LAS NOCHES DE RANDALL - LIBRO COMPLETO
CAPÍTULO I - MEMENTO MORI
1.
La fiesta en casa de Thomas Carver no había resultado exactamente un éxito para todos los participantes, y mucho menos para él. El estúpido anfitrión había terminado bajo las sábanas con una tal Juliette, algo que envidiaba la mayoría de los babosos asistentes. En cambio, solo a un auténtico gilipollas se le ocurriría acostarse con Juliette la nueva, Juliette sin apellido, Juliette la novia de Randall Summers. Y la mala jugada no venía por haberse tirado a la pareja de otro, sino por lo que pasó después. Randall no tenía manera humana de saber si lo habían hecho o no, sin embargo, estaba casi seguro de ello, a pesar de que se había ausentado de la fiesta diez minutos antes de que Thomas le bajase las bragas a Juliette. Randy, como solían llamarle, era muy buen chaval, pero a la vista de los demás, demasiado inocente.
—¡Ey, Randy! —le dijo uno de sus colegas solo unos días atrás—. ¿Has visto lo que hace la guarra de tu novia? Se está morreando con el segurata de la disco.
—Te aseguro que no. Esa que has visto no era ella. Seguramente se le parecería, eso es todo —dijo Randy mientras, en el callejón de atrás, un tío cachas sin una pizca de cerebro le metía la lengua a Juliette hasta el cielo del paladar.
Ahora Randy se alejaba de la fiesta y de cualquier posibilidad de una vida junto a Juliette. Antes de llegar al parque percibió que alguien se le acercaba por detrás. Si se hubiera tratado de alguna otra chica de la fiesta, los tacones la hubieran delatado al instante, pero las Vans de Christine eran difíciles de detectar. Casi le había tocado la espalda cuando Randy se giró de súbito y ambos se asustaron al cruzar las miradas. Christine Anderson, la guapa Christine que siempre sacaba a su amigo Randy de los pozos de pena donde él solito solía meterse, le saludó agitando su mano abierta en el aire, como si se encontrase al final de la calle en vez de delante de sus narices.
—Hola, Randy. ¡Sí que te has marchado pronto! No te has bebido ni una sola copa de ponche —dijo recogiéndose el pelo en una coleta. Randall la observó y se obligó a apartar la mirada—. Últimamente estás muy raro, tienes peor cara que mi profesora de ciencias.
—¿La señora Watkins? ¡Qué horrible debo estar! —La chica soltó una risita y después del chiste se quedó pensando en qué excusa poner—. Bueno, sabes que padezco del estómago —dijo tirando de hemeroteca y se frotó la barriga—. He cenado en casa y no me ha sentado del todo mal, así que prefiero no arriesgar.
—¡Pero si no has tomado ni un refresco en toda la noche! ¿Quieres que paremos en Denny's? Está abierto hasta el amanecer y a mí me vendría bien un trozo de tarta. ¡Adoro su tarta de manzana!
—Eres muy amable, Christine, pero tengo que volver a casa —dijo con cierta aspereza.
—¿No será por Juliette? Porque, créeme que no sabe lo que se pierde dejando que vuelvas tú solo.
—No, que va. Después de la discusión que tuvimos en el jardín de Thomas, he dado nuestra relación por terminada. Tampoco hay que hacer un drama. —Hizo una pausa y sintió que el aire se ponía tan espeso que podría cortarlo con una daga—. Yo no puedo, o más bien no quiero seguir su ritmo. Ella simplemente tiene que vivir su vida, y yo la mía. Vamos, por decir algo.
La coletilla remató la peor explicación que había dado nunca. No quería contarle a Christine el motivo real por el que lo habían dejado y, por suerte, la chica que caminaba a su lado lo entendió a la perfección. Cruzaron la cerca de palos que delimitaba el parque y lo atravesaron bajo los extravagantes neones de los cines AMC. Al lado, el letrero de Denny’s y el del Cadillac Lounge quedaban en segundo plano. Encararon la perpendicular, iluminada por unas cuantas farolas salpicadas que vertían una tenue luz sobre las aceras. Ella amenizó el trayecto tarareando «I wanna dance with somebody» hasta la esquina de la calle donde vivía Randy y, al girar, desaparecieron las luces parpadeantes de la cartelera que ya se encontraba al otro lado del parque. Ella levantó su mano para dejarla caer suavemente sobre el brazo del muchacho, quien no mostró intención alguna de apartarse.
—¿Seguro que no quieres tomar aunque sea un café?
Randy oteó las montañas que se levantaban sobre el horizonte, y un resplandor rojizo le hizo saber que era hora de acostarse.
—Gracias, Christine. Te lo agradezco de verdad, puede que seas lo mejor que me ha pasado en toda la semana, pero dentro de poco se hará de día y mañana tengo un montón de cosas que hacer.
—Pero si ya terminaste en la facultad, ¿no? Por lo menos no te he vuelto a ver por allí.
—Sí. Terminé hace... Un par de semanas —dijo intentando no desviar la vista a la izquierda, lo cual delataría su burda mentira—, ahora estoy con las prácticas en el hospital —Eso último era verdad, en parte.
—Bueno, pues te dejo, señor ocupado. —Su estómago rugió en señal de desaprobación.
—La tarta te llama —anunció Randy—. Te acompaño de vuelta hasta el parque si quieres, no tengo mucho más tiempo.
La chica aceptó la oferta aunque solo fuera por estar un rato más junto a él y desandaron el camino. Se detuvieron al borde del parque y, pasados unos segundos, ella continuó caminando sin despedirse.
—¡Christine! —gritó mientras la chica se alejaba golpeando los barrotes de la valla con la mano, camino de la cafetería—. ¿Nos vemos algún día para ir al cine o algo?
—¿O algo?
—Sí, bueno… Menudo idiota estoy hecho —pensó.
—Mmm… ¡No lo sé, tengo un montón de cosas que hacer! —contestó canturreando, giró sobre un pie y su cabello se alborotó quedando suspendido en el aire. Randall agachó la cabeza—. ¡Pero el miércoles a las ocho podría hacer un hueco! ¿Película y palomitas?
—Mejor solo película —pensó, pero respondió formando un círculo con el pulgar y el índice en el aire.
Ella soltó una sonora palmada y le regaló una sonrisa antes de alejarse corriendo. Entre los árboles, una sombra que les espiaba zarandeó las ramas de un pequeño arbusto antes de desaparecer.
—¡Ey, Randy! —le dijo uno de sus colegas solo unos días atrás—. ¿Has visto lo que hace la guarra de tu novia? Se está morreando con el segurata de la disco.
—Te aseguro que no. Esa que has visto no era ella. Seguramente se le parecería, eso es todo —dijo Randy mientras, en el callejón de atrás, un tío cachas sin una pizca de cerebro le metía la lengua a Juliette hasta el cielo del paladar.
Ahora Randy se alejaba de la fiesta y de cualquier posibilidad de una vida junto a Juliette. Antes de llegar al parque percibió que alguien se le acercaba por detrás. Si se hubiera tratado de alguna otra chica de la fiesta, los tacones la hubieran delatado al instante, pero las Vans de Christine eran difíciles de detectar. Casi le había tocado la espalda cuando Randy se giró de súbito y ambos se asustaron al cruzar las miradas. Christine Anderson, la guapa Christine que siempre sacaba a su amigo Randy de los pozos de pena donde él solito solía meterse, le saludó agitando su mano abierta en el aire, como si se encontrase al final de la calle en vez de delante de sus narices.
—Hola, Randy. ¡Sí que te has marchado pronto! No te has bebido ni una sola copa de ponche —dijo recogiéndose el pelo en una coleta. Randall la observó y se obligó a apartar la mirada—. Últimamente estás muy raro, tienes peor cara que mi profesora de ciencias.
—¿La señora Watkins? ¡Qué horrible debo estar! —La chica soltó una risita y después del chiste se quedó pensando en qué excusa poner—. Bueno, sabes que padezco del estómago —dijo tirando de hemeroteca y se frotó la barriga—. He cenado en casa y no me ha sentado del todo mal, así que prefiero no arriesgar.
—¡Pero si no has tomado ni un refresco en toda la noche! ¿Quieres que paremos en Denny's? Está abierto hasta el amanecer y a mí me vendría bien un trozo de tarta. ¡Adoro su tarta de manzana!
—Eres muy amable, Christine, pero tengo que volver a casa —dijo con cierta aspereza.
—¿No será por Juliette? Porque, créeme que no sabe lo que se pierde dejando que vuelvas tú solo.
