LA CORBATA

Luis Contreras dejó de recibir collejas el día que se enroscó la corbata. Siempre había sido un chaval tímido, que pasaba desapercibido entre la gente, pero no tanto entre los matones del cole. Casi todos se daban de tortas porque Sergio Barrios les eligiera en su equipo, ya que jugar con Sergio era a menudo una victoria asegurada, aunque aquello, a Luis, le traía sin cuidado.

Él sabía que no era un tío raro por leer cómics, o al menos eso le decía su madre. Sin embargo, el hecho de que siempre tuviera la cabeza metida entre libros, cuadernos y tebeos, le mantenía alejado del resto de chiquillos y no le ayudaba a socializar.

Se sentaba en la parte trasera del pabellón durante el tiempo que duraba el recreo, ajeno a las miradas inquisidoras. Lo que sí que le molestaba de verdad, era cuando volvía a la fila y tenía que vigilar su espalda para que no le vapulearan uno tras otro mientras entraban en clase.

Una mañana su madre, le pilló garabateando en el margen del libro de historia.

—¿Qué haces Luis? ¿Por qué pintarrajeas los libros? ¿No sabes que cuestan una fortuna?

—Dibujar me relaja mamá, y además me ayuda a entender mejor las cosas, es solo eso, pero ya los borro.

—Espera —dijo su madre y casi tuvo que dar un tirón del libro para arrebatárselo de las manos—. Esto… Esto está muy bien…

—Vale, sí. ¿Me lo devuelves, mamá?

La madre no le hizo caso. Continuó observando los márgenes, dónde había escenificado una especie de pirámide y dos ríos que discurrían uno por cada lado de la hoja. En la ribera se podían observar diferentes tipos de estructuras y de técnicas de cultivo, con labriegos dibujados al máximo detalle.

—Esta pirámide…

—Zigurat, mamá.

—Bueno, lo que sea. ¡Es preciosa! —Luis se encogió de hombros y no se sonrojó porque era consciente de que su madre no podía hacer otra cosa que no fuera alagarle—. ¿Por qué no te presentas al concurso de dibujo que hace el ayuntamiento todos los años?

—Creo que no es una buena idea. —Observó sus propias ilustraciones. Una de las construcciones se había emborronado, posiblemente por la humedad de las manos de su madre, así que volvió a repasar el edificio con lápiz y prosiguió sombreando al hombre que mantenía eternamente el legón en alto.

—Pues yo creo que sí que es buena idea —insistió—. ¿Te gustaría para tu cumpleaños un maniquí de esos de madera que usan los pintores y una caja de pinturas, óleos o como se llamen?

—Me gusta pintar con el lápiz.

—Pues de lápices entonces. Compraré de todos los tipos que tengan en la papelería, y papeles gruesos para dibujar. ¡Muchos papeles! ¿Qué me dices?

—Bueno —dijo intentando no parecer muy convencido, mientras esbozaba media sonrisa de satisfacción.


Le parecía imposible haber llegado hasta allí por sus propios méritos, además resultaba increíble comprobar cómo sus compañeros le aplaudían cuando estaba recogiendo el premio. «Ponte la corbata de tu padre, que te dará suerte», le había dicho su madre, y vaya si se la había dado. Los golpecitos que recibía en su espalda al bajar del escenario, nada tenían que ver con las manotadas que había recibido hasta ese día y, por si fuera poco, los comentarios sobre lo bien que le quedaba la corbata se sucedían. Ese trozo de tela negra con ribetes dorados que se había colgado alrededor del cuello se había convertido en su mejor amuleto.


Seis meses después de la gala, Luis todavía lucía su increíble amuleto. La vida le había cambiado sobremanera. Ahora, además de pasar horas inmerso en la lectura de cómics, desgastando la punta de los lápices en los gruesos papeles de dibujo, e incluso atreviéndose a intentar domar la escritura, también acudía a fiestas de estudiantes y hasta había una chica que se mostraba más simpática con él que con el resto de muchachos.

