo. Otro día te lo cuento, ¿vale?

—Vale, papá. —El niño observó que las lágrimas se amontonaban en los ojos de su padre y, a pesar de su corta edad, comprendió que no era el momento—. ¿Nos vamos? —El padre asintió—. ¿Podremos jugar a serpientes y escaleras después de ducharme?

—Hasta que me sangren los dedos de tanto lanzar el dado —dijo el padre y ambos rieron.





Curiosidades sobre el relato:

Cabrillas​ (también conocido como epostracismo,​ hacer patito, hacer la rana, hacer sapito o la chata) es un pasatiempo practicado al menos desde tiempos de la Antigua Grecia, pues Homero escribió sobre él, y cuyo objetivo es lanzar un guijarro contra la superficie del agua de forma que rebote una o más veces. Hay competiciones en las que gana el que más rebotes consigue antes de que el canto se sumerja. Según el Libro Guinness de los récords el récord mundial es de 88 rebotes, conseguido por el estadounidense Kurt Steiner en 2013.

Leer artículo completo: Wikipedia - Cabrillas


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Comentarios

  1. Muy bonito Víctor! Entrañable

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    1. ¡Muchas gracias! Me alegro de que te haya emocionado.

      Por cierto, he descubierto por qué a algunos/as de vosotros/as no os sale vuestro nombre en los comentarios, y en cambio os muestra como "unknown", o lo que es lo mismo "desconocido". Tenéis que hacer clic en la casilla de "Compartir perfil" que encontraréis en el siguiente enlace:

      https://www.blogger.com/edit-profile.g

      Y darle al botón de abajo del todo donde pone "Guardar perfil". Solo de ese modo se mostrará vuestro nombre de usuario al hacer un comentario.

      ¡Un abrazo! 😃

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  2. Víctor acabo de leer tu relato tengo os ojos vidriosos con eso e digo todo muchas gracias por escribir tan bonito

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    1. Cuánto me alegro de haber llegado tan adentro. 😃

      Tocando el alma con la punta de los dedos, tendré cuidado de no hurgar demasiado.

      Un abrazo 😙📖💙

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  3. Otros ojos vidriosos. Son bonitas las emociones. Gracias por desatarlas

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    1. ¡Qué bueno es conectar con tanto lector apasionad@!

      Gracias a vosotr@s por estar ahí cada semana. 🤩📖💙

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