—No, que va. Después de la discusión que tuvimos en el jardín de Thomas, he dado nuestra relación por terminada. Tampoco hay que hacer un drama. —Hizo una pausa y sintió que el aire se ponía tan espeso que podría cortarlo con una daga—. Yo no puedo, o más bien no quiero seguir su ritmo. Ella simplemente tiene que vivir su vida, y yo la mía. Vamos, por decir algo.
La coletilla remató la peor explicación que había dado nunca. No quería contarle a Christine el motivo real por el que lo habían dejado y, por suerte, la chica que caminaba a su lado lo entendió a la perfección. Cruzaron la cerca de palos que delimitaba el parque y lo atravesaron bajo los extravagantes neones de los cines AMC. Al lado, el letrero de Denny’s y el del Cadillac Lounge quedaban en segundo plano. Encararon la perpendicular, iluminada por unas cuantas farolas salpicadas que vertían una tenue luz sobre las aceras. Ella amenizó el trayecto tarareando «I wanna dance with somebody» hasta la esquina de la calle donde vivía Randy y, al girar, desaparecieron las luces parpadeantes de la cartelera que ya se encontraba al otro lado del parque. Ella levantó su mano para dejarla caer suavemente sobre el brazo del muchacho, quien no mostró intención alguna de apartarse.
—¿Seguro que no quieres tomar aunque sea un café?
Randy oteó las montañas que se levantaban sobre el horizonte, y un resplandor rojizo le hizo saber que era hora de acostarse.
—Gracias, Christine. Te lo agradezco de verdad, puede que seas lo mejor que me ha pasado en toda la semana, pero dentro de poco se hará de día y mañana tengo un montón de cosas que hacer.
—Pero si ya terminaste en la facultad, ¿no? Por lo menos no te he vuelto a ver por allí.
—Sí. Terminé hace... Un par de semanas —dijo intentando no desviar la vista a la izquierda, lo cual delataría su burda mentira—, ahora estoy con las prácticas en el hospital —Eso último era verdad, en parte.
—Bueno, pues te dejo, señor ocupado. —Su estómago rugió en señal de desaprobación.
—La tarta te llama —anunció Randy—. Te acompaño de vuelta hasta el parque si quieres, no tengo mucho más tiempo.
La chica aceptó la oferta aunque solo fuera por estar un rato más junto a él y desandaron el camino. Se detuvieron al borde del parque y, pasados unos segundos, ella continuó caminando sin despedirse.
—¡Christine! —gritó mientras la chica se alejaba golpeando los barrotes de la valla con la mano, camino de la cafetería—. ¿Nos vemos algún día para ir al cine o algo?
—¿O algo?
—Sí, bueno… Menudo idiota estoy hecho —pensó.
—Mmm… ¡No lo sé, tengo un montón de cosas que hacer! —contestó canturreando, giró sobre un pie y su cabello se alborotó quedando suspendido en el aire. Randall agachó la cabeza—. ¡Pero el miércoles a las ocho podría hacer un hueco! ¿Película y palomitas?
—Mejor solo película —pensó, pero respondió formando un círculo con el pulgar y el índice en el aire.
Ella soltó una sonora palmada y le regaló una sonrisa antes de alejarse corriendo. Entre los árboles, una sombra que les espiaba zarandeó las ramas de un pequeño arbusto antes de desaparecer.
†
2.
—¡Hostia puta! ¡Menudo polvo! —espetó el imbécil de Thomas haciéndose a un lado en la cama. Iba desnudo de cintura para abajo, en cambio, todavía conservaba la sudorosa camisa a cuadros con la que había pasado el día.
—¿A follar como un conejo lo llamas tú echar un polvo?
—Como un conejo o no, acabamos de hacerlo mientras que Randy vuelve a casa él solito. Bueno, él solo no, porque me han dicho que Christine salió detrás de él como una perra en celo. Me da que esta tía te quiere levantar el novio.
—¿Christine? ¿Estás seguro? ¿Cuándo te han dicho eso?
—Cuando bajé a buscar los condones, hará... unos quince minutos.
La chica rio a mandíbula batiente con una risa sarcástica propia del mismo demonio.
—¡Ay, muchacho! Eso fue hace solo cinco, como mucho. Ven, anda. Acércate y no te preocupes por ellos —dijo extendiendo el brazo. Él se acercó y ella besó su cuello.
—Thomas, ¿crees que podríamos hacerlo otra vez?
—¡Ni de coña! Este parajito ya no se levanta ni aunque le des alpiste del bueno. Además, tengo ganas de beberme una cerveza. Como dice mi padre, «Un polvo al día y la cerveza siempre fría».
—Está bien, como tú quieras. Solo deja que te dé un beso de buenas noches.
El muchacho cerró los ojos y arrugó los labios mientras apartaba las sábanas con los pies para levantarse. Juliette le apretujó las mejillas y abrió la boca dejándole ver cómo le crecían dos enormes colmillos, largos y afilados. Thomas no daba crédito a lo que estaba viendo. Trató de gritar, pero ella apretó aún más fuerte su cara y no pudo más que emitir un par de gemidos ahogados que se le escaparon por la nariz.
—No es posible, los vampiros no existen —se dijo para sí mismo mientras trataba de seguir respirando, pero pronto todo eso le daría igual. Como si alguien hubiera hurgado en su cerebro buscando el botón de desconexión y lo hubiera encontrado. Ahora se sentía feliz. Se olvidó de que tenía brazos con los que defenderse y una vida a la que aferrarse. Supo que aquella zorra chupasangres lo iba a matar y no le importó, de hecho, lo estaba deseando. Necesitaba morir y ella era la única que podía entregarle ese premio.
Juliette lamió los morros de Thomas y sintió cómo sus facciones se relajaban. Le giró bruscamente la cabeza y envolvió su garganta con la boca para quebrar su gaznate de un mordisco. Un hilillo de sangre descendió hasta el cuello de la camisa y una sonrisa apareció en el rostro del muchacho antes de exhalar el último suspiro ahogado.
†
†
CAPÍTULO II - MORS AB ALTO
1.
Randall pensaba bastante a menudo en Christine, aunque cada vez que entraba en el hospital, todas aquellas series y películas que había devorado en los últimos días revoloteaban en su cabeza y no le dejaban pensar en otra cosa. Vampiros, hombres lobo y otros seres de ficción le acompañaban en sus escarceos nocturnos. De todos ellos, con el que más se identificaba era con ese chupasangre llamado Louis, un vampiro que no quería matar para alimentarse. Sonaba idílico. Eso sí, le había trastornado el personaje de aquella niña de tirabuzones dorados obligada a permanecer eternamente joven. Cruel y despiadada, caprichosa y malcriada. Igual que Juliette.
Los aspersores ronroneaban con lentitud sobre el césped de la instalación, y el suelo encharcado le obligaba a zigzaguear para no mancharse de barro. Randall pensó que si fuera el puto Drácula podría haber levitado por encima de los charcos en lugar de saltar de un lado para otro como si fuera un jodido niño. Total, no había nadie fuera que pudiera descubrirle. Dejando la puerta principal a un lado, rodeó el edificio y se situó entre dos enormes abetos. El viento se había tomado la noche libre, y solo se escuchaban los ruidosos camiones que circulaban por la alejada autovía. El aroma de las vigorosas caléndulas que crecían alrededor del camino, se había vuelto imperceptible para Randall. Ahora olores tan característicos como la hierba recién cortada carecían de importancia, sin embargo, podía oler las feromonas de otros seres, la sangre o el miedo.
Tras inspeccionar visualmente la fachada encontró la marca que había dibujado con anterioridad en la repisa de la ventana, una sutil mancha vertical que bien podría tratarse de la cagada de un pájaro de no ser por la otra línea que la cruzaba, y se ubicó debajo.
—La equis marca el lugar —se dijo en voz baja.
Sin moverse de su posición examinó los alrededores con una mirada rápida por última vez, puesto que lo último que pretendía era ser descubierto, y comprobó que llevaba el material de repuesto en el bolsillo palpando la superficie. Dándose un pequeño impulso, saltó los diez metros que le separaban de la ventana sin mayor dificultad. Aterrizó con suavidad sobre la cornisa y descorrió la pesada hoja.
El responsable de los estudiantes en prácticas ya le había dado permiso para entrar en el edificio, de modo que podía hacer y deshacer en mitad de la noche sin que nadie se percatase de su presencia.
Se dejó caer al interior de la estancia y sus zapatos cortaron el silencio. Sin mover un solo músculo, permaneció de pie hasta que tuvo la certeza de que nadie le había oído. Cerró la puerta de la habitación bajando la manivela para evitar el chasquido y se acercó a la paciente.
