PERRA VIDA

Tiempo de lectura: 020 minutos.




 
—Buenos días, señor Hölderlin. ¿Qué tal ha dormido hoy?

El señor Friedrich Hölderlin, que hasta entonces permanecía sentado en la cama con la bata entreabierta, se incorporó y se anudó el cinto de algodón con rudeza.

—Pues he dormido francamente mal —dijo con su frente inundada de gotitas de sudor que no llegaban a deslizarse por su cara—, los ladridos de ese maldito perro me están taladrando el cerebro. Cada vez que abre la boca siento como si me trepanasen el cráneo con un serrucho oxidado. ¿No podrían hacerlo callar de alguna manera? —Una venda rodeaba su mano derecha hasta la altura de la muñeca. Es por esto por lo que, a pesar de ser diestro, se enjugó el sudor con la mano izquierda y se lo pasó por el flequillo con la intención de compactar las greñas que le colgaban sobre los ojos.

—Cuando intentamos hacerle callar se altera todavía más. El señor Autenrieth dice que es mejor dejar que ladre hasta que se canse.

—El señor Autenrieth no tiene ni la más remota idea. No me explico por qué ese tipo estirado está a cargo del servicio si no sabe hacer otra cosa que contradecirme. ¿Qué necesidad tengo yo de estar aguantando los quejidos de ese chucho asqueroso? ¿No pueden conseguir que deje de ladrar? ¡Pues sacrifíquenlo! ¿Para qué narices les pago? —Caminó hasta la ventana y trató de abrir una de las hojas, pero la manivela estaba atascada—. ¡Por el amor de Dios! Por lo menos me habrá traído el desayuno y la prensa, ¿no?

—Tiene su periódico preferido en el salón, junto con el desayuno. Le he pelado una naranja y le he separado los gajos, para que no tenga problemas con su herida.

—Gracias Sinclair, sin duda es usted el mejor sirviente que ha tenido esta casa.

Hölderlin deslió el vendaje y dejó a la luz la herida con forma semicircular. Al estirar, una costra se quedó adherida al tejido, y un hilillo amarillento se estiró sin llegar a romperse, algo que le hizo recordar a cuando una abeja le picó siendo tan solo un crío.

Solía sentarse bajo la sombra del gran avellano, sobre una piedra redondeada, y allí devoraba el sándwich de chocolate que su madre le preparaba. Una tarde, no reparó en que una abeja se refrescaba en un pequeño charco que se había formado en la roca. Al aproximar sus nalgas y apretar sus muslos descubiertos contra el animalito sintió el terrible pinchazo. Se levantó de la piedra de un salto, pero el aguijón ya se había clavado en su piel. Friedrich observó atónito, cómo el animal revoloteaba sin poder desanclarlo, girando en círculos sobre su piel. De un manotazo acabó con el sufrimiento de la abeja, la cual se soltó dejando un hilo de vísceras que la conectaba con el apéndice puntiagudo todavía hundido en la pierna.

—Señor Hölderlin, debería ir a que le curen esa herida. No tiene muy buena pinta.

—¡Bobadas! Lo que hay que hacer es acabar con ese perro sarnoso para que no vuelva a morder a nadie. Antes de escribir poesía yo me dedicaba a pintar óleos y a la escultura. ¿Lo sabía usted, Sinclair?

—Por supuesto, señor Hölderlin. Me lo ha contado cientos de veces.

—Pues una vez más no le hará daño. En múltiples ocasiones me he cortado esculpiendo mis obras de arte, al escaparse el cincel de entre mis manos o perfilando alguna escultura de madera con el escoplo. Hasta pintando un cuadro para el mismísimo Francisco II, el gran emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, me hice una pequeña herida con la virola del pincel. Por aquel entonces no tenía ni un mísero penique disponible para gastar en matasanos. ¿Y sabe cómo me curaba las heridas?

—Con aguarrás.

—¡Exacto!

—Creo que podría conseguirle un poco de aguarrás si quiere curarse usted mismo, señor Hölderlin.

—Sinclair… Veo que no se ha enterado de una mierda.

—No le entiendo, señor.

—No se esfuerce, o le saldrá un bulto en la sien de tanto pensar.


Con la mano sana le dio buena cuenta al pan de centeno y a los gajos de naranja, sin perder de vista en ningún momento al can, quien descansaba en una esquina del salón rascándose una oreja con la pata trasera.

