LECCION DE CARNICERO
Tiempo de lectura: 025 minutos.
La persiana mecánica terminó de subir con un crujido y el encargado encendió las luces tras desconectar la alarma. Se situó detrás del mostrador y dejó caer la bolsa que llevaba sujeta al hombro exhalando un suspiro. Sacó los cuchillos y los volvió a dejar en su ubicación original.
—Otra noche será —dijo en voz alta.
Apagó las luces y cerró la persiana sin conectar la alarma. Él no solía aparecer hasta el final de la tarde, antes de cerrar, pero en menos de una hora Julio, el empleado, tendría que abrir al público.
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La anciana miraba al carnicero por encima de sus gafas con el labio fruncido. Aunque su nariz ya no era capaz de percibir el aroma dulzón de la carne recién cortada, podía observar a través de la vitrina cómo el dependiente fileteaba con delicadeza un largo trozo de lomo. La mujer repiqueteaba el suelo con el bastón, desesperada ante la lentitud con la que el hombre realizaba los cortes.
—Desde luego que lo haces con cuidado, ¿eh? —apuntó la anciana.
—¿Cómo dice señora?
—Digo Julio… ¿Te llamabas Julio, no? —el dependiente asintió—. Digo que ya llevas un buen rato para cortar medio kilo de lomo.
—Claro. Es que si no se lo hago como usted quiere, luego me va a decir que si los filetes son muy gordos o que si son muy finos, que ya me la conozco yo. No se preocupe que se lo voy a arreglar para que usted se vaya contenta a casa y los nietos no se le quejen.
—¡Uy! Los nietos dice —soltó la mujer mirando ahora al encargado, que se encontraba limpiando una generosa pieza de ternera para, con posterioridad, sacar gruesos chuletones—. Si fuera por mis nietos no hubiera vuelto a comprar aquí.
—¿Y eso? —preguntó el encargado dejando el cuchillo sobre el mostrador. La mujer chasqueó la lengua contra el paladar.
—La última vez, el Julio César este —dijo ninguneando al empleado con un movimiento de mano—, me dejó todo el pollo lleno de astillas y mi nieto el pequeño, pobrecito mío, casi se parte un diente.
—Eso es normal, sería de algún golpe mal dado —se justificó el dependiente.
—Golpe el que te daba yo a ti, bonico. —Y después hizo un sonido que bien podría haber sonado como una carcajada irónica de no ser por el movimiento de la dentadura.
—Déjame, que ya la atiendo yo —dijo el encargado casi en un susurro—. ¿Qué más quiere doña Luisa?
—Ay, gracias Antonio. Qué lástima que no estés siempre tú atendiendo. Ponme un pollo de campo deshuesado y sin piel y con eso ya voy servida.
El encargado del comercio sacó un ejemplar amarillento de una cámara del interior y se lo enseñó a la anciana antes de abrirlo en canal. La mujer asintió con la cabeza y sonrió, orgullosa de ser bien atendida. Antonio comenzó a limpiar el animal con una destreza cual cirujano operando a corazón abierto.
—Da gusto verte trabajar —dijo la anciana.
—Me enseñó mi madre, que trabajó toda la vida en una carnicería del centro. Ahora estos chavales —dijo Antonio guiñando un ojo a Julio que ya peinaba canas—, lo aprenden todo mirando vídeos en internet. Eso cuando no se tiran las horas muertas con los videojuegos.
—¡Eso es lo que digo yo! Mis nietos se tiran todo el santo día con el móvil en la mano. O están con el móvil o con la maquinita esa, la Güich. Más les valdría coger un buen libro y leer —la mujer miró a Julio que negaba con la cabeza mientras preparaba una larga tira de embutido—. ¿Tú no lees muchacho?
—¿Yo? No veo más que el Marca y solo miro las fotos. Como mucho leo los titulares por encima, leer me cansa la vista —dijo en un tono irónico.
—Vaya mendrugo estás tú hecho —dijo la anciana y Julio se mordió la lengua para no darle una mala contestación, lo que le hizo ponerse rojo como un tomate—. Deberías leer más y buscarte novia, porque no tienes novia, ¿a que no? —Julio no contestó a la pregunta ni miró a la mujer a la cara—. Ya lo sabía yo. Tienes que buscar aficiones y dejar de tocarte la chorrica por las noches.