Postrada en la cama, la mujer respiraba gracias a que una máquina bombeaba aire a sus pulmones de manera regular. Su piel blanquecina cobraba un ligero color rosáceo a la altura de los pómulos, casi hundidos. Al acercarse, Randall tropezó con el carrito del monitor que reflejaba el latido, pero la mujer estaba muy lejos de poder escuchar el ruido metálico y, menos aún, de percibir cómo Randall desenchufaba el aparato. Desconectó el suero realizando un hábil corte en el tubo, se llevó el conducto de plástico a la boca y se sentó en el catre junto a la paciente.
El brazo de la mujer cayó a un lado de la cama, aunque Randall determinó que ya lo colocaría después en su sitio. Succionó con tal fuerza que el líquido transparente del tubo se volvió rojo casi al instante, y el muchacho continuó chupando hasta que fue imposible sacar una sola gota más de aquel cuerpo inerte. Saboreó la pastosa sangre en el paladar y no le resultó desagradable, pero la sensación no era ni parecida a la que plasmaban en las películas. Nada de gorgoteos lascivos, nada de sonidos roncos y ahogados. Nada. Tan solo un agradable sabor duradero, como el que le producía la carne que solía tomar en la barbacoa del tío Phil, o tal vez ni eso. Ahora ya no podía pensar en carne de ternera a la brasa, ya que el solo hecho de rememorar su intenso aroma le provocaba desagradables arcadas.
La piel de la mujer se tornó de un color grisáceo sepulcral, y sus mejillas perdieron cualquier atisbo de rubor que pudiera quedarles. Randall sacó el tubo embolsado que llevaba en el bolsillo y lo cambió por el que había seccionado, conectándolo de nuevo a la bolsa de suero como si allí no hubiera pasado nada. Nada excepto que en la cama, antes se encontraba una persona viva y ahora un cadáver exanguinado, al igual que había sucedido con los otros tres enfermos terminales de los últimos días.
Apartó el pensamiento antes de volver a conectar la máquina de electrocardiograma, con la intención de no sentirse culpable por el crimen que acababa de cometer. En cambio, durante la última semana, ya había visto varias veces cómo el respirador insuflaba aire en los pulmones de un cadáver y las imágenes se superponían en su retina.
†
2.
Se encaramó a la ventana mientras la máquina del electrocardiograma emitía un pitido continuo y, tras ojear por última vez la escena, se percató de que el brazo de la mujer continuaba caído a un lado y el camisón se le había descolgado dejando el hombro al aire.
Pensó en que no podía dejarla así, todo el mundo tiene derecho a morir con dignidad, tal y como apuntó el propio hijo de la mujer que ahora yacía en su lecho de muerte. Y aquello incluía aquella extremidad colgante y aquel hombro descocado.
Con ambas manos recogió el brazo de la mujer y lo acurrucó a un costado. Agarró el camisón, que dejaba entrever uno de los pechos, y recolocó la prenda con los ojos cerrados. Ya tenía bastante con la imagen del respirador bombeando aquel cuerpo inanimado, como para añadir la del seno de la pobre mujer a su repertorio de recuerdos para olvidar. Subió el tirante y notó algo más frío incluso que su propia carne. Tanteó con la mano y descubrió una cadena. También se había descolgado y caía a un lado del cuello.
—¡Oh, joder! —gritó sin contemplación alguna.
Abrió los ojos y observó cómo su piel ardía. Sobre la palma de su mano, un crucifijo plateado mostraba la imagen de Jesús, rodeado de un fuego purificador que consumía la carne de Randall.
Lo soltó de golpe y, tras un par de soplidos, apagó el pequeño incendio, aunque la silueta de la cruz quedó tatuada en forma de herida. La mano le dolía sobremanera, pero no se trataba de un terrible dolor como el que sintió años atrás, cuando se quemó la pierna con la moto de su primo Peter. Entonces la piel se quedó pegada al tubo de escape y su herida palpitó al compás de los latidos de su corazón, creciendo con cada pulsación. Ahora, el dolor que le había causado la cruz era mucho más seco, un dolor huérfano de vida. Observó el crucifijo sobre el pecho de la mujer y sintió una enorme presión detrás de las córneas, como si fueran a explotarle. Le entraron ganas de bufar como los vampiros de las pelis, y la simple idea de hacerlo le pareció disparatada aunque necesaria. Como buenamente pudo contuvo el bufido.
El prolongado pitido del electro había atraído la curiosidad de alguien que manipulaba la manivela de la puerta y el poder del crucifijo, tan visible, le invitaba a abandonar la estancia, de modo que hizo lo que se suponía que tenía que hacer. Bufó como un gato erizado y se lanzó por la ventana sin mirar atrás para desaparecer en la noche.
†
3.
El jardín se abarrotaba de jóvenes que consumían ponche y cerveza en cantidades industriales. Y aunque muchos de ellos pronto necesitarían vaciar sus vejigas, ninguno había sido invitado a entrar en la casa, por lo que una jauría adolescente se vería abocada a regar las plantas de la madre de Thomas durante toda la noche. Varias veces.
—Juliette, necesito respuestas —dijo casi a gritos debido a que la música de la fiesta se elevaba por encima de cualquier conversación.
—Vamos, cariño —dijo acariciando el mentón de Randall—, sabes que no te las puedo dar. Te lo he dicho decenas de veces, tienes que descubrirlo por ti mismo. ¡De lo contrario no sería divertido! —espetó y rio a carcajadas.
—¿Divertido? ¿Te parece divertido? ¿Qué piensas hacer con Thomas? Te he visto hablando con él en la entrada, y no parecía que fueras con muy buenas intenciones.
—¿Thomas? ¿Ese idiota pretencioso? —dijo en un intento de confundirle. La cara del muchacho seguía impasible, mensaje que ella recibió al momento—. ¡Vaya, no eres tan tonto como creía!
—¿Te ha invitado a entrar en la casa?
—Todavía no, pero puedo apañármelas.
—Juliette —dijo y miró a su alrededor para comprobar si le estaban observando—, a mis amigos, no. Escoge a cualquier otro.
—¡Pero si no es tu amigo! ¡Es un gilipollas!
—Juliette, no.
—¿Ah, no? ¿Y qué me vas a hacer?
—Si le haces daño... no seguiré contigo. —Titubeó—. Sé que tú me has convertido, pero si atraviesas esa puerta hemos terminado. Tú por tu camino y yo por el mío —dijo, y Juliette arrugó el labio. Después estiró la sonrisa todo lo que pudo y se encogió de hombros.
—¡Chicos! —dijo una voz desde el interior de la vivienda refiriéndose a los invitados que bebían y bailaban en el jardín, incluidos los dos chavales que orinaban en el muro —. ¡Entrad a la casa, la fiesta todavía no ha terminado!
†
4.
Sentada en el borde de la cama decidió que había cometido un error. Su cuerpo desnudo de curvas perfectas y piel lechosa era iluminado por una única vela que titilaba. Se levantó y se dispuso a ponerse la ropa. La fiesta había sido una mierda, como ya esperaba, pero por lo menos había saciado su sed con Thomas, otro imbécil que si no era virgen poco le faltaba. Juliette quería que lo vieran allí, muerto con las pelotas al viento y su ridículo pene retraído. Imaginaba a los policías reconociendo la escena del crimen mientras alguno hacía algún chiste sobre los atributos del chaval y le hizo gracia. Sin embargo, las marcas que le había dejado en el cuello eran completamente visibles, y tampoco era cuestión de iniciar una caza de vampiros por exhibir unas pelotas arrugadas.
Cuando terminó de vestirse, la vela ya no era más que una leve gota de luz a punto de evaporarse. Ajustándose la vaporosa blusa determinó que no tenía que haber convertido a ese tal Randall. En lugar de comportarse como un auténtico vampiro, lo único que hacía era chupar sangre de enfermos y seguir relacionándose con humanos. Sí, Randall había sido su gran error. Tarde o temprano lo descubrirían, tarde o temprano lo perseguirían y tarde o temprano vendrían a por ella también, así que, más bien temprano que tarde, tendría que ocuparse de él. Y eso no era bueno, porque que un vampiro mate a otro vampiro es el peor de los crímenes que puede cometer. Debería pararlo cuanto antes y obligarle a volver, era su única opción.
Recogió la vela, derramó la cera derretida sobre la mesilla y la llama recobró su fulgor. La aproximó al cuerpo de Thomas para observarlo. Su boca se había abierto como un buzón y Juliette trató de cerrársela, pero se abrió nuevamente.
