PERRA VIDA




 
—Buenos d铆as, se帽or H枚lderlin. ¿Qu茅 tal ha dormido hoy?

El se帽or Friedrich H枚lderlin, que hasta entonces permanec铆a sentado en la cama con la bata entreabierta, se incorpor贸 y se anud贸 el cinto de algod贸n con rudeza.

—Pues he dormido francamente mal —dijo con su frente inundada de gotitas de sudor que no llegaban a deslizarse por su cara—, los ladridos de ese maldito perro me est谩n taladrando el cerebro. Cada vez que abre la boca siento como si me trepanasen el cr谩neo con un serrucho oxidado. ¿No podr铆an hacerlo callar de alguna manera? —Una venda rodeaba su mano derecha hasta la altura de la mu帽eca. Es por esto por lo que, a pesar de ser diestro, se enjug贸 el sudor con la mano izquierda y se lo pas贸 por el flequillo con la intenci贸n de compactar las gre帽as que le colgaban sobre los ojos.

—Cuando intentamos hacerle callar se altera todav铆a m谩s. El se帽or Autenrieth dice que es mejor dejar que ladre hasta que se canse.

—El se帽or Autenrieth no tiene ni la m谩s remota idea. No me explico por qu茅 ese tipo estirado est谩 a cargo del servicio si no sabe hacer otra cosa que contradecirme. ¿Qu茅 necesidad tengo yo de estar aguantando los quejidos de ese chucho asqueroso? ¿No pueden conseguir que deje de ladrar? ¡Pues sacrif铆quenlo! ¿Para qu茅 narices les pago? —Camin贸 hasta la ventana y trat贸 de abrir una de las hojas, pero la manivela estaba atascada—. ¡Por el amor de Dios! Por lo menos me habr谩 tra铆do el desayuno y la prensa, ¿no?

—Tiene su peri贸dico preferido en el sal贸n, junto con el desayuno. Le he pelado una naranja y le he separado los gajos, para que no tenga problemas con su herida.

—Gracias Sinclair, sin duda es usted el mejor sirviente que ha tenido esta casa.

H枚lderlin desli贸 el vendaje y dej贸 a la luz la herida con forma semicircular. Al estirar, una costra se qued贸 adherida al tejido, y un hilillo amarillento se estir贸 sin llegar a romperse, algo que le hizo recordar a cuando una abeja le pic贸 siendo tan solo un cr铆o.

Sol铆a sentarse bajo la sombra del gran avellano, sobre una piedra redondeada, y all铆 devoraba el s谩ndwich de chocolate que su madre le preparaba. Una tarde, no repar贸 en que una abeja se refrescaba en un peque帽o charco que se hab铆a formado en la roca. Al aproximar sus nalgas y apretar sus muslos descubiertos contra el animalito sinti贸 el terrible pinchazo. Se levant贸 de la piedra de un salto, pero el aguij贸n ya se hab铆a clavado en su piel. Friedrich observ贸 at贸nito, c贸mo el animal revoloteaba sin poder desanclarlo, girando en c铆rculos sobre su piel. De un manotazo acab贸 con el sufrimiento de la abeja, la cual se solt贸 dejando un hilo de v铆sceras que la conectaba con el ap茅ndice puntiagudo todav铆a hundido en la pierna.

—Se帽or H枚lderlin, deber铆a ir a que le curen esa herida. No tiene muy buena pinta.

—¡Bobadas! Lo que hay que hacer es acabar con ese perro sarnoso para que no vuelva a morder a nadie. Antes de escribir poes铆a yo me dedicaba a pintar 贸leos y a la escultura. ¿Lo sab铆a usted, Sinclair?

—Por supuesto, se帽or H枚lderlin. Me lo ha contado cientos de veces.