La anciana emitió enérgicas carcajadas que hicieron que la dentadura bailase arriba y abajo. Julio se acercó al encargado y se reclinó para que la mujer no le escuchase.
—Me voy adentro a preparar las hamburguesas que al final la voy a mandar a tomar por culo.
—Ni caso. Vete.
—¡Mira cómo se va! Si tenía yo razón. —Y volvió a reír.
—¡Sabe lo que le digo señora! Que sí que tengo aficiones, mire usted —dijo Julio desde la mesa de cortado y Antonio le sugirió con un gesto que lo dejase pasar—. Me gustan los videojuegos, y bastante, pero además hago otras cosas cuando termino de trabajar.
—¿Ah, sí? ¿Y qué haces?
—Pues salgo a la calle a matar a viejas porculeras.
La mujer comenzó a gritar desesperada al encargado, recriminando la actitud de Julio, quien se quitó el delantal y lo arrojó sobre el mostrador.
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—Le has puesto los puntos sobre las íes a la doña Luisa, ¿eh Julio?
—Perdona Antonio, es que ya me estaba tocando las pelotas.
—Sí, la verdad es que se ha pasado un poco. Echo el cierre y te explico una cosa.
—Espera un momento, que tengo el móvil cargando en la oficina.
—¿No habrás cogido mi cargador? —dijo Antonio intentando parecer enfadado, pero en realidad se alegró de que lo hubiera hecho.
—Pues la verdad es que sí. Lo siento es que se me ha apagado y como he visto que no lo estabas usando…
—¡Es broma, joder! Que se quede ahí cargando y luego venimos a por él.
—No, da igual. Lo cojo ya y así lo voy encendiendo.
Antonio negó golpeando la lengua.
—Que lo dejes, hombre. Así pasa, que luego las baterías no os duran nada.
Julio salió a la calle a regañadientes ante la insistencia del encargado y se encendió un cigarro. Antonio recogió los cuchillos y los metió dentro de la bolsa negra, sin que el dependiente se percatase, después le invitó a subir en la furgoneta del trabajo para mostrarle algo y aceptó. Apretó el botón de la maneta de la vieja C-15 hasta en tres ocasiones antes de poder entrar.
—¿Hace frío hoy, no? —preguntó Antonio enfundándose unos guantes de piel.
—Algo sí que hace, pero tanto como para ponerse guantes…
—Ande yo caliente, ríase la gente. Vamos —dijo arrancando el ruidoso motor—. Ya tenía yo ganas de que hiciésemos una excursión juntos.
Julio se encogió de hombros, se acabó el cigarrillo y lo lanzó por la ventanilla. Antonio conducía despacio, sin hablar de nada en especial mientras que su compañero asentía como mirando al infinito. Veía pasar carteles luminosos con los ojos entrecerrados por el agotamiento y sin saber exactamente hacia dónde iban. Por si esto fuera poco, la bolsa que tenía en los pies le molestaba y no podía estirar las piernas.
—¿A dónde vamos, Antonio? Tengo que ir a casa a cenar y hay que volver a la carnicería a por mi móvil.
—Volveremos, no te preocupes. Ya casi hemos llegado.
El vehículo giró a la derecha y al entrar en la penumbra Julio levantó la vista. El motor se paró, las luces de la furgoneta se apagaron y el callejón se quedó completamente a oscuras.
—Pásame uno de los cuchillos de la bolsa que tienes en los pies, que te voy a mostrar algo. —Julio se quedó pensando por un momento en si debía hacerle caso o salir corriendo—. No tengas miedo que no te voy a matar.
—Hombre ya, supongo —dijo empezando a ponerse nervioso. Aun así metió la mano, sacó el cuchillo de deshuesar y se lo entregó.
—Antes has dicho que por las noches te dedicabas a matar viejas para pasar el rato. —La cara de Julio cambiaba por momentos—. Supongo que no era verdad, pero el caso es que yo llevo un tiempo pensando en hacerlo. No en ir por ahí asesinando ancianitas decrépitas, sino en el hecho de matar en sí. Tú ya me entiendes… —Titubeó—. Bueno, es igual. Creo que tú puedes ser un buen compañero.
—¡Pero qué dices, Antonio! ¿Se te ha ido la cabeza? —dijo saliendo de la furgoneta—. Mira, yo no quiero saber nada de tus locuras. Me voy a casa.
—No te vayas, Julio. Espera tan solo un momento, que el que se va soy yo.
—¿A dónde vas?