—Patético —dijo agachándose y acercó la llama a una esquina del edredón. La habitación se iluminó como si fuera de día y pronto Thomas estuvo envuelto en una gran bola de fuego.
Volvió a pensar en Randall y en aquella chica, Christine, justo antes de saltar por la ventana y escapar de las llamas. Tenía que vigilarlos. Se le pasó por la cabeza una idea espantosa. Randall, ese imbécil que rapiñaba sangre de moribundos, si se lo planteaba podría convertir a su nueva novia para, los dos juntos, ir a por ella. Podrían matarla, y eso sí que no lo podía permitir.
†
LAS NOCHES DE JULIETTE
CAPÍTULO III - ACTUS MORTIS
1.
La voz de Juliette le llamaba casi en un susurro. Un susurro que tan solo sonaba en su cabeza. «Cruza el parque», decía. «Ven, Randall. Solo tú puedes salvarla». Y eso hizo. Cruzó el parque corriendo más rápido que nunca, dando enormes zancadas que casi se convertían en un prolongado vuelo. Por un momento experimentó lo que sienten los astronautas cuando van al espacio, esa ligera y placentera sensación de ingravidez que era incapaz de disfrutar, porque la ira había devorado cualquier otro sentimiento en su interior. Cuando llegó al centro del parque la sensación de ingravidez desapareció, y volvió a caminar como el ser humano que ya no era. Para el ojo inexperto hubiera resultado imposible encontrar a las dos mujeres en aquella oscuridad absoluta, pero no así para el ojo de un vampiro, no así para Randall, y la visión le dejó petrificado.
Juliette sujetaba a Christine por detrás. Sus afiladas uñas le inmovilizaban el cuello con firmeza, clavándose en su carne como dos garras infernales. La uña del dedo pulgar se adentraba en la piel a la altura de la yugular, y aunque tan solo le había producido una pequeña herida sangrante que creaba un riachuelo rojo de unos centímetros, no quería ni pensar qué pasaría si Juliette decidía apretar sus garras. En el suelo, una navaja ensangrentada era testigo de que Christine se había defendido. Bien por ella.
—Mira lo que me ha hecho tu zorrita —dijo Juliette metiéndose el dedo índice por una raja que casi le atravesaba la mejilla—. Randall, pensaba darte una segunda oportunidad, intentar que volvieras a mí y, quizá, convertir también a tu nueva novia, pero por tu cara creo que no vas a querer volver conmigo. ¿Verdad, mi amor?
Randall mostró sus colmillos como lo hace un animal salvaje, advirtiendo a su enemigo de que se está metiendo en un terreno pantanoso. Estaba tan cerca de Juliette que era capaz de distinguir el olor de su sangre, y podía afirmar que resultaba mucho más apetecible que la de Christine, más apetitosa que la de las personas que había asesinado en el hospital, e incluso olía mucho, pero que mucho mejor que los filetes que preparaba su tío Phil. El aroma dulce de la sangre de Juliette le obligó a inhalar con fuerza y, al hacerlo, su lengua golpeó el paladar de manera compulsiva.
—¡Oh, mira! ¡El chico bueno se está enfadando! ¡Pues si quieres salvarla tendrás que portarte mal! Tendrás que ser un niño malo —dijo de manera burlona.
La afilada garra atravesó la yugular de Christine como si hubiera agujereado un globo de agua, y un fino chorrito bermellón salió proyectado. Los colmillos de Juliette se alargaron y perforó su cuello con un sonoro mordisco. Para cuando Randall las alcanzó, la frágil piel de Christine manaba sangre a borbotones y la vampira la absorbía a placer. Randall trató de separarlas sin éxito alguno, ya que la fuerza de aquel ser era inconmensurable. Discernía sobre cómo conseguir que la soltase cuando el instinto le sacudió como lo hace una ola contra un acantilado. La herida en la cara de Juliette ya se estaba cerrando, sin embargo, el aroma era cada vez más dulce, cada vez más apetitoso.
—Vuelve Randall, regresa a mí —dijo Juliette sin mover los labios, puesto que los tenía demasiado ocupados con el cuello de Christine, y Randall lo escuchó en su cabeza a la perfección—. Vuelve. Ahora.
Atraído por el pálido cuello de Juliette su boca se tornó en unas terribles fauces y ella sonrió complacida, creyendo que Randy se uniría a la fiesta. El bueno de Randy. Y en cierto modo así fue. Atenazó con tanto ímpetu el cuello de la vampira que la dura piel se quebró con un chasquido y se vio obligada a soltar de golpe a Christine, quien cayó al suelo prácticamente muerta.
El hecho de que un vampiro beba sangre de otro, representa un ritual extremadamente íntimo, un acto que los vincula en un estado de placer mucho más allá del que puedan gozar dos simples humanos. Por ese motivo Juliette se dejó llevar en sus brazos mientras él seguía comprimiendo sus mandíbulas como lo hace un león con el cuello de una gacela. Succionó permitiendo que el dulce sabor inundase su boca, y le encantó, no como aquel regustillo metálico que tenía toda la otra sangre. Ella sintió que Randall chupaba con demasiada intensidad, de modo que trató de zafarse del mordisco, pero él la sujetó por la nuca para que no se moviese y siguió succionando. Para cuando ella se quiso dar cuenta de que la estaba matando, ya era demasiado tarde y estaba demasiado débil como para escapar.
—Randy, no. No lo hagas… —fue todo lo que pudo decir antes de que su piel se quedase mustia y seca, y sus ojos se hundieron en sus cuencas.
†
2.
—¡Christine! —dijo Randall y observó que su cuello ya no sangraba, posiblemente porque no quedaba demasiada sangre que pudiera escapar por los agujeros.
Se sentó a su lado, la levantó y se la llevó sobre sus piernas. La chica respiraba con dificultad, pero a fe que no tardaría en dejar de hacerlo. Acarició su cara todavía tibia y besó su mejilla con la punta de los labios.
—Lo siento, Christine. Es todo culpa mía.
—Ayúdame, Randy —dijo ella con palabras que no salían por su garganta, sino que eran pronunciadas con un suspiro.
—¡No puedo! ¡Ella te ha mordido! ¡No hay nada que yo pueda hacer!
—Sí que lo hay.
—No, Christine. Eso no. Esa bestia me transformó en lo que soy en contra de mi voluntad. ¿Cómo voy a hacerte pasar por lo mismo? —dijo señalando sus colmillos, todavía impregnados con la sangre de Juliette— Ni siquiera sé lo que soy.
Christine, venciendo la fatiga que sentía, levantó la mano y acarició su cara. Trazó las curvas de sus facciones hasta que se detuvo en los colmillos. Randy pudo observar que sus ojos se apagaban tan rápido como lo hace una vela cuando alguien la sopla con fuerza, y el ruido de aquel absurdo soplido bloqueó sus pensamientos. La sonrisa que ella siempre proyectaba se desvanecía por segundos.
—Hazlo, por favor. Lo descubriremos juntos.
Las lágrimas se acumulaban atrapadas en sus vidriosos ojos, ojos humanos con los que miró por última vez el rostro de Randy, y por primera vez observó el rostro del mal. Los apretó dejando resbalar las lágrimas que bajaron hasta las comisuras de su boca. Randy asintió, aunque ella ya no podía verlo, y tomó la navaja del suelo.
—¿Siempre juntos? —susurró Randall, y ella lo repitió con un hilo de voz.
Ahí estaba otra vez, flotaba en el aire ese olor inconfundible. Era el miedo. Podía sentir cómo, la todavía humana Christine, exhalaba el pestilente aroma por cada poro de su piel. Randall acercó la navaja a su muñeca y la abrió de un tajo, para permitir que su sangre, casi negra y espesa, cayera a borbotones en la boca de Christine.
—Siempre juntos —volvió a sellar el acuerdo con sus palabras, pero ella ya no contestó.
Christine había muerto.
†
†
LAS NOCHES DE CHRISTINE
CAPÍTULO IV - POST MORTEM
1.
Las puertas del cine se abrieron y el público comenzó a salir al exterior. A pesar de que se trataba de una película de terror, todos bromeaban y comentaban la cinta. Algunos de ellos tomaron la acera del Cadillac Lounge hacia arriba y otros entraron en el local, pero la gran mayoría se quedó conversando unos minutos más en la misma fachada del cine.
El aire se volvió más frío y una brisa húmeda zarandeó las hojas sobre la acera del parque. Suaves ráfagas de viento trajeron gotas de lluvia que pronto se intensificó hasta convertirse en una fuerte tormenta. Como si hubieran lanzado un petardo en mitad de la multitud, la gente se dispersó marchándose en todas direcciones. Dos de ellos tomaron la errónea decisión de acortar el trayecto hasta casa cruzando el parque.