—Pues una vez m谩s no le har谩 da帽o. En m煤ltiples ocasiones me he cortado esculpiendo mis obras de arte, al escaparse el cincel de entre mis manos o perfilando alguna escultura de madera con el escoplo. Hasta pintando un cuadro para el mism铆simo Francisco II, el gran emperador del Sacro Imperio Romano Germ谩nico, me hice una peque帽a herida con la virola del pincel. Por aquel entonces no ten铆a ni un m铆sero penique disponible para gastar en matasanos. ¿Y sabe c贸mo me curaba las heridas?

—Con aguarr谩s.

—¡Exacto!

—Creo que podr铆a conseguirle un poco de aguarr谩s si quiere curarse usted mismo, se帽or H枚lderlin.

—Sinclair… Veo que no se ha enterado de una mierda.

—No le entiendo, se帽or.

—No se esfuerce, o le saldr谩 un bulto en la sien de tanto pensar.


Con la mano sana le dio buena cuenta al pan de centeno y a los gajos de naranja, sin perder de vista en ning煤n momento al can, quien descansaba en una esquina del sal贸n rasc谩ndose una oreja con la pata trasera.

Como si supiera que le estaban observando, clav贸 su mirada en Friedrich H枚lderlin y retom贸 el cansino ladrido. El aspecto del bicho se hab铆a ido deteriorando con el paso de los d铆as, y Friedrich estaba convencido de que hasta hab铆a envejecido prematuramente. Su largo pelo blanquecino ca铆a agrup谩ndose en unas rastas grasientas que le confer铆an una apariencia deplorable.

Con la intenci贸n de evadirse de aquella repetitiva tortura, H枚lderlin se enjug贸 los labios con la servilleta y se dispuso a salir a la calle. Al pasar por delante del can, el animal aceler贸 su ladrido. Baj贸 varias veces la manivela de la puerta sin obtener ning煤n resultado, hecho que comenz贸 a preocuparle.

—¡Sinclair! ¡Abran la puerta! ¡Atajo de canallas! ¡Me han encerrado en mi propia mansi贸n! ¡D茅jenme salir!

Autenrieth, el responsable del servicio, se asom贸 al escuchar los gritos.

—¿Sucede algo se帽or H枚lderlin?

—¿Que si sucede algo cabeza hueca? ¡Me han cerrado la maldita puerta! ¡Abra ahora mismo o le pondr茅 de patitas en la calle! ¿Lo ha entendido?

—Me temo que no puedo hacer eso. Las normas dicen que las puertas deben permanecer cerradas, nadie del personal puede salir ni entrar hasta que el sal贸n quede vac铆o, y por supuesto usted tampoco.

—¿Pero qui茅n ha puesto esa norma est煤pida?

—Siento decirle que la he puesto yo, se帽or H枚lderlin.

—¡Maldito bastardo! ¿Y Sinclair? ¿D贸nde est谩? Necesito hablar con 茅l.

Mientras ambos discut铆an el perro continuaba con su eterno ga帽ido. Friedrich desconoc铆a la raza de aquel ejemplar, pero su ladrido era similar a la del San Bernardo que tuvo su t铆o en la casa de campo familiar, lugar donde pasaba los veranos cuando era peque帽o.

—Al menos podr铆a dejar salir al chucho para que nos deje tranquilos.

—Se帽or H枚lderlin, por favor, vaya a la sala de lectura. Ahora le mandar茅 a alguien con un poco de tila para que se tranquilice.

—¿Tila? ¡Traiga algo m谩s fuerte, hombre! —dijo alej谩ndose mientras negaba con la cabeza.


Los amplios ventanales dejaban entrever el exterior del sal贸n a trav茅s de los huecos de los cortinajes. Desde la biblioteca, Friedrich H枚lderlin pod铆a observar c贸mo los rayos de sol cruzaban el sal贸n de manera oblicua, y ten铆a plena visi贸n de la puerta de entrada, a la cual no quitaba la vista de encima.

