NOMBRE EN CLAVE: TOBÍAS - PARTE 3





Las esposas estaban tan apretadas que solo cuando el inspector Sánchez se las quitó, pudo volver a sentir las manos. Dos bonitas pulseras moradas con sus correspondientes heridas carmesí adornarían sus muñecas las próximas semanas, como recordatorio de que no estaba nada bien darle un empujón a un poli.

—Muchas gracias, Fermín. Tenía las muñecas a punto de explotar.

—No me llames por mi nombre, aquí soy el inspector Sánchez.

—Fermín, hombre... —rezongó Andrés mientras seguía frotándose las heridas—. Si nos conocemos desde el parvulario. Todavía me acuerdo de la canción que nos inventamos en tu honor…

—Hasta los huevos de la cancioncita —aseveró Fermín casi elevando un grito—. Y luego siempre estabais con las mismas tonterías. Que si cornudo, que cuándo terminaban los encierros, que me ibais a cortar las dos orejas y el rabo... No me toques los cojones Andresito, que aún te quedas durmiendo en el calabozo esta noche.

—Perdona… Perdone, inspector Sánchez.

—Ya sé que Expósito es un imbécil pretencioso y, probablemente, se estaba pasando contigo. Me hago cargo de que vivir en la calle no es fácil, pero ya sabes que está prohibido por la Gandula.

—La jodida Ley de vagos y maleantes. Vaya invento de ricos.

—Compréndelo, Andrés. No podemos pasar de largo y hacer como que no te hemos visto. Expósito solo hacía su trabajo.

—Es un madero, lo sé. Y los maderos hacéis cosas de maderos. Zurrar a la gente y eso.
—Policía Nacional, Andrés. Nada de maderos.

Andrés bajó la cabeza y se estiró las mangas de la camisa hasta la mitad de las manos.

—¿Tienes dinero para comer?

—No, hoy me lo he gastado todo en una manta. Hace frío en la calle, ¿sabe usted, señor inspector?

—Pero qué marrullero eres. Venga, vamos a la fonda. Allí por lo menos dormirás caliente un par de días.

—Joder. —El ofrecimiento le pilló por sorpresa y no tardó en que los ojos se le pusieran vidriosos, llenos de lágrimas—. Gracias Fermín…, inspector Sánchez. Lo estoy pasando mal, pero es solo un bache.

—Anda, tira. Que si no fuera porque la María tiene miedo de que meta gente en casa, por los críos y eso, ya sabes, te venías a Lavapiés conmigo.


Andrés encaraba la puerta de la fonda cuando el recepcionista le tiró un silbido. Durante los dos días que pasó en el establecimiento, Andrés no había causado ninguna molestia. Fermín le había entregado seis pesetas, suficiente para comer y no llamar mucho la atención, y además le había dicho: «Ya que estás de prestado, por lo menos no molestes al personal». Y eso es lo que hizo. Se había portado mejor que los niños de la Matilde en la misa de domingo, así que creyó que el silbido no iba con él. Hizo oídos sordos y empujó el portón.

—¡Eh, tú! ¡Espera! —Andrés se giró esperando el rapapolvos. Siempre había una excusa para echar la culpa al vagabundo—. ¿Estás buscando trabajo?

—Eh… —Se lo pensó antes de contestar—. Sí. Claro que sí —contestó finalmente sin demasiada confianza.

—Pues vuelve esta noche y hablamos. A las once y media.


—¿Estás seguro de que este tío no tiene a nadie? —preguntó el vigilante de la garita. No era el mismo funcionario que trabajaba en el turno de mañana, Jaime, pero todos los vigilantes parecían estar cortados por el mismo patrón. Rostro serio, parco en palabras y con cierta mirada de superioridad.

—Y tan seguro. Lo trajo un madero a la fonda por pura pena. Si hasta le pagó la habitación y todo. El pobre no tiene dónde caerse muerto.

—Y huele como si lo estuviera, ¿no? ¿Sabrá limpiar?

—Pregúntale a él. Yo ya te lo he traído. ¿Os lo quedáis o no?

—Llevo tres días que no entro en el cagadero del asco que da. ¿Tú qué crees?

—Pues dame mis diez pesetas que yo me marcho.

El vigilante abrió la caja de caudales y entregó las diez pesetas al recepcionista, quien se marchó sin ni siquiera despedirse. Estuvo tentado de decirle que, en la nota, decía que tenía que pagarle quince pesetas para que no se fuera de la lengua, pero decidió guardarse las otras cinco. Por las molestias.

—¿Cómo te llamas? —dijo saliendo de la garita.

—Me llamo Andrés, señor.

—Andrés. Escúchame bien, Andrés. Aquí la gente no aguanta mucho tiempo, así que si no te lo vas a tomar en serio, lo mejor es que salgas por esa puerta. —Silencio—. Está bien, si realmente quieres el trabajo es tuyo. Empezarás a las doce de la noche. Trabajarás solo dos horas y tendrás que limpiar todo lo que se te diga. Y sin rechistar. ¿Estamos?