En las películas de vampiros, sobre todo en las que se filmaron a primeros y mediados del siglo XX, el protagonista siempre entraba en escena con una recua de relámpagos que iluminan la escena. No solía haber ninguna tormenta a la vista, pero las exhalaciones cruzaban el cielo nocturno añadiendo intensidad a la aparición del vampiro más importante del reparto, y si encima se añadía una risa burlona de fondo, la secuencia ejercía un atroz impacto sobre el espectador.
Si aquella noche en el parque se hubiera filmado la escena de una película, con toda probabilidad, un rayo hubiera cruzado el firmamento en el instante que Juliette se incorporó, levitando a más de un palmo del suelo. A los pocos segundos, el siguiente relámpago hubiera iluminado la perversa sonrisa de la vampira, al tiempo que un trueno hubiera roto el silencio de la noche. Pero aquello no era ficción. Juliette avanzaba flotando sin llamar la atención arropada por el manto oscuro, mientras una intensa y sonora lluvia empapaba sus ensangrentadas ropas.
†
2.
Al presionar con fuerza sobre el corte, la muñeca de Randall dejó de sangrar. La boca de Christine rebosaba el oscuro maná que había surgido de aquel que quería convertirla, pero ella era incapaz de engullirlo. Randall zarandeó su mandíbula convencido de que su cuerpo inerte ya no podía completar la transformación, sin embargo, el espeso líquido bajó por el esófago de la chica de manera paulatina justo antes de que empezase a llover.
†
3.
Christine observaba las interminables paredes que, repletas de un horripilante papel pintado, flanqueaban el largo pasillo. El suelo forrado de moqueta roja absorbía el ruido de sus pasos, lo que le hizo pensar que, llegado el caso, también ocultaría la presencia de cualquiera que se le acercase. Podrían estar acechándole por la espalda en ese mismo momento. Giró sobre sus talones y solo las llamas de los candelabros se movieron, lo que le tranquilizó. Determinó que el corredor era tan extenso que resultaría casi imposible sorprenderla.
Recapacitó. ¿Dónde estaba? Lo último que recordaba era el parque, pero ¿qué había pasado allí? Recorrió el corredor acariciando los candelabros y, al pasar la mano por encima de las llamas, comprobó que el fuego no le hacía daño alguno, ni siquiera una ligera molestia. Le atenazó un intenso dolor en el cuello y los recuerdos le asaltaron sin previo aviso. Juliette la había matado, una jodida vampira hija de puta había acabado con su vida. Ya no pensaba si aquello era posible, si era racional o no, puesto que había visto a Randall con sus propios ojos succionar hasta la última gota de sangre de aquella perra. Lo que se preguntaba era si tal vez se encontraba en el purgatorio y si alguien, quizá el jefe del infierno o del cielo, si acaso alguno de los dos existía, la estaba esperando al final del pasillo.
—No lo hagáis —dijo una voz oscura y gutural, pero allí solo estaba ella revisando cada rincón de la estancia. La voz parecía provenir de todos los sitios y de ninguno a la vez.
—Que no hagamos ¿qué exactamente?
—No matéis a mi hija. Está prohibido. —Y la última palabra sonó deformada, algo así como «prohibiiiiiro».
—Si con matar a su hija se refiere a la puta de Juliette, no se preocupe. Ya está muerta. —Esbozó una sonrisa.
—No lo está —dijo la voz, y la sonrisa de Christine se borró al instante—. Debéis dejarla marchar.
Le pareció ver algo a lo lejos, una especie de borrón. Al concentrarse en descubrir qué forma tenía, aquella sombra se acercó a ella con tal rapidez que se vio obligada a dar un paso atrás. La figura se detuvo a tan solo una decena de metros. Era una suerte de vampiro de tez monstruosa, orejas puntiagudas que parecían fundirse con su cabeza, ojos amarillentos y largos colmillos. Aunque lo que realmente le horripiló fue la visión de aquellos labios retraídos que dejaban expuesta prácticamente toda la dentadura. Cerró los ojos por un instante y cuando los abrió, el ser había avanzado hasta colocarse justo delante de su cara.
—¡Está prohibido! —dijo y se esfumó con el siguiente parpadeo.
Las velas del pasillo se apagaron y el habitáculo se quedó completamente a oscuras. Sintió como si la agarraran del pecho, pero no desde fuera. Fue como si una mano aplastara sus órganos vitales y tirase de ella hacia arriba. Se descubrió elevándose en la oscuridad más absoluta mientras notaba cómo sus órganos intentaban salirse de su cuerpo, atravesó el techo intangible y después se precipitó durante unos segundos que le parecieron horas. Lo siguiente que vio fue a Randall reclinado sobre ella.
†
4.
—Hay alguien ahí —aseveró uno de los chavales que corría por el parque elevando su voz por encima del murmullo de la lluvia, y se detuvo en seco al observar que los pies de la mujer no tocaban el suelo.
—¿Estás viendo eso? —contestó el otro que también se había parado. Estiró de su chaqueta para taparse la cabeza, y evitar así que se deshiciera su trabajado tupé.
—¿Está flotando?
—Hostias, no creo tío. No puedo verlo bien, será un efecto raro por la lluvia. —dijo Mike convenciéndose a sí mismo—. ¿No es Randall el que está tirado en el suelo?
—Yo qué sé, tío. Yo me piro —dijo el otro al tiempo que escapaba pisoteando los charcos del camino. Saltó por encima de una pequeña valla y salió por un lateral del parque sin mirar atrás.
El otro chaval volvió a bajarse la chaqueta permitiendo que el agua le calase, y se aproximó a la mujer que aparentemente flotaba para comprobar que aquella levitación no tenía nada de aparente, que sus pies se separaban un palmo del suelo y que avanzaba a voluntad sin ni siquiera moverlos.
—¿Randall? ¿Estás bien?
La voz de Mike no llegó a los oídos de su amigo, pero sí a los de la mujer que al escucharlo se paró de golpe. Juliette giró la cabeza y mostró al joven del tupé chorreante sus ojos hundidos y un aterrador rostro esquelético.
†
5.
—¡Juliette! —gritó Randall. Se había incorporado y simulaba la silueta de un pistolero, esperándola de pie con las piernas separadas—. ¡Déjalo en paz! ¡Ven a por mí si es lo que quieres!
Juliette se limitó a emitir un bufido gutural, aunque consiguió que dejase de centrarse en Mike. Randal continuó gritándole, tratando de distraerla mientras se acercaba a ella con la intención de facilitarle la huida a su amigo, pero el pobre muchacho estaba paralizado por el miedo. Un miedo que apestaba en mitad de la lluvia como los vestuarios del equipo local después del partido. Juliette apuntó a Randall con la mano, realizó un movimiento de muñeca y salió propulsado hacia atrás con tanta fuerza que se estampó contra un grueso árbol y partió el tronco con su espalda. Tras la colisión, su cuerpo giró por el aire de manera aleatoria y cayó Randall entre los árboles varios metros más allá, quedando maltrecho sobre el fango.
La piel ya cadavérica de la mano con la que había atacado a Randall se resquebrajó debido al sobresfuerzo, y algunos huesos y tendones quedaron a plena vista. Bajó el brazo sin prisa y continuó avanzando en dirección al muchacho, a quien le costaba reconocer a Juliette bajo la demoníaca imagen de la mujer que quería matarle.
A pesar de haber sobrevivido a los colmillos de Randall, Juliette se había quedado casi sin sangre. Padecía tantos daños que, un ataque tan sencillo como el que acababa de efectuar, la dejaba todavía más débil. Su vista tampoco estaba en óptimas condiciones como para ver con tanta lluvia, pero no la necesitaba para encontrar a Mike. Además del miedo que emanaba aquel chaval, percibía el aroma de su sangre aún sin que hubiera brotado fuera de su cuerpo.
Randal consiguió regresar al camino arrastrándose entre los árboles y, aunque fue incapaz de ponerse de pie, observó que Christine sí se había levantado y se alejaba de él. Le había dado la espalda.
—¡Christine! —gritó Randall. Pero no le hizo caso y, aunque le dolió que ni siquiera levantase la mano a modo de despedida, no le sorprendió que lo dejase tirado en aquella mezcla de fango y estiércol, después de todo el mal que él le había causado.
—¿Randall? ¿Qué narices es lo que pasa? —berreó Mike.