Como si supiera que le estaban observando, clavó su mirada en Friedrich Hölderlin y retomó el cansino ladrido. El aspecto del bicho se había ido deteriorando con el paso de los días, y Friedrich estaba convencido de que hasta había envejecido prematuramente. Su largo pelo blanquecino caía agrupándose en unas rastas grasientas que le conferían una apariencia deplorable.

Con la intención de evadirse de aquella repetitiva tortura, Hölderlin se enjugó los labios con la servilleta y se dispuso a salir a la calle. Al pasar por delante del can, el animal aceleró su ladrido. Bajó varias veces la manivela de la puerta sin obtener ningún resultado, hecho que comenzó a preocuparle.

—¡Sinclair! ¡Abran la puerta! ¡Atajo de canallas! ¡Me han encerrado en mi propia mansión! ¡Déjenme salir!

Autenrieth, el responsable del servicio, se asomó al escuchar los gritos.

—¿Sucede algo señor Hölderlin?

—¿Que si sucede algo cabeza hueca? ¡Me han cerrado la maldita puerta! ¡Abra ahora mismo o le pondré de patitas en la calle! ¿Lo ha entendido?

—Me temo que no puedo hacer eso. Las normas dicen que las puertas deben permanecer cerradas, nadie del personal puede salir ni entrar hasta que el salón quede vacío, y por supuesto usted tampoco.

—¿Pero quién ha puesto esa norma estúpida?

—Siento decirle que la he puesto yo, señor Hölderlin.

—¡Maldito bastardo! ¿Y Sinclair? ¿Dónde está? Necesito hablar con él.

Mientras ambos discutían el perro continuaba con su eterno gañido. Friedrich desconocía la raza de aquel ejemplar, pero su ladrido era similar a la del San Bernardo que tuvo su tío en la casa de campo familiar, lugar donde pasaba los veranos cuando era pequeño.

—Al menos podría dejar salir al chucho para que nos deje tranquilos.

—Señor Hölderlin, por favor, vaya a la sala de lectura. Ahora le mandaré a alguien con un poco de tila para que se tranquilice.

—¿Tila? ¡Traiga algo más fuerte, hombre! —dijo alejándose mientras negaba con la cabeza.


Los amplios ventanales dejaban entrever el exterior del salón a través de los huecos de los cortinajes. Desde la biblioteca, Friedrich Hölderlin podía observar cómo los rayos de sol cruzaban el salón de manera oblicua, y tenía plena visión de la puerta de entrada, a la cual no quitaba la vista de encima.

Al observar las montañas de libros apiladas en interminables columnas polvorientas, se sintió como un extraño en su propia casa. No recordaba haber acumulado tal cantidad de libros sobre medicina o pseudociencia, puesto que lo suyo era más la literatura y la narrativa. Siempre buscaba fuentes de inspiración para sus poemas, por lo que imaginó que alguno de los sirvientes se había tomado la libertad de ampliar la colección. Tal vez fuera ese Sinclair, quien parecía siempre ensimismado, expectante de lo que tenía que decirle. Igual le daba quien los hubiera llevado allí, porque, además, no era capaz de pensar mucho tiempo en aquellos libros. El can repetía incansable aquel doble ladrido que evocaba un incesante tañido de campanas que le hacía vibrar los tímpanos a una frecuencia dolorosa.

Tomó un ejemplar llamado Teorías de la Tierra plana y arrancó una de las hojas. La partió por la mitad, redondeó sendas bolitas de papel y se taponó los oídos. Con el perro casi enmudecido, se recostó en el sillón de lectura y se durmió con una sonrisa.


—¡Ruppert! ¡Vete a tu cuarto! —gritó Autenrieth con una mezcla de asco y admiración, al observar la flexibilidad con la que el chucho se lamía las pelotas en una esquina del salón.

Friedrich, quien todavía dormitaba en la biblioteca hasta ese momento, se levantó de un respingo y tuvo que sujetarse el pecho para que su corazón no se le saliera por la boca. La puerta estaba abierta y una carreta cargada de cajas había parado justo en frente. Autenrieth azuzaba al perro con la mano para que se marchase, pero no le hizo caso y se subió a la mesa para, tras dar un par de vueltas, hacerse una bola y quedarse dormido. Hölderlin experimentó cómo su corazón se aceleraba de nuevo, en cambio, ahora era por otro motivo.