Al observar las monta帽as de libros apiladas en interminables columnas polvorientas, se sinti贸 como un extra帽o en su propia casa. No recordaba haber acumulado tal cantidad de libros sobre medicina o pseudociencia, puesto que lo suyo era m谩s la literatura y la narrativa. Siempre buscaba fuentes de inspiraci贸n para sus poemas, por lo que imagin贸 que alguno de los sirvientes se hab铆a tomado la libertad de ampliar la colecci贸n. Tal vez fuera ese Sinclair, quien parec铆a siempre ensimismado, expectante de lo que ten铆a que decirle. Igual le daba quien los hubiera llevado all铆, porque, adem谩s, no era capaz de pensar mucho tiempo en aquellos libros. El can repet铆a incansable aquel doble ladrido que evocaba un incesante ta帽ido de campanas que le hac铆a vibrar los t铆mpanos a una frecuencia dolorosa.

Tom贸 un ejemplar llamado Teor铆as de la Tierra plana y arranc贸 una de las hojas. La parti贸 por la mitad, redonde贸 sendas bolitas de papel y se tapon贸 los o铆dos. Con el perro casi enmudecido, se recost贸 en el sill贸n de lectura y se durmi贸 con una sonrisa.


—¡Ruppert! ¡Vete a tu cuarto! —grit贸 Autenrieth con una mezcla de asco y admiraci贸n, al observar la flexibilidad con la que el chucho se lam铆a las pelotas en una esquina del sal贸n.

Friedrich, quien todav铆a dormitaba en la biblioteca hasta ese momento, se levant贸 de un respingo y tuvo que sujetarse el pecho para que su coraz贸n no se le saliera por la boca. La puerta estaba abierta y una carreta cargada de cajas hab铆a parado justo en frente. Autenrieth azuzaba al perro con la mano para que se marchase, pero no le hizo caso y se subi贸 a la mesa para, tras dar un par de vueltas, hacerse una bola y quedarse dormido. H枚lderlin experiment贸 c贸mo su coraz贸n se aceleraba de nuevo, en cambio, ahora era por otro motivo.

Hab铆a llegado el momento de escapar.

Esper贸 paciente mientras un repartidor descargaba las cajas de v铆veres. El hombre las met铆a en la casa una a una hasta que, al meter la 煤ltima de ellas, entr贸 en la cocina dejando la puerta abierta tras de s铆. Friedrich cruz贸 el sal贸n de puntillas, cuidando de no despertar al infernal bicho que gru帽铆a entre sue帽os y se sinti贸 libre.

—¿Qui茅n se ha dejado la puerta abierta? —dijo alguien desde afuera.

La voz le borr贸 la sonrisa del rostro al momento. La sombra ya atravesaba el umbral de la puerta y no pod铆a hacer otra cosa que esconderse bajo la mesa. Pudo observar los pantalones anaranjados que la figura vest铆a tras la bata, y entonces supo que era Sinclair, que hab铆a regresado. Cerr贸 la puerta de un golpe y pas贸 el pestillo, pero H枚lderlin se percat贸 de que no hab铆a echado la llave, lo que le hizo recobrar la esperanza. Sali贸 de debajo de la mesa tan pronto Sinclair se ausent贸 del sal贸n y corri贸 hacia la salida.

Todav铆a no hab铆a descorrido el pestillo cuando el can retom贸 su doble ga帽ido, alertando de sus intenciones a los tres hombres de la cocina.

—¡Pero, H枚lderlin! ¿Qu茅 hace? ¡Ap谩rtese de la puerta! —advirti贸 Sinclair.

Sus posibilidades de fuga se desvanecieron como el humo de una vela que se apaga, aunque no ces贸 en su empe帽o de abrir el port贸n. El perro se impuls贸 con las patas traseras haciendo volcar la mesa y se dirigi贸 a toda carrera hacia Friedrich, al igual que los tres hombres.