—¡Mike, tienes que irte de aquí cagando leches! —Notaba como sus costillas rotas se recomponían bajo su piel, y tal vez una vértebra o dos volvían a estar en su sitio, pero no podía casi moverse—. ¡Juliette va a por ti y yo no puedo hacer nada para detenerla!
—Tú no —dijo Christine que pasó corriendo por su lado mientras sujetaba un tablón que había arrancado de la cerca—, pero yo sí.
Está prohibido, recordó. «Prohibiiiiro». Pero aun así continuó avanzando cada vez más rápido bajo la intensa lluvia, y por un momento dejó de tocar el suelo. Para cuando Juliette se quiso dar cuenta de que Christine iba a por ella, una tabla de madera atravesaba sus costillas de atrás hacia delante, y su oscuro corazón se detenía ensartado en la improvisada estaca. La propia trampa de lluvia que ella misma había elaborado para que no la descubrieran se volvió en contra suya.
La lluvia se detuvo en el mismo instante en el que el cuerpo de Juliette cayó al suelo, y Christine supo en el acto que iban a tener muchos problemas por haber hecho algo prohibido. Mike se había esfumado y pensó que, con suerte, tal vez el chaval no habría presenciado la escena, aunque tampoco le hubiese importado probar cómo sabía su sangre. Regresó con Randall que ya casi había conseguido levantarse. Al encontrarse de frente, ambos se percataron que lucían unos enormes colmillos afilados y sus rostros reflejaban pura rabia. Sus facciones se relajaron y sus rostros volvieron a parecer humanos. Christine le agarró la mano entrelazando sus dedos y esbozó una sonrisa.
—Así se mata a un vampiro. Idiota —dijo ella, aunque la última palabra no se entendió muy bien porque cuando la pronunció, sus labios ya casi estaban tocándose.
†
LAS NOCHES DE CHRISTINE
FINAL EXTRA EXCLUSIVO PARA SUSCRIPTORES
EPÍLOGO - LARVAE CONVIVIALES
1.
El recuerdo de la muerte es lo que anima a vivir, a seguir adelante a pesar de las adversidades o penurias que se cruzan en nuestras vidas. Es por ese motivo que, desde los tiempos de la antigua Roma, los esclavos llevaban a la mesa en mitad de la «gustatio» un esqueleto de plata de tamaño natural, para recordar a los comensales la certeza de que todo se acaba, y celebrar así la vida disfrutando de cada momento al máximo.
Esa costumbre ha quedado arraigada durante milenios, hasta el punto que no es necesario recordar que la muerte vendrá un día a por nosotros mostrando un macabro esqueleto en mitad de la cena de Nochebuena, por ejemplo. Sin embargo, seguimos reuniéndonos alrededor de una mesa para celebrar, y nos agasajamos con manjares tratando de conseguir un ágape único y mejor que el anterior, si cabe. Ese estado de calma que nos brinda deleitar de la comida y del momento, ese grado de satisfacción, de felicidad al fin y al cabo, nos envuelve en una especie de aura que hace que incluso nuestra sangre sepa diferente, mucho más apetitosa, mucho más pura.
Por ese motivo, el banquete de fin de año era el mejor momento para cazar, y eso Randall y Christine también lo sabían.
El recuerdo de la muerte es lo que anima a vivir, a seguir adelante a pesar de las adversidades o penurias que se cruzan en nuestras vidas. Es por ese motivo que, desde los tiempos de la antigua Roma, los esclavos llevaban a la mesa en mitad de la «gustatio» un esqueleto de plata de tamaño natural, para recordar a los comensales la certeza de que todo se acaba, y celebrar así la vida disfrutando de cada momento al máximo.
Esa costumbre ha quedado arraigada durante milenios, hasta el punto que no es necesario recordar que la muerte vendrá un día a por nosotros mostrando un macabro esqueleto en mitad de la cena de Nochebuena, por ejemplo. Sin embargo, seguimos reuniéndonos alrededor de una mesa para celebrar, y nos agasajamos con manjares tratando de conseguir un ágape único y mejor que el anterior, si cabe. Ese estado de calma que nos brinda deleitar de la comida y del momento, ese grado de satisfacción, de felicidad al fin y al cabo, nos envuelve en una especie de aura que hace que incluso nuestra sangre sepa diferente, mucho más apetitosa, mucho más pura.
Por ese motivo, el banquete de fin de año era el mejor momento para cazar, y eso Randall y Christine también lo sabían.
†
2.
En la mesa de al lado, una familia de cinco comensales atacaba sus platos como si no hubieran comido en años. El padre se inclinaba por los variados aperitivos y, que Randall hubiese contado, había repetido hasta seis veces la cazuelita de ternera estofada con trufa. La hija adolescente y el niño pequeño se inclinaban más por el pescado al horno con emulsión de verduras confitadas, y la madre debía de tener algún problema de intolerancias, porque la pobre solo comía gambas desde que se había sentado en la mesa. El último miembro, el abuelo, se limitaba a masticar verduras asadas mirando con recelo al cebado yerno.
Posiblemente el abuelo era el único cuya sangre no tendría un sabor tan agradable, no por la vejez en sí, sino por la envidia. La envidia olía fatal, apestaba a sangre rancia y alejaba a los vampiros. Tal vez ese era uno de los motivos por el que todos los envidiosos hijos de puta del mundo nunca morían a manos de un chupasangre. Su aura estaba tan podrida como el agua de una ciénaga.
A Mike le encantaba comer, y cuando lo hacía su llamativa fragancia era única. Aquella noche en el parque, hace ya tres años, Juliette percibió su olor incluso a través de la lluvia, y eso que tan solo se había alimentado a base de palomitas con mantequilla derretida, Coca Cola light y perritos industriales. Eso sí, Mike eligió la opción Hot Dog Supreme, con cebolla, queso y extra de pepinillos, las cuatro veces que visitó el puesto de comida.
La cena que ahora todos tenían delante, a excepción de Mike que ya casi se la había terminado, superaba con creces aquellos perritos grasientos, por lo que el aroma del mortal tapaba el de los vampiros, y su hambre voraz cubría sobradamente la necesidad de vaciar los platos de Randall y de Christine. Literalmente, Mike comía por tres.
En las otras ocho mesas en su mayoría comían distraídos, y algunos de ellos hablaban tan alto que casi berreaban, debido al efecto causado por el vino y la cerveza.
La única mesa que no podían controlar desde su posición era la que se encontraba en la otra esquina de la sala y, por lo que Randall había percibido, ninguno de ellos comía.
Los camareros, en su mayoría, parecían casi normales. Uno de ellos, el que les servía comida en su mesa, cuando trajo el pescado tenía restos de salsa tártara en la comisura de la boca, lo que resultaba bastante cómico. Al acercarse, Christine inhaló su dulce aroma. Era una mezcla de venganza y satisfacción, algo que sin duda hacía salivar a cualquiera que temiese a los crucifijos. Comentó el detalle de la mancha de salsa con Randall y desde aquel momento decidieron llamarlo el Tártaro, mote que a Christine le causó una prolongada risa que le obligó a descorrer la cremallera de la chaquetilla roja que llevaba puesta, pero no demasiado. Tampoco quería levantar sospechas.
Observó cómo otros tres camareros tomaban refrescos detrás de la barra entre plato y plato, pero aún le quedaban dos a los que no había visto que se llevaran nada a la boca, y tampoco pudo detectar su aroma. El de piel morena y pelo ensortijado se hacía cargo de la caja registradora además de servir, eso sí que lo sabía, y el que era rubio y de piel blanca parecía su subordinado. Minutos antes había escuchado una conversación que había mantenido el rubio con el de la salsa tártara. Al parecer, el Tártaro le indicaba lo que debía de hacer, pero al rubio no parecían gustarle las órdenes de su compañero, porque torció el gesto y le sacó el dedo.
—¡Le ha enseñado el dedo palabrota! —apuntó el niño de la mesa de al lado, y su padre le propinó una suave colleja indicando que no debía meterse en los asuntos de los camareros. —Están trabajando y lo que menos les apetece es aguantar los comentarios de un niño repelente.
El rubio se guardó el dedo al escuchar la observación del niño y el Tártaro le dijo que era un cabezón, que su cabeza era tan grande que nunca podría ser chef porque no le entraría el gorro de cocinero. El comentario hizo reír a buena parte del salón, momento que Randall aprovechó para tomar el plato de Mike y cambiarlo por el suyo.
—¿Está buena la carne, Mike? —preguntó Randall.
—Bastante bien, sí. Si acaso tu filete un poco seco, el mío estaba más jugoso.