—Estamos.

—Aquí están tus herramientas —dijo abriendo la puerta del pequeño armario de la limpieza—. A las doce tocas al timbre, entras y vienes a la garita. Yo te entregaré una tarjeta como esta y tú te la pondrás y te vendrás directo aquí, al cuarto de limpieza. Si estoy escuchando la radio, no me hables. Si estoy leyendo, no me hables. Si no te hablo, no me hables. ¿Estamos? —Andrés asintió—. Yo te dejaré abiertas todas las puertas de los sitios donde tienes que limpiar. Nada más —dijo elevando el tono—. Entras, limpias, y te vas. Si hay polvo, pues limpias polvo. Si hay sangre, pues limpias sangre. Y si hay mierda, pues limpias mierda. El sueldo es de cuatro pesetas al día, es lo que hay, y se trabaja todos los días —volvió a elevar el tono hasta un chillido—. Tienes dos horas para limpiarlo todo. No hagas preguntas, no hables con nadie y, si puedes, no hagas mucho ruido. ¿Alguna duda?

—¿Me vais a dar ropa? La mía está… —dijo estirándose la camiseta raída.

—La tienes en el cuarto. —Señaló la estantería donde estaban los trapos—. En la leja de arriba. Si quieres puedes empezar ahora mismo, y si no pues mañana.

—Claro, me pongo en marcha ya. ¿Dónde puedo cambiarme de ropa?

—¿Qué pasa? ¿Te da vergüenza que te vea en calzoncillos? Tranquilo, que no soy maricón. —Se quedó mirando a Andrés, pero este no movió un solo músculo—. ¡Bah! Entra a cambiarte donde quieras. ¡Ah! Por cierto, acuérdate por qué has venido aquí. Te han traído porque eres un desecho de la sociedad, ¿eh? No tienes familia ni a nadie que te espere. No sé si me entiendes.

—Que te den por culo —pensó, pero se dedicó a seguir asintiendo—. Que te den por culo maldito gilipollas.

—Así que, si ves algo, o escuchas algo que crees que puede resultar interesante en tus charlas de vagabundo, recuerda que nadie te echará de menos si no vuelves a tu casa, puente, esquina, o donde quiera que vivas. ¿Estamos o no estamos?

—Estamos, estamos.

—Pues venga. Empieza a limpiar ya que me has quitado un cuarto de hora de sueño.


Las puertas de los cuartos de baño siempre estaban abiertas y además, por mucho que limpiara los retretes, a la jornada siguiente aparecían horriblemente sucios. Por suerte, los despachos y las salas gemelas, como él las llamaba, solo necesitaban una ligera mano de plumero y escoba. Las puertas abiertas, estaban cerradas al día siguiente y viceversa, por lo que pensó que la gente que tenían dentro de las habitaciones la iban cambiando de sitio. Todas menos la última puerta, esa permanecía siempre cerrada. Las celdas, porque para él eso es lo que eran más que habitaciones, solían presentar excrementos humanos, y en alguna que otra ocasión sangre. Aunque ya se había acostumbrado. No sabía si aquello era una prisión, pero si no lo era se le parecía bastante. Nunca había estado en una cárcel de verdad, tal vez fuera un manicomio, una sala de torturas o un laboratorio de pruebas. Tras mucho cavilar, y mientras arrancaba la costra de una de las paredes, apostó por lo último.

Solo un par de veces se había encontrado con alguien que no fuera el vigilante, y era porque los trabajadores de allí no solían quedarse más tarde de lo habitual, funcionarios ya se sabe. Sin embargo, durante las últimas semanas se rumoreaba que iba a haber cambios. No había leído nada en los periódicos del ABC sobre los que dormía, eso era pura propaganda franquista, en cambio, en la calle se comentaba que el falangista radical Gerardo Salvador Merino había sido destituido, y todos los funcionarios andaban con un palo metido en el culo. Al par de estirados con los que se cruzó les brindó uno de sus mejores «Buenas noches», con reverencia y todo, joder, pero aquellos jamelgos no le contestaron. Ni siquiera le miraron a la cara. No era que le importase demasiado, pero su madre siempre le decía que el saludo no se le negaba ni a los perros, y eso hacía.

Así que cumplía con su trabajo, recogía sus cuatro pesetas y volvía al día siguiente. Nada más.

Lo malo era que aquella puerta siempre cerrada despertaba su curiosidad. La curiosidad mató al gato, decían. Y aquel gato era un angora de seis kilos y con una curiosidad más grande que su cabeza.


El vigilante entregó la tarjeta a Andrés sin contestarle ni las buenas noches, algo que era ya como una tradición. Lo único que hizo fue estirar las piernas sobre la mesa y bajarse la gorra para taparse los ojos.