Al descorrer el pestillo la puerta se abri贸 con un suave tir贸n que la llev贸 hasta el tope de madera que la hizo rebotar. Friedrich detuvo su regreso con la espalda y brace贸 indicando al can que utilizara la v铆a de escape.

Si no puedo escapar, por lo menos me librar茅 del chucho —pens贸 mientras tem铆a ser atrapado por los tres hombres antes de finalizar su cometido.

El perro cabalgaba desatado abriendo y cerrando las fauces y, en el momento que ote贸 la escapatoria, su cara cambi贸 por completo. Al llegar a la altura de Friedrich, Ruppert gir贸 bruscamente y sali贸 de la casa como alma que lleva el diablo.

Un carruaje tirado por dos enormes caballos cruzaba la calle a todo lo que daban sus oscilantes ruedas. Al percatarse de la presencia de Ruppert, el cochero tir贸 de las riendas. Ante la imposibilidad de poder detener los corceles, trat贸 de cambiar la trayectoria sin demasiada eficacia. El golpe fue mortal. El costado de Ruppert se hundi贸 al pasarle por encima la rueda izquierda, a pesar de que su brazo estaba en medio y amortigu贸 parte del impacto. Rod贸 por la carretera, desollando su piel desnuda, dejando una buena secci贸n de su mejilla sobre el suelo y deteni茅ndose al final con las piernas enroscadas.

—¡Maldito loco hijo de puta! ¡Lo ha matado! ¡Ha matado a Ruppert! ¡Oh, por Dios! —grit贸 Autenrieth y se gir贸 hacia su asistente—. ¡Usted tiene la culpa! ¿Por qu茅 narices deja que crea que es su difunto amigo Sinclair? ¡Qu铆tele esa bata de una vez! ¡Es un enfermo!

—Lo siento… Me da pena verle as铆…

—¿Pena? ¡Mire a d贸nde nos ha llevado la pena! ¿Qu茅 has hecho? ¿Qu茅 has hecho? —dijo elevando todav铆a m谩s el tono de voz mientras zarandeaba a Friedrich H枚lderlin por los hombros.

Friedrich recobr贸 la noci贸n de la realidad por un instante y vio al hombre que hasta entonces cre铆a que era un perro. Su boca se abri贸 y quiso decir que lo sent铆a, que la culpabilidad hab铆a ca铆do sobre su pecho como una bola de ca帽贸n, que ahora recordaba que ya no era el famoso poeta que sol铆a ser a帽os atr谩s y que se arrepent铆a de haber provocado la muerte de Ruppert, pero tan solo pudo articular una palabra.

—Yo…

Y los nubarrones volvieron a cubrir su conciencia. Vio al perro all铆 tirado y a Autenrieth y Sinclair tratando de reanimarlo, al tiempo que el cochero alertaba a alguien asomado a la ventana para que bajase a ayudar, y se pregunt贸 por qu茅 demonios armaban tanto esc谩ndalo por un perro moribundo.

—¡Sinclair! —dijo sin girarse—. Pague usted con creces al conductor del carruaje por los da帽os que el chucho haya podido ocasionarle. No quiero tener problemas.

Su bata se hab铆a desabrochado dejando entrever unos ra铆dos pantalones azules, as铆 que tom贸 el cintur贸n de tela, lo anud贸 con fuerza y regres贸 al interior de la mansi贸n pein谩ndose las gre帽as con la mano buena.




CURIOSIDADES SOBRE EL VERDADERO FRIEDRICH H脰LDERLIN:

Johann Christian Friedrich H枚lderlin 1770-1843 fue un poeta l铆rico alem谩n. Su poes铆a acoge la tradici贸n cl谩sica y la funde con el nuevo romanticismo.

