NOMBRE EN CLAVE: TOBÍAS - PARTE 4





Para Tobías, lo más difícil de haber sido sometido durante años a un entrenamiento tan exhaustivo, fue mantener ocultas cada una de las habilidades que iba adquiriendo.

Siendo tan solo un muchacho, sus padres ya notaron que su hijo era más inteligente de lo normal, pero ni de lejos podían saber lo que tenían entre manos. Por ese motivo, siguieron el consejo de algunos especialistas y lo pusieron en manos del estado, «el único con medios suficientes para desarrollar todo su potencial», decían. Y vaya si lo desarrolló.

Con el inicio de la guerra civil, los estudios se fueron endureciendo, así como las técnicas que utilizaban. El nivel de los experimentos era tal, que de entre todos los métodos utilizados con los sujetos de pruebas, el de descargas con electrodos constituía uno de los menos desagradables, por increíble que fuera. Los peores podían dejarlos inconscientes durante varios días.

Toda aquella barbarie, contextualizada en una guerra tan recrudecida por los constantes enfrentamientos que hasta los miembros de una misma familia se mataban entre sí, parecía casi justificada, ya que la intención era convertirlos en espías psíquicos capaces de introducirse en la mente del enemigo sin ser detectados. Tobías pensaba que aquellas prácticas se acabarían con el derrocamiento de la Segunda República Española, «Ya no os necesitamos, muchachos. Gracias por vuestros servicios y si te he visto no me acuerdo», o algo por el estilo. Porque ¿para qué querría seguir el generalísimo con aquellos atroces experimentos una vez acabada la guerra y derrotado el enemigo?

Por desgracia, Tobías no podía estar más equivocado.

Un equipo de científicos convertido en un atajo de secuestradores y torturadores, hasta ahí llegaba la ciencia en tiempo de guerra. Tobías dejaba entrever un poco de percepción extrasensorial por aquí y un poquito de intuición por allá para que continuasen con los experimentos, porque después de tanto tiempo él era el más interesado en seguir avanzando, pero lo que no podía hacer era desvelar su secreto. Su gran secreto.

Tanto llevaba allí que conocía las técnicas de los investigadores, sus puntos fuertes y sus debilidades, de modo que desconocían que Tobías era capaz de trascender más allá de su cuerpo, que podía influir en otros de manera considerable y, lo que era aún más interesante, que en ciertos casos podía introducirse dentro de ellos y manipularlos a voluntad. Lo único que tenía que hacer era relajarse y conseguir un vínculo con la víctima.

Ese vínculo solía presentarse como un recuerdo agradable, un sonido, un lugar o incluso una comida. Algo pequeño. Una resonancia que iba creciendo hasta apoderarse del individuo al completo, al igual que sucedió en 1940 con el famoso puente de Tacoma Narrows. Había escuchado a los investigadores hablar del suceso y de ahí le vino la idea. El puente se derrumbó debido a que un viento no demasiado intenso produjo un aleteo aeroelástico que coincidía con la frecuencia natural del puente. Poco a poco, el movimiento de vaivén fue aumentando hasta que el puente acabó en el fondo del río. Lo único que Tobías tenía que hacer era mantener esa resonancia, y no desviar su atención en ningún momento para que el puente mental no colapsara. Cualquier despiste podría acabar en un pequeño desastre.

A los primeros limpiadores tuvo que trabajárselos durante horas, uno de los costes de la inexperiencia, pero una vez superada la barrera mental que suelen construir la mayoría de los individuos, nadie podía detenerle. Los dos últimos, sin embargo, fueron pan comido. En general, buscaban a gente que no se involucrase demasiado en el trabajo. Pensaban que, de ese modo, dejarían tranquilos a los sujetos de las instalaciones. Personas que iban solo a trabajar y a cobrar sin hacer preguntas, lo que complicaba la tarea de entablar una conversación con ellos. Con Andrés pasó justo lo contrario, ya que era Tobías el que no quería saber nada de él.

Hurgaba en los pensamientos de Andrés como lo hace un perro callejero que rebusca en la basura. Casi había arañado hasta su alma buscando las miserias que todo ser humano tiene, una justificación para tomar su cuerpo, y no encontró nada. Sabía a ciencia cierta que era una buena persona, demasiado buena persona. Por eso quería mantenerse alejado para no causarle problemas.

—Déjame ayudarte —le había dicho Andrés una y otra vez. Y sin saber muy bien si por la insistencia del limpiador o fruto de la desesperación, Tobías finalmente aceptó.


—Imagina que comes un gran cartucho de palomitas dulces y déjate llevar —le dijo a Andrés. Y ahí la tenía, la resonancia que estaba buscando le permitió meterse en su mente sin mayor dificultad y tomar su cuerpo. Una vez dentro la sensación de culpabilidad le sobrevino y se arrepintió de haberlo hecho. Desconcertado, vagó por el pasillo de un lado a otro.