Había llegado el momento de escapar.

Esperó paciente mientras un repartidor descargaba las cajas de víveres. El hombre las metía en la casa una a una hasta que, al meter la última de ellas, entró en la cocina dejando la puerta abierta tras de sí. Friedrich cruzó el salón de puntillas, cuidando de no despertar al infernal bicho que gruñía entre sueños y se sintió libre.

—¿Quién se ha dejado la puerta abierta? —dijo alguien desde afuera.

La voz le borró la sonrisa del rostro al momento. La sombra ya atravesaba el umbral de la puerta y no podía hacer otra cosa que esconderse bajo la mesa. Pudo observar los pantalones anaranjados que la figura vestía tras la bata, y entonces supo que era Sinclair, que había regresado. Cerró la puerta de un golpe y pasó el pestillo, pero Hölderlin se percató de que no había echado la llave, lo que le hizo recobrar la esperanza. Salió de debajo de la mesa tan pronto Sinclair se ausentó del salón y corrió hacia la salida.

Todavía no había descorrido el pestillo cuando el can retomó su doble gañido, alertando de sus intenciones a los tres hombres de la cocina.

—¡Pero, Hölderlin! ¿Qué hace? ¡Apártese de la puerta! —advirtió Sinclair.

Sus posibilidades de fuga se desvanecieron como el humo de una vela que se apaga, aunque no cesó en su empeño de abrir el portón. El perro se impulsó con las patas traseras haciendo volcar la mesa y se dirigió a toda carrera hacia Friedrich, al igual que los tres hombres.


Al descorrer el pestillo la puerta se abrió con un suave tirón que la llevó hasta el tope de madera que la hizo rebotar. Friedrich detuvo su regreso con la espalda y braceó indicando al can que utilizara la vía de escape.

Si no puedo escapar, por lo menos me libraré del chucho —pensó mientras temía ser atrapado por los tres hombres antes de finalizar su cometido.

El perro cabalgaba desatado abriendo y cerrando las fauces y, en el momento que oteó la escapatoria, su cara cambió por completo. Al llegar a la altura de Friedrich, Ruppert giró bruscamente y salió de la casa como alma que lleva el diablo.

Un carruaje tirado por dos enormes caballos cruzaba la calle a todo lo que daban sus oscilantes ruedas. Al percatarse de la presencia de Ruppert, el cochero tiró de las riendas. Ante la imposibilidad de poder detener los corceles, trató de cambiar la trayectoria sin demasiada eficacia. El golpe fue mortal. El costado de Ruppert se hundió al pasarle por encima la rueda izquierda, a pesar de que su brazo estaba en medio y amortiguó parte del impacto. Rodó por la carretera, desollando su piel desnuda, dejando una buena sección de su mejilla sobre el suelo y deteniéndose al final con las piernas enroscadas.

—¡Maldito loco hijo de puta! ¡Lo ha matado! ¡Ha matado a Ruppert! ¡Oh, por Dios! —gritó Autenrieth y se giró hacia su asistente—. ¡Usted tiene la culpa! ¿Por qué narices deja que crea que es su difunto amigo Sinclair? ¡Quítele esa bata de una vez! ¡Es un enfermo!

—Lo siento… Me da pena verle así…

—¿Pena? ¡Mire a dónde nos ha llevado la pena! ¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho? —dijo elevando todavía más el tono de voz mientras zarandeaba a Friedrich Hölderlin por los hombros.

Friedrich recobró la noción de la realidad por un instante y vio al hombre que hasta entonces creía que era un perro. Su boca se abrió y quiso decir que lo sentía, que la culpabilidad había caído sobre su pecho como una bola de cañón, que ahora recordaba que ya no era el famoso poeta que solía ser años atrás y que se arrepentía de haber provocado la muerte de Ruppert, pero tan solo pudo articular una palabra.

—Yo…

Y los nubarrones volvieron a cubrir su conciencia. Vio al perro allí tirado y a Autenrieth y Sinclair tratando de reanimarlo, al tiempo que el cochero alertaba a alguien asomado a la ventana para que bajase a ayudar, y se preguntó por qué demonios armaban tanto escándalo por un perro moribundo.