Al terminar estudios primarios en Denkendorf ingres贸 a la Universidad de T眉bingen donde obtuvo el Master en Teolog铆a. En 1793 public贸 sus primeros poemas con la ayuda de Friedrich von Schiller quien adem谩s fue su amigo y protector. Fue traductor de S贸focles y P铆ndaro y autor de una valiosa obra po茅tica y dram谩tica que lo convirti贸 en el m谩s grande representante del romanticismo alem谩n.

Despu茅s de sostener un romance con la esposa de un rico banquero, Susette Gontard, inspiradora de sus "Poemas a Diotima", se radic贸 en Hamburgo donde produjo una parte importante de su obra, de la que se destaca su novela "Hyperi贸n" y la colecci贸n de poemas "La esperanza".

Hasta enero de 1802, cuando obtuvo un cargo en casa del c贸nsul de Hamburgo en Burdeos, trabaj贸 ininterrumpidamente en su obra po茅tica. Al aparecer los primeros s铆ntomas de su enfermedad mental en abril, abandon贸 una vez m谩s su puesto. Sinclair le comunic贸 por carta que Susette Gontard hab铆a muerto el 22 de junio de 1803 en Fr谩ncfort del Meno.​

Tras un per铆odo de gran violencia, su trastorno mental pareci贸 remitir. Sinclair lo llev贸 de viaje a Ratisbona y Ulm y, a la vuelta, escribi贸 El 煤nico y Patmos, dos de sus obras maestras. Gracias a la influencia de su amigo Sinclair, obtuvo en 1804 una plaza de bibliotecario (que el mismo Sinclair pagaba con su fortuna) en el palacio del landgrave de Hesse-Homburg.​

Como sus crisis mentales se hicieron cada vez m谩s frecuentes (profer铆a maldiciones como un poseso y andaba sin rumbo mientras hablaba consigo mismo), Sinclair decidi贸 internarlo en 1806 en una cl铆nica psiqui谩trica de Tubinga. Tras cuatro d铆as de viaje, fue recibido por Ferdinand Autenrieth (1772-1835), responsable m茅dico de una cl铆nica que hab铆a alcanzado fama desde su apertura por los nuevos m茅todos terap茅uticos empleados.

H枚lderlin ingres贸 en la cl铆nica el 14 o 15 de septiembre de 1806 y estuvo internado 231 d铆as con s铆ntomas de gran agitaci贸n motriz, largos paseos sin rumbo, escasa orientaci贸n espacio-temporal, frecuentes accesos de ira y, sobre todo, una incontrolable e ininteligible verborrea, datos todos que parecen indicar una esquizofrenia catat贸nica.

Tras ser declarado enfermo incurable, fue puesto en mayo de 1807 al cuidado de un ebanista de la misma ciudad, Zimmer, entusiasta lector del Hiperi贸n, quien lo acogi贸 en su casa; la madre del poeta se hizo cargo de los gastos de manutenci贸n. All铆 permaneci贸 hasta su muerte en unas condiciones de locura pac铆fica que se prolongaron durante treinta y seis a帽os.

Seguir leyendo la biograf铆a de H枚lderlin en:



Poemario de H枚lderlin:


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Comentarios

  1. Q interesante V铆ctor 馃憦馃徎馃憦馃徎✍️

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    Respuestas
    1. Gracias Maril贸 馃挋馃摉馃挭馃徎

      Cuidado con el perro 馃惗馃槺

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  2. Como siempre una relato muy bien elaborado. La mezcla entre realidad y fantas铆a la tienes dominada. Pero esta vez s铆 he adivinado que "el perro" era humano, no como con el relato de Jon谩s. A煤n as铆 tus relatos siempre sorprenden.

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    1. Ja, ja, ja, ja. ¡Qu茅 bien que lo hayas adivinado! 馃憦馃徎

      Si lo has hecho justo en el momento que se est谩 aseando sus concejales, objetivo cumplido. Si no, es que ya me conoces demasiado bien. 馃き

      Muchas gracias por estar ah铆 cada semana.

      Un abrazo enorme.

      馃挭馃徎馃摉馃挋

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