—¿Ayudarme a qué? —se preguntó en voz alta sin encontrar una respuesta que le resultase satisfactoria.

Podría abrirse la puerta a sí mismo, claro que sí. Sacar al Tobías que ahora estaba sentado en una esquina de la celda con la cabeza apoyada en la pared, pero eso ya lo podría haber hecho en decenas de ocasiones. Una de las ventajas de la psicoquinesis. No, eso no era lo que tenía pensado. Quería descubrirlo todo sobre los experimentos que hacían con él, sobre qué pasaba con ellos después de sacarles de allí. Y eso le llevó a preguntarse cómo un triste operario de limpieza, sin vida ni contactos podría ayudarle a conseguirlo.

Curioseó por los pensamientos de Andrés mientras se cambiaba de ropa para salir a la calle, el vigilante ya se había asomado un par de veces y recordó que el turno del limpiador ya se habría acabado hace minutos. Tobías esperaba que hubiera averiguado la manera de acceder a los informes, o mantenido contacto con alguien que pudiera facilitarle información, pero no encontró lo que buscaba. Sus esperanzas se desvanecían como el pedo de una gaviota un día de viento. Al único que conocía era a Jaime, el funcionario que vigilaba la entrada de las instalaciones, y el muy inútil estaba hecho un pedazo de gilipollas. Excavó un poco más en la psique de Andrés y notó un quejido, un chillido lejano como el sonido de una polea que chirría. Tal vez eso le había dolido, de modo que, aunque para él el motivo estaba más que justificado, trató de no escarbar demasiado en el cerebro de su amigo. Tampoco era cuestión de dejarlo tonto al pobre.

—Ahí está —dijo en voz alta, y reparó que lo había reconocido como su amigo. Algo curioso sin lugar a duda.

Andrés había coincidido una vez con el supervisor, aunque el hombre ni le había mirado a la cara. También se cruzó con otra persona… Otro chirrido de polea.

—Lo siento, amigo —Susurró y creyó que le había escuchado pedirle perdón. Tampoco hubo éxito. La otra persona estaba de espaldas a él, justo cuando salía del despacho. Era una mujer. Andrés la saludó desde el final del pasillo y esta ni siquiera le contestó. ¿Cómo cojones podría introducirse en las entrañas de la organización utilizando a un limpiador de vómitos de tres al cuarto? Ese pensamiento lo guardó para él solo.

—¡Venga! ¡Date prisa! —dijo Jaime desde la garita, asomando medio cuerpo por la ventanilla—. ¡Termina ya de recoger, que no paras de hacer ruido! ¡Las personas normales tenemos que dormir! ¿Sabes?

—¡Perdón! —dijo Tobías desde el cuerpo de Andrés.

El Tobías real permanecía sentado en la celda, y así lo haría hasta que abandonase el cuerpo de su amigo. Afortunadamente, en aquel apestoso cubículo que más tenía de celda que de dormitorio no corría peligro. Se dio cuenta de que, aunque utilizaba su garganta para hablar, la voz de Andrés sonaba algo diferente, como más aguda, y trató de imitarla con bastante éxito.
—Ya me marcho, estaba recogiendo mis cosas.

—Pues venga, aligerando que es gerundio.

Jaime dejó la paga sobre la repisa de la garita y cerró el ventanuco. Andrés recogió el dinero y se dirigió a la salida sin despedirse. Cuando estaba abriendo la puerta para salir, el vigilante emitió un silbido como si estuviera llamando a un perro.

—¡La tarjeta, zopenco! Coges el dinero y dejas la tarjeta, no es tan complicado. ¿O es que se te ha olvidado? ¿Me estás oyendo? —dijo señalando el bolsillo de la camisa—. ¡Que dejes la tarjeta!

—¡Ah, sí! Perdón. La he debido dejar en el guardapolvos.

—Idiota —farfulló el vigilante.

Cualquier persona se hubiera dado cuenta de que Andrés, el verdadero Andrés, siempre saludaba. Buenos días, buenas tardes y buenas noches. Eso le había enseñado su madre. Y lo mismo hacía a la despedida. Cualquier persona habría percibido aquel tono de voz un poco más grave, más áspero. Sin embargo, la única persona que lo veía entrar y salir, ni siquiera le prestaba atención. Andrés era casi invisible.

Entonces fue cuando se le ocurrió la descabellada idea.

Abrió el cuarto de limpieza, recuperó la tarjeta y la dejó sobre la repisa. Tomó papel y uno de los lapiceros del bote metálico. El vigilante arrugó el gesto, pero no dijo nada. Quería que Andrés se marchase cuanto antes y eso hizo, salir sin decir ni las buenas noches.