—Ahora vuelvo. Tranquilo, de verdad, no pasa nada. —Cerró con un portazo, encaró el callejón y se alejó hasta que su silueta desapareció en las sombras.
Julio dio la vuelta por fuera y buscó las llaves en el arranque, aunque no tuvo la suerte de encontrarlas. Pensó en llamar a la policía, pero claro, ese cabrito se las había apañado para dejarle sin teléfono. Podría encontrar a alguien fuera del callejón que le dejase un móvil o buscar una de las casi extintas cabinas telefónicas. La idea la desechó cuando recapacitó sobre qué diría si pudiera contactar con emergencias.
—Emergencias, le atiende Beatriz. ¿En qué puedo ayudarle?
—Pues verá, no sé realmente dónde estoy, si pudieran localizar la llamada y mandar a alguien porque creo que se va a cometer un crimen.
—Vale, estamos localizando su llamada. ¿Usted se encuentra bien?
—Sí, es que mi encargado me ha traído a un callejón oscuro con una bolsa llena de cuchillos que yo llevaba a mis pies.
Detuvo la planificación mental de la llamada. Visto así sonaba bastante estúpido y pensó que si finalmente avisaba a la policía tendría que obviar esa parte, por lo menos de momento.
—¿Le han secuestrado?
—No, he venido por mi propia voluntad, pero me ha engañado.
Otra estupidez que no le cuadraba por ningún sitio.
—Entiendo… ¿Cómo se llama usted, señor?
—Eso no importa. ¿Le estoy diciendo que van a matar a alguien y usted me pregunta por mi nombre?
—¿Y cómo sabe que van a matar a alguien?
—Pues porque el tipo con el que venía se ha metido en un callejón oscuro con un cuchillo que me ha pedido que sacase de la…»
—Mierda. Mis huellas —musitó—. Ese cabrón tiene mis huellas en el cuchillo. Soy imbécil.
Deambuló pensativo de un lado al otro del vehículo, sin encontrar una salida para el problema en el que se había metido. Lo único que se le ocurrió, fue sentarse de nuevo en la furgoneta y esperar a que volviera con el cuchillo, con la esperanza de que no hubiese cometido ninguna barbaridad.
—Maldita sea la hora en la que mandé a tomar por saco a la vieja. —Rezongó.
Mientras divagaba, dos siluetas aparecieron al final de la calle y acertó al pensar en que se trataban de un hombre y una mujer. Tocó el claxon de manera prolongada y las figuras se pararon. Después una tercera figura salió de las sombras y avanzó con rapidez. Julio probó suerte con las luces de larga distancia y estas respondieron. Emitió una sucesión de ráfagas que iluminaban directamente a los rostros de la pareja y a la espalda de Antonio que seguía su imparable avance.
—No puede ser —dijo en voz alta y lo repitió casi en un grito desesperado—. ¡No puede ser!
El encargado ya se hallaba a la altura de las dos personas, escondiendo el cuchillo detrás de la espalda. Julio seguía emitiendo ráfagas para alertar a la pareja, sin embargo el atacante estaba ya demasiado cerca. Completamente deslumbrado, el hombre intentó defenderse sin mucho éxito y sintió como le hundían el cuchillo hasta el mango en el lateral de su pecho. Una vez lo hubo clavado, Antonio hizo un par de movimientos con el arma que simulaban cuando limpiaba un costillar, moviendo el acero alrededor del hueso para sacar la carne.
La mujer había trastabillado al retroceder y sentada en el suelo gritaba presa del pánico. Trató de alejarse reptando marcha atrás, pero el asesino se acercó a ella y, sujetándola por el pelo, le seccionó el cuello con un movimiento de vaivén. La dejó tendida sobre el asfalto y regresó a la carrera.
A Julio no le quedó otra opción que esperar a que el asesino regresara con el arma homicida para poder recuperarla. Antes había visto un cuchillo jamonero dentro del macuto, así que trató de sacarlo sin perder de vista al encargado. Lo malo del mundo real, a diferencia de una película de Quentin Tarantino, es que cuando uno mete la mano en una bolsa llena de cuchillos sin mirar, lo normal es que te lleves un buen corte, o como en el caso de Julio, que te rajes la palma de la mano derecha y la molla se desgaje en un colgajo.
—¡Idiota! —se dijo, dando después un gritito contenido.