—Perfecto —dijo Randall y reclamó la presencia del rubio—. Disculpe —Levantó una esquina del plato y pinchó la carne un par de veces con el tenedor—. ¿Puede probar este rosbif? Creo que está demasiado seco.
—Claro, señor.
El camarero cortó un pedazo de la zona donde Mike todavía no había comido y se lo metió en la boca.
—¿Y bien?
—Mmm… —ronroneó mientras masticaba—. Bastante seco, sí. Se lo cambiamos enseguida, disculpe las molestias.
—No se preocupe, era solo por confirmar la evidencia. —Aunque Randall no se refería exactamente al rosbif. Reclamó la confirmación de Christine con los ojos y ella asintió—. Puede retirarlo.
—Pero no había terminado… —dijo Mike cuando el camarero ya no podía oírles.
Christine le lanzó una mirada colérica que le hizo callar al instante.
—¿Cuántos has contado, Randy?
—Creo que nueve, quizá diez con el de la caja.
—¿Y la de la mesa central?
—¿Quién? —preguntó Randall y después se fijó en ella.
Tuvo que inclinarse indiscretamente para verla, pero no le resultó difícil mantener el equilibrio de la silla con dos patas. Era una mujer esbelta que jugueteaba con su copa de vino y reía junto al resto de integrantes de la pequeña mesa redonda, tres hombres de mediana edad. Ella había dejado caer uno de sus zapatos de tacón y su pie descalzo revoloteaba en la entrepierna del que se encontraba enfrente.
—¿Lo has visto ya o no?
—Pero ¿qué tengo que ver? Simplemente está charlando y bebiendo vino, bueno, e intentado llevarse al huerto a un idiota baboso.
—¿Seguro que es vino?
Randall observó cómo la mujer volvía a beber de nuevo. Parecía vino, sí, pero la densidad era ligeramente superior y un poco más oscuro, nada que pudieran apreciar tres hombres demasiado ebrios y sobradamente lascivos.
—Tienes razón. Doce, entonces.
La mujer se levantó y se marchó al servicio contoneando las caderas. Los tres hombres rieron e hicieron varios comentarios al que se levantó y fue tras ella.
—Mike, vete —dijo Christine enfundándose los guantes de cuero negro que tenía preparados sobre la mesa.
Mike sabía de sobra lo que pasaba inmediatamente después de que Christine se los pusiera, y no pretendía estar a menos de un kilómetro cuando empezase la verdadera fiesta. Así que se quitó la servilleta de los pantalones tan rápido, que estiró del mantel y por poco no provoca un pequeño desastre. Se levantó y salió por la puerta sin ni siquiera despedirse del camarero de pelo ensortijado.
—Voy a comprobar la cocina —dijo Randall—, vuelvo enseguida. No hagas nada hasta que vuelva.
—Randy, ya me conoces. No me pidas que haga promesas que luego no pueda cumplir.
—En fin, me daré prisa. —Cruzó el salón abrochándose los botones de la chaqueta y atravesó la doble puerta.
En las otras ocho mesas en su mayoría comían distraídos, y algunos de ellos hablaban tan alto que casi berreaban, debido al efecto causado por el vino y la cerveza.
La única mesa que no podían controlar desde su posición era la que se encontraba en la otra esquina de la sala y, por lo que Randall había percibido, ninguno de ellos comía.
Los camareros, en su mayoría, parecían casi normales. Uno de ellos, el que les servía comida en su mesa, cuando trajo el pescado tenía restos de salsa tártara en la comisura de la boca, lo que resultaba bastante cómico. Al acercarse, Christine inhaló su dulce aroma. Era una mezcla de venganza y satisfacción, algo que sin duda hacía salivar a cualquiera que temiese a los crucifijos. Comentó el detalle de la mancha de salsa con Randall y desde aquel momento decidieron llamarlo el Tártaro, mote que a Christine le causó una prolongada risa que le obligó a descorrer la cremallera de la chaquetilla roja que llevaba puesta, pero no demasiado. Tampoco quería levantar sospechas.
Observó cómo otros tres camareros tomaban refrescos detrás de la barra entre plato y plato, pero aún le quedaban dos a los que no había visto que se llevaran nada a la boca, y tampoco pudo detectar su aroma. El de piel morena y pelo ensortijado se hacía cargo de la caja registradora además de servir, eso sí que lo sabía, y el que era rubio y de piel blanca parecía su subordinado. Minutos antes había escuchado una conversación que había mantenido el rubio con el de la salsa tártara. Al parecer, el Tártaro le indicaba lo que debía de hacer, pero al rubio no parecían gustarle las órdenes de su compañero, porque torció el gesto y le sacó el dedo.
—¡Le ha enseñado el dedo palabrota! —apuntó el niño de la mesa de al lado, y su padre le propinó una suave colleja indicando que no debía meterse en los asuntos de los camareros. —Están trabajando y lo que menos les apetece es aguantar los comentarios de un niño repelente.
El rubio se guardó el dedo al escuchar la observación del niño y el Tártaro le dijo que era un cabezón, que su cabeza era tan grande que nunca podría ser chef porque no le entraría el gorro de cocinero. El comentario hizo reír a buena parte del salón, momento que Randall aprovechó para tomar el plato de Mike y cambiarlo por el suyo.
—¿Está buena la carne, Mike? —preguntó Randall.
—Bastante bien, sí. Si acaso tu filete un poco seco, el mío estaba más jugoso.
—Perfecto —dijo Randall y reclamó la presencia del rubio—. Disculpe —Levantó una esquina del plato y pinchó la carne un par de veces con el tenedor—. ¿Puede probar este rosbif? Creo que está demasiado seco.
—Claro, señor.
El camarero cortó un pedazo de la zona donde Mike todavía no había comido y se lo metió en la boca.
—¿Y bien?
—Mmm… —ronroneó mientras masticaba—. Bastante seco, sí. Se lo cambiamos enseguida, disculpe las molestias.
—No se preocupe, era solo por confirmar la evidencia. —Aunque Randall no se refería exactamente al rosbif. Reclamó la confirmación de Christine con los ojos y ella asintió—. Puede retirarlo.
—Pero no había terminado… —dijo Mike cuando el camarero ya no podía oírles.
Christine le lanzó una mirada colérica que le hizo callar al instante.
—¿Cuántos has contado, Randy?
—Creo que nueve, quizá diez con el de la caja.
—¿Y la de la mesa central?
—¿Quién? —preguntó Randall y después se fijó en ella.
Tuvo que inclinarse indiscretamente para verla, pero no le resultó difícil mantener el equilibrio de la silla con dos patas. Era una mujer esbelta que jugueteaba con su copa de vino y reía junto al resto de integrantes de la pequeña mesa redonda, tres hombres de mediana edad. Ella había dejado caer uno de sus zapatos de tacón y su pie descalzo revoloteaba en la entrepierna del que se encontraba enfrente.
—¿Lo has visto ya o no?
—Pero ¿qué tengo que ver? Simplemente está charlando y bebiendo vino, bueno, e intentado llevarse al huerto a un idiota baboso.
—¿Seguro que es vino?
Randall observó cómo la mujer volvía a beber de nuevo. Parecía vino, sí, pero la densidad era ligeramente superior y un poco más oscuro, nada que pudieran apreciar tres hombres demasiado ebrios y sobradamente lascivos.
—Tienes razón. Doce, entonces.
La mujer se levantó y se marchó al servicio contoneando las caderas. Los tres hombres rieron e hicieron varios comentarios al que se levantó y fue tras ella.
—Mike, vete —dijo Christine enfundándose los guantes de cuero negro que tenía preparados sobre la mesa.
Mike sabía de sobra lo que pasaba inmediatamente después de que Christine se los pusiera, y no pretendía estar a menos de un kilómetro cuando empezase la verdadera fiesta. Así que se quitó la servilleta de los pantalones tan rápido, que estiró del mantel y por poco no provoca un pequeño desastre. Se levantó y salió por la puerta sin ni siquiera despedirse del camarero de pelo ensortijado.
—Voy a comprobar la cocina —dijo Randall—, vuelvo enseguida. No hagas nada hasta que vuelva.
—Randy, ya me conoces. No me pidas que haga promesas que luego no pueda cumplir.
—En fin, me daré prisa. —Cruzó el salón abrochándose los botones de la chaqueta y atravesó la doble puerta.
†
3.
—Es una pena que se marchen sin haber probado el postre.
—Sí, una verdadera pena, pero mi marido no se encuentra muy bien y ha tenido que ir al baño. Por eso si me saca la cuenta voy adelantando antes de que salga.