Se había alejado demasiado del edificio y le costaba horrores mantener la resonancia fluyendo sin sobresaltos, pero era necesario alejar a Andrés lo suficiente para que no alertase a nadie. Tenía que darle tiempo para pensar. En cuanto Tobías escuchó a alguien manipular la puerta de su celda decidió que era buen momento para volver. Regresó a su cuerpo por el fino canal que apenas se sostenía entre los dos y, cuando volvió en sí, se sintió aliviado, aunque a malas penas podía levantarse. Orinó en el agujero que tenía habilitado a tal efecto y alguien abrió la puerta en ese momento.

La luz cegadora del pasillo le impidió ver de quién se trataba, pero lo sabía de sobra. Dijo algo de volver en cinco minutos y volvió a cerrar. Se recostó en el camastro deseando que, como solía suceder en la mayoría de casos que querían joderle el sueño, los cinco minutos fueran dos horas, y así fue. Después de trascender siempre regresaba agotado, sentía su propio cuerpo como la concha de un cangrejo ermitaño, un viejo apartamento que volvía a ser habitado. Se estiró y su espalda crujió con una serie de chasquidos encadenados. Una fuerte presión en el pecho le obligó a toser hasta en cuatro ocasiones, y pensó que tal vez su alma, si es que existía algo así, estaba haciendo hueco para volver a colocarse en su sitio. Cómo odiaba esa sensación. Solo esperaba que Andrés leyera la nota y le ayudase. Cerró los ojos y se quedó dormido.


Sentado en un banco del parque, Andrés miraba atónito el papel que aguantaba pegado a su muslo. Con la otra mano sujetaba un lápiz y, con la punta, apretaba tanto la nota que había hecho un pequeño agujero en el final de la firma que claramente mostraba el nombre de Tobías.

Lo último que recordaba era haber estado hablando con ese tal… Tobías.

—¡Oh, mierda! —dijo casi en un grito—. ¿Dónde estás? ¿Me has traído tú hasta aquí? ¿Y por qué no recuerdo nada? —grito a las cuatro esquinas del parque, pero la frondosa vegetación no le contestó.

Sí, ese era el nombre, Tobías. Levantó la nota y comenzó a leer. Tal vez de ese modo averiguara cómo había llegado hasta allí y qué estaba pasando.

«Me ofreciste tu ayuda y la acepto. Gracias, Andrés. Espero que no te hayas asustado al verte aquí en medio».

—Hombre, pues un poco —susurró y continuó leyendo.

«Si de verdad pretendes ayudarme necesito que hagas un par de cosas por mí. Lo que te voy a pedir es un poco delicado, pero te compensaré como pueda. Si no estás dispuesto a participar en esto lo entenderé, no quiero forzarte a hacer algo que no quieres. No sigas leyendo, solo rompe esta nota y vete a casa».

Andrés bajó la nota y respiró profundamente el aire húmedo, que traía aromas de tierra mojada, jazmín y ciprés. Se permitió pensar por un momento en la familia que ya no tenía, y hasta le pareció escuchar la voz de su hijita pidiendo que le ayudara. Con la mano temblorosa volvió a levantar el papel.

«Gracias de nuevo, amigo. Vamos a jugar a un juego, un juego de espías bastante peligroso, así que te pido que confíes en mí y que te dejes llevar. Lo primero que tienes que hacer es conseguir una gabardina y un sombrero. Sé que es complicado dado las horas que son, pero yo también confío en ti y en que lo conseguirás. Es de vital importancia que sean de color negro, porque así es como visten los alemanes del Tercer Reich. Póntelos y espérame en la puerta del edificio a las ocho de la mañana. Yo saldré a recogerte. Tranquilo, no te enterarás de nada. Si todo sale bien, cuando despiertes estarás sentado de nuevo en el parque. Si no…, bueno. Tal vez tendrás que correr un poco».


Puente de Tacoma Narrows, 7 de noviembre de 1940


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Comentarios

  1. Víctor esto es una tortura ,tener que esperar hasta la próxima semana ,es broma los dos últimos relatos son fantásticos ,los primeros para mí fueron un poco liosos ,hasta que me dado cuenta que empiezas por el final y vas retrocediendo . Me estoy enganchando mucho cómo vas hilando todo .pobre Andrés y que pena por Tobías ,pero tú como buen escritor le has dado mucha inteligencia para sobrevivir .Chapo por ti ,intriga máxima ,

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  2. Me encanta torturaros... 😄

    La intención era presentaros a los personajes sin que supierais muy bien de qué se trataba para después, poco a poco ir desentrañando la historia hasta volver al momento donde os dejé. Gracias por lo de buen escritor, por cierto. 😎

    Un abrazo y gracias por los comentarios.

    💙📖👍

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