El encargado ya alargaba el brazo hacia la maneta, por lo que dio un rápido vistazo a la bolsa y agarró lo que tenía el mango más ancho. Sacó una pequeña hacha y la blandió en la mano pegando la espalda a la puerta del copiloto mientras Antonio se peleaba con el botón de la cerradura.
—¡Qué subidón! ¿Lo has visto? —Entró eufórico en el coche—. Supongo que sí, a juzgar por las ráfagas que estabas haciendo. La verdad es que has sido de gran ayuda, formamos un equipo excepcional.
—Pero ¿qué dices? ¡Estás loco! ¡Loco de remate! En… Entrégame ese cuchillo —le dijo esgrimiendo un hacha, que en la mano de Julio parecía menos amenazante incluso que en la de un niño cortando patatas.
—¿Este cuchillo? Ni hablar. Es mi seguro de vida. Si te vas de la lengua —hizo un silbido prolongado—, te vas para el talego.
—¡Que me lo des te digo! —Empuñaba el hacha con firmeza y su semblante ya no reflejaba miedo alguno, sino que su mirada proyectaba ira pura.
—Pero mírate —dijo adoptando la misma posición defensiva que Julio, con la espalda contra la puerta del conductor—. Te has cortado y estás sangrando como un cerdo. ¿Cómo me vas a matar, idiota? Mancharías mi cuerpo con tu sangre. De hecho, la tapicería ya la tienes hecha un asco.
—Vaya. Lo tienes todo pensado. Mira, tú solo dame ese cuchillo y haré como que no he visto nada —Respiraba de manera acelerada.
—No seas iluso —dijo colocando el arma ensangrentada en el hueco de la puerta—. Te voy a decir lo que vamos a hacer. De aquí en adelante, tú vas a ser mi colega y saldremos de juerga de vez en cuando. Nos iremos… de caza, ¿eh?
—¡Dame el puto cuchillo! —espetó Julio zarandeando el hacha.
Se le habían hinchado las venas del cuello tanto, que parecía que fueran a explotar. Había llevado hacia atrás la mano y el hacha casi tocaba el techo. Un río caliente de sangre le bajaba por el brazo hasta la axila.
—Llévate cuidado con eso que te vas a hacer daño otra vez. Anda, dame el hacha —dijo intentando cogerla con la mano libre.
—¡Qué te estés quieto!
Antonio se quedó mirándole directamente a los ojos, borró la sonrisa indulgente de su rostro y esgrimió el cuchillo apuntándole a la cara.
—No. Nunca —dijo con calma.
Y esa fue la palabra clave. Nunca. Julio pensó en la cárcel, en meses de juicios mientras le tiraban la pastilla de jabón al suelo una y otra vez. Aun así se sentía incapaz de lanzarle un hachazo a aquel malnacido, que acababa de liquidar a sangre fría a dos pobres personas.
Julio pensó fugazmente en que si le golpeaba en el brazo para intentar quitarle el cuchillo, no lo conseguiría. El hacha chocaría con el volante y Antonio se lo clavaría hasta las entrañas.
—Eres solo un pollo —dijo con voz pausada—. Con chaqueta, pero un pollo gigante al fin al cabo. Un trozo de carne que no parará de matar hasta que lo detengan. —Inspiró profundamente.
—¡Y me llamas a mi loco! —Antonio rio a carcajadas.
Apuntó al cuello.
Lanzó el brazo con toda la fuerza que aquel pequeño habitáculo le permitía, pero no pensó en que estaba atacando a Antonio, ni siquiera que estaba atacando a una persona, únicamente imaginó que debía partir la carcasa del puto pollo con un solo golpe.
El hacha se deslizó rozando el techo y creó un pequeño surco en el revestimiento color hueso. Antonio vio venir la embestida en los ojos del muchacho y se agachó intentando zafarse, al tiempo que empujaba el cuchillo de deshuesar hacia el torso de Julio, al igual que había hecho minutos antes con el hombre del callejón.
La muerte fue instantánea.
Al agacharse, Antonio consiguió que el arma que avanzaba en busca de su cuello, impactara en el puente de su nariz con toda la energía que el brazo de un fornido carnicero podía generar. El cuchillo se enganchó en la ropa de Julio sin crearle la menor herida, en cambio, el hacha se clavó hasta la mitad de su hoja de una sien a otra, explotando los dos globos oculares del encargado.
