DETALLES

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La vida desde la cama no era mucho peor que estar muerto.

Recordaba comer hasta empacharse engullendo huevos de esturión, llenando la cuchara una y otra vez y empujándola por su gaznate con pequeñas perlas de pan. Ahora la sensación de hartazgo no era muy diferente, aunque sí era mucho menos placentera. La visión continua de los mismos objetos le transmitía la inequívoca sensación de estar aún más atrapado de lo que estaba, si cabe.

Fue entonces cuando se fijó en el dosel de su cama y descubrió los dobladillos de las telas que, ligeramente fruncidas, cubrían casi por completo todo lo visible. La fina capa de gasa tipo camaleón, que se debatía entre el añil y el aguamarina, dependiendo de las dobleces y del grado de inflexión de la luz, dejaba entrever el resto de la estancia a través de su tejido aireado.

Las paredes color hueso, expuestas a través de la gasa, no formaban más que un borrón indescifrable. Los frisos, perfectamente reconocibles por sus adornos estilo romano, constituían la única imagen que podía atravesar la tela translúcida,  con sus leones rampantes cincelados en mármol de Macael. Toda una aberración al buen gusto.

Miró su mano y trató de estirar el brazo una vez más para descorrer la tela del dosel, pero ni siquiera los puños bordados con hilo de plata de su pijama de seda se agitaron lo más mínimo. Atrapado eternamente en un cuerpo que no le quería como anfitrión, era incapaz de sentir sus pies descalzos apoyados en el frío piecero de madera de sicomoro, una madera tan resistente que fue utilizada hace milenios en Egipto para la confección de sarcófagos. Irónico.

Doblando su voluntad, consiguió girar sus globos oculares para divisar el cabecero de la cama. Al observar que el único adorno de la medialuna era el contorno en forma de ondas, deseó haber elegido una pieza más detallista, preferiblemente un retablo donde se viviera una batalla épica. Tal vez un caballero clavando una lanza en el pecho de otro, mientras los corceles relinchaban a dos patas tratando de golpear a uno de los oponentes, o quizá una escena de fábula, con cervatillos, monos y una selva amazónica tallados en madera con tantos detalles que tardaría años en descifrarlos, en conocer cada rincón.

En cambio, solo podía observar un austero cabecero semicircular, completamente liso y enmarcado con unas horribles ondulaciones que deseaba destruir a martillazos.

La gasa se abrió, pero no se atrevió a devolver la mirada de aquel agrio masajista, sino que aprovechó el valioso momento para observar el friso sin el impedimento de aquel tejido vaporoso.

Reparó en el friso, en cada detalle, en cada rosa y en cada rama repleta de espinas, en cada león rampante, en cada flor de lis. En cada cincelada errónea ejercida sobre los animales número tres y seis, debajo del cuello de uno y sobre la pata izquierda del otro, porque a partir del número siete la tela volvía a hacer de las suyas, impidiéndole disfrutar del espectáculo, su único espectáculo.

Derramó una única lágrima mientras el sanitario levantaba y bajaba una de sus piernas, pero no sentía dolor, no por lo menos un dolor físico. Lo que le dolía era no poder grabar aquellos detalles en su memoria, no poder contemplar a aquellos preciosos animales por poco más de cincuenta minutos, tres veces por semana y, todo ello, si aquella condenada tela de gasa se abría lo suficiente.

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