—¡Sinclair! —dijo sin girarse—. Pague usted con creces al conductor del carruaje por los daños que el chucho haya podido ocasionarle. No quiero tener problemas.

Su bata se había desabrochado dejando entrever unos raídos pantalones azules, así que tomó el cinturón de tela, lo anudó con fuerza y regresó al interior de la mansión peinándose las greñas con la mano buena.




CURIOSIDADES SOBRE EL VERDADERO FRIEDRICH HÖLDERLIN:

Johann Christian Friedrich Hölderlin 1770-1843 fue un poeta lírico alemán. Su poesía acoge la tradición clásica y la funde con el nuevo romanticismo.

Al terminar estudios primarios en Denkendorf ingresó a la Universidad de Tübingen donde obtuvo el Master en Teología. En 1793 publicó sus primeros poemas con la ayuda de Friedrich von Schiller quien además fue su amigo y protector. Fue traductor de Sófocles y Píndaro y autor de una valiosa obra poética y dramática que lo convirtió en el más grande representante del romanticismo alemán.

Después de sostener un romance con la esposa de un rico banquero, Susette Gontard, inspiradora de sus "Poemas a Diotima", se radicó en Hamburgo donde produjo una parte importante de su obra, de la que se destaca su novela "Hyperión" y la colección de poemas "La esperanza".

Hasta enero de 1802, cuando obtuvo un cargo en casa del cónsul de Hamburgo en Burdeos, trabajó ininterrumpidamente en su obra poética. Al aparecer los primeros síntomas de su enfermedad mental en abril, abandonó una vez más su puesto. Sinclair le comunicó por carta que Susette Gontard había muerto el 22 de junio de 1803 en Fráncfort del Meno.​

Tras un período de gran violencia, su trastorno mental pareció remitir. Sinclair lo llevó de viaje a Ratisbona y Ulm y, a la vuelta, escribió El único y Patmos, dos de sus obras maestras. Gracias a la influencia de su amigo Sinclair, obtuvo en 1804 una plaza de bibliotecario (que el mismo Sinclair pagaba con su fortuna) en el palacio del landgrave de Hesse-Homburg.​

Como sus crisis mentales se hicieron cada vez más frecuentes (profería maldiciones como un poseso y andaba sin rumbo mientras hablaba consigo mismo), Sinclair decidió internarlo en 1806 en una clínica psiquiátrica de Tubinga. Tras cuatro días de viaje, fue recibido por Ferdinand Autenrieth (1772-1835), responsable médico de una clínica que había alcanzado fama desde su apertura por los nuevos métodos terapéuticos empleados.

Hölderlin ingresó en la clínica el 14 o 15 de septiembre de 1806 y estuvo internado 231 días con síntomas de gran agitación motriz, largos paseos sin rumbo, escasa orientación espacio-temporal, frecuentes accesos de ira y, sobre todo, una incontrolable e ininteligible verborrea, datos todos que parecen indicar una esquizofrenia catatónica.

Tras ser declarado enfermo incurable, fue puesto en mayo de 1807 al cuidado de un ebanista de la misma ciudad, Zimmer, entusiasta lector del Hiperión, quien lo acogió en su casa; la madre del poeta se hizo cargo de los gastos de manutención. Allí permaneció hasta su muerte en unas condiciones de locura pacífica que se prolongaron durante treinta y seis años.

Seguir leyendo la biografía de Hölderlin en:



Poemario de Hölderlin:


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Comentarios

  1. Q interesante Víctor 👏🏻👏🏻✍️

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    1. Gracias Mariló 💙📖💪🏻

      Cuidado con el perro 🐶😱

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  2. Como siempre una relato muy bien elaborado. La mezcla entre realidad y fantasía la tienes dominada. Pero esta vez sí he adivinado que "el perro" era humano, no como con el relato de Jonás. Aún así tus relatos siempre sorprenden.

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    1. Ja, ja, ja, ja. ¡Qué bien que lo hayas adivinado! 👏🏻

      Si lo has hecho justo en el momento que se está aseando sus concejales, objetivo cumplido. Si no, es que ya me conoces demasiado bien. 🤭

      Muchas gracias por estar ahí cada semana.

      Un abrazo enorme.

      💪🏻📖💙

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