El cuchillo cayó inerte sobre el regazo de Julio y el hacha quedó clavada en el rostro del asesino, cual espada mágica incrustada en la piedra. El muchacho se recostó en el asiento. Su boca entreabierta exhalaba de manera descompasada y sus lágrimas caían de unos ojos abiertos de par en par. Mostraba lo que en el servicio militar había conocido como la mirada de los mil metros.
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—Vaya por Dios… —dijo la anciana en un susurro, aunque Julio la escuchó a la perfección—. ¿No está tu jefe por ahí?
—¿Daniel? ¿El dueño? Ese está jubilado, señora. Lleva años sin venir por aquí. Solo paga nuestros sueldos y se queda con el dinero de la caja.
—No, ese no. Digo el otro, Antonio. El viernes estaba aquí contigo.
—¡Ah! El encargado dice. —La mujer se encogió de hombros—. Lleva varios días sin venir, la verdad es que no sabemos dónde se ha metido.
—Ese es un buen canalla también. Se tiraba más tiempo en el bar de mi sobrina que trabajando.
—Mire… Luisa se llamaba, ¿no?
—Doña Luisa.
—Doña Luisa. El otro día tal vez le hablé en un tono que no era el más adecuado.
—Un tono... —dijo alargando la última vocal—. ¡Que vaya tono!
—Sí, bueno. No sé que ha venido a comprar, pero le voy a explicar —dijo destapando un recipiente rectangular que tenía tapado con un papel transparente—, esta carne la hemos traído nueva, es una mezcla de carne picada de cerdo ibérico con pavo y sale muy económica.
La mujer observó la etiqueta del precio, y aunque realmente era barata dio un paso atrás.
—¿A qué sabe eso?
—Este es el último recipiente que me queda. El sabor es un poco más fuerte que el del cerdo blanco, pero lleva comino, azafrán de hebra, perejil y una pizca de pimienta que la hacen deliciosa. No es para nada picante. —Doña Luisa seguía sin parecer convencida—. Está buenísima, ya se lo digo yo. La puede usar para hacer albóndigas con tomate, salsa boloñesa para los espaguetis, o incluso si hace un rollo con la carne —continuó haciendo el gesto con las manos—, lo mete en un hojaldre y al horno. Si le parece bien, le voy a poner de regalo medio kilo de carne especiada y empezamos de nuevo. Con eso tiene comida para cuatro personas y sin complicarse. ¿Qué le parece?
La mujer esbozó media sonrisa que aplacó con la velocidad de un halcón que desciende a la caza de un indefenso gazapo.
—Me parece que los miércoles en mi casa comemos siete, medio kilo es poco.
—¿Un kilo entonces?
—¡Sea!
Me parece que me voy a hacer vegetariano, jajajaja.....
ResponderEliminar🤭 Nunca se sabe realmente quién te despacha la carne, te sirve el café o hace el pan que te comes.
EliminarSe trata de una relación de confianza. Si no confías en tu carnicero siempre puedes criar gallinas en el balcón. 🐔
Un abrazo y gracias por tu comentario. 💙
R. Budia
Yo creo que de ahora en adelante voy a mirar con otros ojos en este caso mío a la carnicera me gusta mucho el relato es suspense angustioso y tb me me reído con julio muy bueno CV onvinar las tres cosas es estupendo
ResponderEliminarNo quiero ser motivo de desconfianza en el gremio, pero... 🤣🤣🤣
EliminarEs broma, me alegro de que hayas sentido el suspense, la angustia y además hayas podido conectar y reírte con el personaje.
Muchas gracias por tu comentario.
Un abrazo fuerte.
R. Budia
Muy buen relato Víctor. Personajes muy humanos y creíbles. La "adorable" señora de las que solo llevan una cosa en la caja del supermercado y quiere pasar primera la has clavado.
ResponderEliminarSin duda, la constancia da sus frutos y, por ahora, eres un buen ejemplo de ello.
Nos leemos
Como siempre tus comentarios son lo mejor de la casa. La señora dan ganas de matarla, la verdad. 🤣
ResponderEliminarMe alegro que hayas disfrutado con la lectura, para la semana que viene más y mejor.
Un abrazo, amigo.
R. Budia
Un relato entretenido, bien escrito y que te mantiene en vilo desde el principio. Muy recomendable.
ResponderEliminarMuchas gracias. ☺️
EliminarEs estupendo que te haya mantenido a la expectativa desde el principio. 😏🔪
Un abrazo.
R. Budia