Como siempre, empezó por los despachos y las salas de pruebas. Después fue ganando en intensidad con los baños y terminó la corta jornada saneando las celdas como buenamente pudo. Prácticamente había acabado cuando escuchó un golpe en la sala que nunca se abría.

—¿Hola? —inquirió Andres asustado. No hubo respuesta—. ¿Hay alguien ahí?

Otro golpe se escuchó en el interior. Andrés se acercó a la portezuela por donde pensó que introducían la comida y levantó la chapa para mirar adentro. Oscuridad, solo eso. Oscuridad y un hedor insoportable.

—¿Hola? —volvió a preguntar más fuerte.

—Vete —dijo la voz sin más explicaciones. Andrés cerró la portezuela, pero tras unos segundos volvió a abrirla.

—¿Estás bien? Puedo ayudarte. ¿Necesitas comida o agua?

—Estoy bien. Márchate.

—Me llamo Andrés. Puedo darte jabón si quieres, o un poco de detergente para aliviar ese olor repugnante.

—¿Por qué me has dicho tu nombre? —masculló entre dientes.

—No te oigo. ¿Puedes acercarte un poco? No tengo mucho tiempo. —Miró el reloj—. Diez minutos, doce como mucho, pero puedo ayudarte. De verdad.

—No. No puedes. Es demasiado tarde. Mañana vienen a por mí, y detrás de mí van los otros.

—¿Qué otros? Ah, vale —dijo mirando las puertas cerradas—. ¿Qué os van a hacer? ¿Os van a… —pausa—, a matar?

—No lo sé, pero pueden venir a por mí si es lo que quieren. Estoy preparado.

El palo de la fregona se deslizó y cayó al suelo en la otra punta del pasillo dando un fuerte golpe. El eco resonó como si alguien hubiese pegado un tiro con una carabina. Andrés dio un respingo, aunque los ronquidos del vigilante no se vieron interrumpidos.

—¿Cómo te llamas?

—¿Si te lo digo te irás?

—Sí —dijo cruzando los dedos.

—Mi nombre es Tobías, y ahora vete.

—Tobías, puedo ayudarte. Quiero ayudarte —dijo con una emoción que se concentraba en lo alto de su garganta.

—Ya lo intenté con los otros que estuvieron antes que tú, y tuve que obligarles a marcharse.

—Mira, Tobías. Llevo años viviendo en la miseria, y gracias a la ayuda de un buen hombre pude encontrar este trabajo.

Tobías estuvo tentado de decirle que ya lo sabía. Sabía lo de aquel policía, Expósito, que lo había detenido y le había dado una buena ensalada de hostias de las que no dejan huella, que Sánchez lo había llevado a la fonda y le había entregado dinero. Sabía que Andrés lloraba todas las noches pensando en que había perdido a su familia en la guerra, puta guerra civil, y sabía que no podía quitarse esos pensamientos ni cuando desincrustaba la mierda de las celdas. Y lo sabía porque lo había leído en su cabeza, igual que sabía que era una buena persona. No hacía falta que lo demostrara, y Tobías pensó que no tenía derecho a meterle de lleno en todo aquello. También sabía que al día siguiente vendría Thomas Bernhard, y que el supervisor tenía preparado un informe que necesitaba leer para averiguar todo lo que sabían de él. «Ese hombre me sacó de la cárcel», leyó de la mente de Andrés antes de que abriera la boca.

—Ese hombre me sacó de la cárcel —prosiguió—, me dio un techo donde poder pasar la noche y no morirme de frío, y hasta me dio algo de dinero. Eso me hizo pensar, y descubrí que yo nunca podría ayudar a nadie como él lo hizo, y ahora… Ahora siento que puedo hacerlo. Déjame ayudarte, Tobías. Deja que te ayude a escapar de aquí.

Las fuertes carcajadas de Tobías hicieron que Andrés se pusiera nervioso. Temió por si el vigilante les había escuchado y mandó callar a Tobías chistando como un aspersor con el dedo sobre los labios. Asomó la cabeza hacia la garita y comprobó que el vigilante seguía interpretando la Sinfonía número 5 en do menor de ronquidos y cuescos sincopados.

—¿Escapar? No es ninguna proeza escapar de aquí. Podría haberme marchado hace tiempo.

Andrés se rascó la cabeza sin saber muy bien lo que estaba pasando.

—Pero si insistes en ayudarme creo que puedes hacer algo por mí. Puede que no te guste, y muchas veces produce arcadas, pero te prometo que no te haré daño.

—Arcadas dice. Después de lo que he visto aquí me he dado cuenta de que tengo un estómago de acero. ¿Qué tengo que hacer?

—Dime algo que te guste. —Andrés pensó unos segundos y, por sorprendente que le pareciera, no se le ocurría nada—. Bueno, no pasa nada. Sé algo que nunca falla. ¿Te gustan las palomitas dulces?

—Me encantan —dijo con un tono alegre.

—Pues tan solo imagina que comes un gran cartucho de palomitas dulces y déjate llevar.


Photo by Mora Mitchell on Unsplash


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