—Su marido… Vaya, le hacía a usted más joven. ¿Cuántos tiene? ¿Veinte? ¿Veintiuno?
—Sí, bueno. Es una larga historia. La cuenta, por favor.
—Claro, claro.
El camarero seleccionó la mesa en la pantalla del ordenador y la impresora escupió la nota al instante. Christine se quedó mirando la puerta de los baños para disimular, pero tenía el rabillo del ojo puesto en la cocina, sin embargo, no se apreciaba ningún movimiento a través del ventanuco y Randall parecía que no tenía prisa por volver.
—¿Con tarjeta o con efectivo?
—Efectivo, efectivo —dijo Christine, introdujo la mano en el bolsillo de la chaquetilla y dejó pasar unos segundos. Continuaba mirando a la cocina sin ningún resultado.
—¿Qué pasa? ¿No lleva bastante dinero? ¿Necesita esperar a su marido para que pague la cuenta?
Esa sí que era buena.
—No, querido. Ya me valgo por mí misma. Esta cuenta la pago yo. —Sacó la mano del bolso, agarró la del camarero y dejó caer un puñado de monedas.
Las monedas de plata quemaron su palma desnuda como si de brasas al rojo vivo se tratase. Aunque nada más sentir la quemazón retiró la mano como por acto reflejo, el pulpejo se le desgarró despidiendo un apestoso humillo similar a cuando el padre de Christine quemaba la piel de los pollos para quitarles las plumas. Ahora ella ya no podía olerlo, en cambio, lo que sí pudo percibir fue el miedo que el vampiro despedía, al intentar avisar de su presencia a los que todavía se encontraban sentados. Las monedas continuaban su viaje descendente desde la mano mutilada como a cámara lenta, cayeron sobre la barra y salieron desparramadas en todas direcciones. Una de ellas rodó de manera hipnótica hasta que por fin perdió inercia y quedó parada sobre un lado.
Christine se apresuró en bajar la cremallera de su chaquetilla hasta abajo, dejando al descubierto una canana repleta de pequeñas estacas que llevaba cruzada sobre su pecho. Supuso que el vampiro controlaba algún tipo de dominación mental porque, a pesar de que ella ya no era humana, notó cómo trataba de aplastar su voluntad para obligarle a girar la cabeza y dejar su cuello expuesto.
—Todavía no te has enterado de nada, ¿verdad? —dijo Christine abriendo la boca y mostrando dos enormes colmillos que no paraban de crecer.
El vampiro la miraba perplejo. Todos los cazavampiros con los que se había encontrado eran humanos. No acababa de comprender que una vampira quisiera matar a uno de los suyos, y mientras miraba su mano maltrecha, las monedas desparramadas y pensaba en todo ello, dos estacas atravesaron su pecho con la misma velocidad que si hubieran sido disparadas con una ametralladora. El cuerpo del vampiro cayó de lado, y quedó tendido a la vista de todos.
Algunos chillidos desconcertados dieron paso a un murmullo creciente. La mayoría no comprendía lo que estaba pasando, y solo las personas más cercanas se atrevieron a apuntar que la mujer de la chaqueta roja lo había matado, al observar que el hombre tenía algo clavado en la zona del corazón. Los únicos que sabían a la perfección lo que sucedía eran los de la mesa del fondo, que ya se habían levantado y se dirigían hacia la posición de Christine sin levantar mucho revuelo.
La puerta de la cocina se abrió y Randall hizo acto de presencia. Sujetaba un enorme cuchillo en una mano, y una cabeza sangrante en la otra. Nadie le miraba, porque todos estaban pendientes de Christine, y los vampiros de la esquina ya casi habían llegado a su altura.
—¿Llego tarde? —gritó Randall y la muchedumbre enloqueció al observar cómo sujetaba la cabeza decapitada de los pelos. La estampida fue general.
En medio del tumulto, Randall lanzó el cuchillo y uno de los vampiros perdió su mano al tratar de detenerlo. Varias estacas silbaron hasta alcanzar sus objetivos, cuatro en total.
De los tres que quedaban en pie, uno sobrevoló a los humanos rezagados y fue directo hacia Randall, que lo recibió con los brazos abiertos y un mordisco en plena garganta. Cuando lo hubo dejado seco, tan seco como Juliette en la noche lluviosa del parque, lo dejó caer al suelo, sacó una daga de plata y se la hundió en el corazón.
Había transcurrido apenas medio minuto desde que Randall apareciera en el salón con la cabeza cortada y, sin embargo, ya habían acabado con todos los vampiros excepto dos, los que ahora corrían hacia Christine.
Uno de ellos subió por la pared para adelantar a los últimos humanos en salir y se abalanzó sobre ella exhibiendo unas enormes garras que utilizó para atenazarle los hombros. Manchas de sangre manaron del cuerpo de Christine atravesando la chaquetilla, sin embargo, ella mantuvo la sonrisa. Con un giro de brazos, se zafó de las garras del vampiro y atravesó su sien utilizando una estaca con tanta energía, que se introdujo en su cabeza por completo. El vampiro se desplomó sobre la caja registradora que se abrió de golpe, pero antes de que las monedas tocasen el suelo, Christine ya le clavó otra estaca en el pecho y el cadáver del chupasangre quedó tendido bocabajo.
—¡Está prohibido! Lo sabéis. Él os lo habrá dicho, igual que nos lo ha transmitido a todos nosotros. ¡No se puede matar a otro vampiro! Algún día vendrá a por vosotros y os sacará las entrañas mientras se bebe vuestra sangre. —El último vampiro observó cómo la rápida mano de Christine se deslizaba como una sombra hasta la canana, pero no pudo hacer nada más que emitir un grito ahogado justo antes de Randall separase la cabeza de su cuerpo.
—Algún día —dijo Christine y se volvió a guardar las dos últimas estacas—, pero hoy no.
La sala había quedado vacía a excepción de Christine y Randall, además de los cuerpos sin vida que se esparcían por todo el comedor. Los gritos de fuera todavía se escuchaban, pero se iban amortiguando en la distancia.
—Esta vez no han conseguido matar a nadie —dijo Christine.
—Vamos mejorando.
—Lo malo es que esta vez me he quedado sin comer.
—¡Vamos, Christine! ¡Tenías vampiros por todos lados! Si no has comido es porque no te ha dado la gana.
—La próxima vez será —dijo quitándose uno de los guantes y, antes de retirar el segundo, recogió las monedas de plata una a una y se las guardó en el bolsillo de nuevo. Todas menos la que se había quedado de pie sobre un lado, esa se quedó allí, impasible, esperando a que alguien la encontrase.
Tanto la barra donde se encontraba la caja como el resto de la sala, se encontraba impregnada de sangre de vampiro. Pequeñas o grandes manchas, algunas de ellas simples salpicaduras, pero todas ellas oscuras y espesas. Quiso decirle que la sangre que realmente le gustaba era la humana, y que prefería pasar hambre que volver a beber el pútrido líquido viscoso que él tanto ansiaba, aunque supuso que para entonces él no tendría más remedio que matarla. Recapacitó, y resolvió que se lo haría saber en otro momento, tal vez dentro de cien o doscientos años. Así que, en lugar de contárselo, se acercó a Randall, se abrazaron y se besaron de manera dilatada.
—¿Qué hostias ha pasado aquí? —dijo una voz femenina desde atrás.
La habían olvidado por completo. Era la vampira de la mesa central que se acercaba a ellos haciéndose la despistada. Christine tiró mano de las dos estacas que le quedaban con una rapidez pasmosa, aunque Randall fue capaz de sujetarle los brazos antes de que acabase con la vampira. Sorprendida, Christine lo miró y se encogió de hombros.
—¡Tu cena! ¡Venga, antes de que nos ataque!
—Ah, sí —dijo sin demasiado entusiasmo, aunque igualmente se lanzó sobre ella y mordió su cuello.
El hombre que la había acompañado salió de los servicios con los morros llenos de pintalabios y, al ver la sangría de cuerpos, se puso a gritar como un poseso. Randall supuso que, al final, parecía que la pareja solo había pasado un buen rato contra la pared del baño.
—¡Espera un momento! —dijo Randall, pero ya era demasiado tarde. Christine emitió una serie de gorgoteos lascivos, sonidos roncos y ahogados que le hicieron succionar más y más fuerte hasta que acabó con la vida de la mujer.
Para cuando abrió los ojos, el hombre de los labios emborronados ya se había marchado corriendo y Randall la miraba negando con la cabeza.
—Ups… —dijo ella relamiéndose la sangre que chorreaba de su labio inferior.
Y Randall no tuvo más remedio que echarse a reír.
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