A sus amigos les resultaba gracioso verle a todas horas con la corbata, independientemente de la ropa que llevase, pero no les parecía nada más raro que el propio muchacho y lo achacaban a lo que algunos ya denominaban como excentricidades de un artista.

Hasta su madre era incapaz de hacerle renunciar a su preciado tesoro, repleto de restos de manchas que se unían en concéntrica armonía. Como mucho, consentía quitársela cuando la suciedad incrustada no se iba con el agua de la ducha.

Luis era un chaval bastante curioso, por ese motivo todos los días, después de ducharse, aplicaba varios minutos de secador al trozo de tela chorreante, lo que le confería ciertos abombamientos y deformaciones. Seguramente cualquier persona normal la hubiera desechado, pero Luis tenía la convicción de que si se la quitaba algo malo le podría pasar.

—Mira, Luis —le dijo su madre cuando observó que los ribetes dorados estaban deshaciéndose—, me parece que ya va siendo hora de que la cambies.

—¿De qué hablas?

—De la corbata, está hecha un…

—¡Ni hablar! ¡Ah, no, no, no! ¡Ni pensarlo! Es mi amuleto de la buena suerte, si me la quito todo se irá al garete.

—Pero, mírala —dijo levantándola por la punta—, se está deshilachando. Me parece bien que quieras ir siempre con corbata, aunque lleves camisetas de manga corta, pero la tienes hecha un asco. Tienes que cambiarla por otra. Yo creo que ya está bien, ¿no?

—He dicho que no, ¡ni se te ocurra!

—Bueno, Luis. Buscaré una parecida y lo hablamos. Algo tenemos que hacer.

—No la vas a encontrar, y si la encuentras no la pienso tirar. Si me deshago de ella algo malo va a pasar, lo presiento. Además… ¡Que no! ¡No la voy a tirar y no se hable más! —Se marchó a su dormitorio y terminó la discusión con un sonoro portazo.


El sonido de las tijeras cortando la tela en mitad de la noche causó que Mariló se estremeciera. Estiró con suavidad de la corbata maltrecha y la liberó del cuello del muchacho. Un escalofrío le recorrió la espalda, y sintió miedo por su hijo.

Sabía que era una absurda superstición, pero ¿y si casualmente le pasaba algo realmente malo? Es posible que, en ese caso, se sintiera tan culpable por haberle quitado la corbata que hasta perdiera la cabeza.

Luis se giró en la cama y se llevó la mano al cuello. Mariló inspiró emitiendo un quejido que le obligó a taparse la boca. Por suerte, había sido más inteligente que el chaval y le había colocado la corbata nueva antes de quitarle la vieja. Suspiró mientras acariciaba la tersa textura de la tela y continuó durmiendo.


La explosión del almacén de pirotecnia no la despertó porque todavía no había conseguido conciliar el sueño. Desde el momento que había cortado la vieja corbata de su marido se sentía mal, incluso había vomitado dos veces, pero la explosión ya le pareció demasiado. Descorrió las cortinas y observó el resplandor de fondo.

—¡Oh, Dios mío!

No cabía duda, era el almacén y, a pesar de estar a varios kilómetros de distancia, la iluminación producida por las grandes llamas teñía el cielo de bronce. «Las coincidencias existen», pensó, y después volvió a la cocina y sacó el harapiento trozo de tela del cubo de la basura. Se asomó con más miedo que cautela a la habitación de Luis. El muchacho seguía durmiendo aferrado a su nueva corbata y Mariló suspiró aliviaba. Si se daba prisa podría deshacer el entuerto antes de que se despertase.

Cruzó el pasillo a la carrera, aprovechando que sus pasos eran amortiguados por los gruesos calcetines que usaba para dormir, abrió el cajón del aparador y se quedó mirando dentro. Negó con la cabeza, soltó una risita nerviosa y sacó el costurero.





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